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sábado, 27 de noviembre de 2021

Por la recuperación de la lucha obrera

Visto aquí

La Bahía de Cádiz es uno de los puntos de nuestro país que más paro padece. Un lugar maravilloso para vivir y trabajar que sin embargo arroja las cifras de desempleo más brutales de toda la UE.

Cuando en los años 80 se procedió al desmantelamiento del sector industrial de Asturias, Galicia, Euskadi o Cádiz para que no trastocará la privilegiada posición industrial de los países centrales de la UE se condenó a toda su población. No se le dio más alternativa que una violencia policial, bien conocida porque era la que 40 años de franquismo había empleado. Y ahora cuando tratan de apretar aún más las clavijas a los trabajadores de la industria del metal para seguir engordando los buches de accionistas y aristócratas metidos a empresarios es necesaria, vital y último recurso una movilización obrera, como las de antes con estopa y barricadas.

Lo han hecho encontrando la solidaridad de toda la población gaditana, del resto de la clase obrera, que ya no sólo es que sepan que el sector del metal es básico para el devenir económico de la provincia. Es que además, comprenden que en su lucha van la de todos y que sólo será con activación y unión como se consiga equilibrar una balanza en la que el peso y el dolor de los desposeídos no alcanza a nivelar la avaricia y fascismo de los privilegiados.

Han ardido contenedores y neumáticos y pareciera como si esas imágenes fueran suficientes para desacreditar la dignidad de la lucha obrera y de quienes están luchando y activando todos los conflictos laborales a lo largo del estado en un momento, en el que el coste de la vida se encarece aún más, los salarios se congelan más rápido que el invierno y en definitiva, el futuro viene atrapado en dolor, precariedad y un sentimiento de absoluta indefensión.

De primero de huelga es decir que cuando las barricadas se ponen dentro de una ciudad, en una avenida o un cruce es para que la policía no tenga tan fácil cargar. Difieren de cuando se levantan en las afueras, en las entradas de las ciudades y polígonos de producción, que ahí si cumplen un cometido de pura lucha laboral: parar la producción y que se note la necesidad de la mano de obra en el ciclo productivo-económico. El hecho de que las barricadas dentro de la ciudad de Cádiz aparecieran cuando llegaron los bastardos y la tanqueta reflejan este punto.

"El gobierno más progresista de la Historia" está pagando en sus carnes una década de crisis económica, recortes y desposesión de las clases trabajadoras. Le está afectando el lamentable estado en el que Rajoy y el austercidio han dejado el país. Y la pandemia ha apretado las clavijas justo donde más recortaron los corruptos: en los servicios sociales, la sanidad, la educación públicas y en las pensiones.

Si a todo esto le sumas una crisis energética que continua porque Occidente ya ha quemado todo el combustible que podía quemar, los ánimos y ganas hierven al contrario que el ambiente al que llega el invierno.

Son los trabajadores los que estamos sufriendo una pérdida terrible del poder adquisitivo, y una precarización de las relaciones laborales que nos pone en puertas de la esclavitud pura y dura.

Y es que cuando se saltan tus derechos de trabajador para obtener más beneficios, se llama "negocio", pero cuando peleas por lo que te pertenece según la Constitución y las normas internacionales, se llama "violencia". Y no hay más violencia que la que se ejerce contra las familias trabajadoras que no llegan a fin de mes, que no pueden calentar su hogar, donde tienen que estudiar a la luz de las velas, donde no pueden alimentar ni vestir a sus hijos.

Porque una consecuencia de la COVID-19, quizás la consecuencia social y política más significativa, es que la pandemia ha demostrado que las clases sociales existen. Siguen existiendo y pertenecer a una u a otra determina las posibilidades de supervivencia de los individuos, lo que es una deflagración en los cimientos de igualdad de la democracia. Y esto que parecía olvidado, otra victoria más de los privilegiados y el neoliberalismo, se ha desmoronado este último año y medio largo. Tras la pandemía, el confinamiento y la desescalada, con todo lo que ha pasado, las clases trabajadoras que indistintamente a su procedencia, sector o edad, vuelven a comprender que es con lucha y resistencia, con lo que prevalece la verdad y se consigue el avance.

Por qué, ¿qué han pedido los trabajadores del sector del metal en Cádiz?

Pues salarios dignos con subidas sólidas para sobrevivir al aumento del coste de la vida. Negociación de un convenio justo y respetuoso. Contratos estables. Que se acabe la precariedad. Que acaben ya con las infinitas subcontratas. Futuro para su empleo, sus trabajos y para su tierra.

¿Y qué han recibido?

Pues de entrada la solidaridad de toda la clase obrera, en especial del personal sanitario, pensionistas y estudiantes. Y palos. Muchos palos. Hostias de quienes detentan la violencia institucional. Una tanqueta para reprimir que puso en peligro a toda la población que se cruzo con ella. Un atropello más de ese bulldozer en el seno del gobierno que es Marlaska que hace ya mucho, desde el primer segundo, que esta okupando un ministerio para el que no tiene ninguna autoridad moral. Encima y para kolmo el personaje es el cunero, diputado por Cádiz.

Por supuesto, y en algo a lo que ya estamos acostumbrados, también recibieron el desprecio y manipulación de los medios de comunicación manipulación de masas, en manos de las oligarquías patrias. Pero podemos decir que por una vez, y que sea la primera del resto de todas ellas, la solidaridad y comprensión de la ciudadanía se ha hecho notar

Y por último, recibieron la preocupación del gobierno para empleando la punta de lanza de la desposesión laboral, los sindicatos oficiales, conseguir un tibio acuerdo que pusiera fin a la huelga y que está siendo sistemáticamente rechazado en las asambleas de los trabajadores. Incluidas aquellas desarrolladas en centros de trabajo donde se ha asegurado (en teoría) el empleo, pero donde rechazan la continua precarización y ejercitan la solidaridad para con sus compañeros de subcontratas y otros centros.

Se aplique o no el acuerdo y se vuelva o no en un tiempo medio a las protestas y paros, recordad que como veis, las huelgas funcionan. Su éxito es tan seguro como también lo es el silencio de los que mandan y no quieren que nada cambie.

La violencia policial no es nueva en este país. Y no va a acabar tras esta semana en Cádiz. Todos nos hemos llevado palos, yo mismo, por defender los derechos de todos, la dignidad de la clase trabajadora y un futuro para este país.

Hoy se manifiestan esos cuerpos de inseguridad del estado, ACAB, arropados por la extrema derecha y la derecha extrema en su estrategia de crispación total para defender la pervivencia de ese atentado a la democracia que es la Ley Mordaza. Que no puede ser que grabemos a los policías, no vaya a verse que son unos violentos homicidas; un perro rabioso y sarnoso al servicio de los poderosos; hogar del machismo, el racismo, la xenofobia y el odio de clase que este país destila y no es poco. Sus arrebatos y la escasez y la imbecilidad de sus argumentos más que justificarse y convencer en la conveniencia de la Ley Mordaza, hacen más fundamental aún la necesidad de derogarla y cubrir de mierda a los fascistas que la pusieron en marcha. No buscan garantizar la seguridad de la ciudadanía, sino más bien la impunidad de los perros rabiosos.

Qué hay más dignidad en cualquier acto en la que los trabajadores luchan por tener mejores condiciones, que en cualquiera de las fuerzas de opresión del estado es una verdad irrefutable.

La inestabilidad social es un hecho ya. Eso no quiere decir que se avecine un cambio de color en el gobierno porque realmente -quizás peque de optimista- se me hace muy difícil que la extrema derecha sea capaz de conseguir una mayoría parlamentaria suficiente con esta deriva al fascismo y el retroceso que llevan. Necesitarán pactos y nadie puede pactar con ellos.

Por ello me parece lamentable que el gobierno de izquierdas aplique la brocha gorda contra los trabajadores de Cádiz que no dejan de ser sus bases electorales (tanto para el PSOE como para Unidas Podemos). Las calles se tienen que caldear y ocupar para recuperarlas primero y después para poner sobre la palestra los verdaderos problemas que tiene este país, la imperiosa necesidad de solucionarlos y que se haga a través del respeto y la dignidad a la clase trabajadora.

Estamos ante un cambio de época y quizás al igual que con el gobierno de Zapatero, sea con otro gobierno de "izquierdas", esas bases de izquierdas, esa clase trabajadora, sin artificios, subdivisiones ni maniqueísmos, vuelvan a tomar las calles y reivindicar sus derechos, empezando por el más elemental: el derecho a un futuro. Y este se conseguirá en base a resistencia y lucha; no a batucadas, ni concentraciones molonas posmodernas que sólo sirven para quedar a tomar unas cañas. Quizás hayamos ya aprendido la lección de que las herramientas las tenemos desde hace mucho tiempo, y más que inventar nuevas (partidos, discursos o ideologías) de lo que se trata es de coger y apoderarse de las que ya teníamos y emplearlas en mejorar las condiciones de vida y futuro de la gente.

Un futuro que empieza por la reivindicación de un trabajo digno y seguro y que tiene que abrir la puerta a todas las mejoras que necesitamos como sociedad.

En frente ya sabemos quienes están. Que no encuentren ni la más mínima colaboración de las bases obreras.


miércoles, 14 de junio de 2017

Una huelga de todos




Mientras se celebra la segunda jornada y con votación de la Moción de Censura de Unidos Podemos al gobierno del fascista y corrupto PP de Mariano Rajoy, otro de los múltiples conflictos en los que está sumiendo al país por su gestión vive un momento decisivo en la jornada de hoy.
Arranca hoy miércoles 14 de junio un paro de 48 horas en todos los puertos españoles promovido por los estibadores. Frente a la horrenda y corporativa con los suyos gestión de Rajoy y la agresiva acción de la ideología dominante, el ultra liberalismo, los y las trabajadores portuarias del estado español han enseñado los dientes para defender sus derechos.
Está jornada de huelga es una más dentro del ciclo de movilizaciones promovidas por las asociaciones profesionales y sindicatos de estibadores frente a las reglamentaciones primero europea y luego nacional para favorecer la regularización y liberalización del sector, entendidas ambas como máxima flexibilización de las condiciones de trabajo y contratación de los trabajadores portuarios, lo que abre la puerta a las subcontratas y otras formas de degradación de las condiciones de vida de la clase trabajadora.
Quizás hoy, con toda la derecha mediática volcada en descalificar e insultar a quien hoy propone algo digno y distinto en las Cortes, no asistamos al despliegue de manipulación que la caverna ultra dedica con la única intención de que todos y todas nosotros, como clase trabajadora, nos posicionemos en contra de los estibadores.
Desde hace un par de meses cuando estalló el conflicto de la estiba en los medios (a raíz de la multa diaria de 134.107€ que la ultra liberal UE impone a España por mantener su propia legislación en los puertos nacionales. De la multa de 128 millones de € que la UE nos impone por recortar en energías renovables, nadie habla) hemos escuchado que los y las estibadores son un monopolio. Que son unos privilegiados. Que son una mafia. Que son machistas y misóginos. Y un largo etcétera de juicios simples de valor que no analizan la situación laboral y profesional del colectivo, y que desprestigian al sector sin otorgarles la naturaleza clave la para la economía del estado, como así lo son.
Pero realmente, si contextualizamos las condiciones de los trabajadores de la estiba en nuestro país, con las situaciones del resto del precariado españistaní, por supuesto que salen bien y podemos decir que si, son unos privilegiados. Pero, ¿por qué?
Pues muy sencillo; porque mientras la clase trabajadora, huérfana de liderazgos sindicales y sumidas en una competitividad e individualismo taciturno es pisoteada y precarizada, existe un colectivo que, gracias a su unión, su lucha sin tregua y su cooperativismo conserva los derechos conseguidos durante decenas de años, lo cual es inadmisible para la élite. Que los estibadores dejen de ser unos privilegiados no debería suponer para el resto de la clase trabajadora que ellos perdieran derechos, sino que nosotros recuperáramos los nuestros.
La liberalización de la estiba traerá precariedad, caídas de salarios, aumento de la inseguridad laboral y abrirá nuestros puertos que deben de ser un valor y un puntal estratégico de la riqueza nacional a los especuladores extranjeros. Y sin embargo, lejos de abrazar la solidaridad obrera y plantear discursos de compañerismo, los estibadores no sólo se encuentran solos sino que además, tienen la beligerancia de una clase trabajadora engañada que culpa de su precariedad e incertidumbre a otros trabajadores, dejando libres sin mácula a quienes con legislaciones y discursos nos han puesto la etiqueta de prescindibles, de mercado, de recursos con los que especular sin importar nuestras vidas.
Por todo esto, la huelga de los y las estibadores, es también una huelga de todos y todas nosotros. Tenemos que recuperar el sentimiento de clase obrera, que nos han arrebatado o que, mejor dicho, hemos perdido de forma paulatina, inconsciente. Porque si hoy apoyamos a la estiba, mañana será el profesorado, el personal sanitario, los teleoperadores, los camareros, los científicos, los funcionarios… todos y todas unidos y convencidos en la lucha para anteponer nuestra vida, futuro y dignidad por delante del dinero, de la avaricia y la inmoralidad de unos pocos.
Seguramente mi planteamiento resulte romántico. Idealista. Pero si algo tengo muy claro pese a las extremas dificultades para movilizar a esta ciudadanía que parasita frente al televisor o la pantalla del móvil, la nula colaboración de los sindicatos mayoritarios muletas de este sistema, es que tenemos que estar juntos y luchar con solidaridad obrera. No os dejéis engañar y manipular. Recordar lo que decía el pastor luterano Niemöller en su célebre poema Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas:

Original
Traducción
Als die Nazis die Kommunisten holten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein Kommunist.

Als sie die Sozialdemokraten einsperrten,
habe ich geschwiegen;
ich war ja kein Sozialdemokrat.

Als sie die Gewerkschafter holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein Gewerkschafter.

Als sie die Juden holten,
habe ich nicht protestiert;
ich war ja kein Jude.

Als sie mich holten,
gab es keinen mehr, der protestieren konnte.
Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,

Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,

Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.

lunes, 29 de mayo de 2017

Una vuelta filosófica a la necesaria Reducción de la Jornada Laboral

Fotograma de la excepcional e imprescindible Tiempos Modernos, de Charles Chaplin (1936)

Voy a continuar reflexionando sobre cómo funciona este sistema económico y social y sobre la necesidad perentoria de reducir la jornada laboral. Lo voy a hacer aplicando mi experiencia particular, añadiendo la valoración personal, y la lectura concreta al momento vital en el que me encuentro.
Desde hace un mes estoy de vuelta en el mundo del trabajo. Acepte un puesto de desarrollador web en Salamanca, nuevamente, en una especie de burla de la vida que parece atarme a una realidad rutinaria, ya exprimida, sin dejarme crecer, probar nuevas cosas y entornos y cumplir anhelos.
Una de las cosas más interesantes que me está sucediendo es como desde que he vuelto a la rutina y la seguridad (relativa) de tener ingresos a final de mes, me he vuelto menos cuidadoso con el dinero. Esta es una sensación que tuve la semana pasada al caminar hacia el trabajo con mi café diario de take away en la mano; lo recordé horas después al animarme a comprar unas galletas sin aceite de palma para el aperitivo; después sentí lo mismo cuando me animé a echar un boleto de los Euro millones. Y todo ello lo confirmé empíricamente cuando comprobé mi Excel con el presupuesto doméstico.
Desde luego no se trata de compras excesivamente caras, caprichos extravagantes o derroches irracionales. No. Son compras y adquisiciones sin las que he podido vivir todos estos meses de atrás en los que mis ingresos no estaban tan garantizados, y que además se demostraron como innecesarias.
Pensando en todo esto he llegado a la conclusión de que es curioso como dependiendo de nuestro nivel de ingresos (y la expectativa de tenerlos) “nos llevamos” a un nivel de gastos que aparecen aparejados o intrínsicamente ligados, ya sea por motivaciones y presiones sociales, diferenciadoras o de pertenencia. Llama la atención como el hecho de tener un billete de 20 euros en el bolsillo nos invoca a una satisfacción temporal el gastarlos, aunque los bienes o servicios adquiridos con ellos no supongan ningún cambio trascendental en nuestras vidas.
Así con este hecho probado y replicado en millones de seres humanos llegamos a la cultura de las cosas innecesarias.
Es evidente que en Occidente se ha impuesto gracias al marketing, la publicidad y los medios de comunicación de masas un estilo de vida basado en gastar dinero en cosas innecesarias. Así el capitalismo por un lado se ha garantizado la recaudación de ingentes cantidades de dinero, que vuelve más pronto que tarde a sus manos tras haber salido en forma de salarios y dividendos. Y por el otro el sistema obtiene la sumisión inconsciente de una población atrapada en un bucle continuo de trabajar para consumir; de aceptar unas condiciones cada vez más penosas e indignas con tal de mantener un rol de éxito promovido por campañas publicitarias y una realidad social basada en la imagen, el culto al individualismo y la competitividad.
La idea es que en todo momento compres cualquier cosa. El Capitalismo, tal y como lo conocemos hoy no se sostiene sino es bajo una premisa concreta: Las grandes compañías no ganaron sus millones de dólares promoviendo bajo la honestidad, la responsabilidad (social, laboral, ambiental) o la ética, la virtud de los productos que ofrecen, sino que lo hicieron creando una cultura que influyó a millones de personas para que estas comprarán mucho más de lo que necesitan como un medio de satisfacción a través del dinero.
Al final, sobre todo en el entorno urbano (otro invento del sistema para dominarnos y controlarnos), compramos cosas o servicios para subirnos el ánimo, como descarga de adrenalina; o para tener lo mismo o mejor que el vecino; para completar visiones idílicas que la publicidad ha enraizado en nuestra mente durante toda nuestra vida; para publicar nuestro modo de vida en Internet y recibir la atención hipócrita de otros tantos infelices; o por otro montón de razones psicológicas y de status social que poco o nada tienen que ver con la razón misma de comprar: el uso del producto o servicio adquiridos.
Para completar el círculo las grandes compañías y sus gobiernos cómplices han planteado este estilo de vida como si fuera lo más normal, lo que se ha hecho toda la vida o el sumun de la evolución humana. Y como parte del chantaje, siempre pensando en las sociedades occidentales, se impone un ritmo de vida basado en la emergencia y el estrés, en el que la mayor parte del día productivo del ciudadano y ciudadana se pase en el puesto de trabajo (o en trayecto de ida y vuelta), lo que nos obliga a construir nuestras vidas en las tardes, las noches y los fines de semana.
Así aparece una paradoja que en los últimos años es recurrente en mi modo de pensar: Cuando tengo dinero, tengo muy poco tiempo para disfrutarlo o exprimirlo hacia caminos de realización personal; y cuando tengo tiempo, tengo poco o ningún dinero lo que imposibilita el acceso a gran parte de esos caminos.
La respuesta sería fácil: Trabajar menos para tener más tiempo libre, siempre sin perder la capacidad adquisitiva generada con nuestro empleo. Sin embargo, desde hace casi un siglo, en todos los países, en todos los momentos históricos y bajo todos los tipos de paradigmas productivos (incorporación de la mujer, robotización y automatización, virtualización de la economía y de las relaciones,…) las empresas y los gobiernos, el establishment, se han negado con vehemencia.
La jornada laboral de 8 horas se introdujo en Inglaterra a finales del XIX para proteger a los trabajadores (muchas veces niños) que estaban siendo explotados mediante jornadas laborales de 14 o 16 horas diarias.
A medida que la tecnología avanzaba, los trabajadores de todas las industrias fueron capaces de producir mucho más valor, en menos tiempo, aumentando exponencialmente las plusvalías que acababan en los bolsillos del empresario, sin apenas repercutir -y cuando lo hacían mínimamente es a base de sonoras y trágicas movilizaciones laborales- en los de los trabajadores. Al cambio, el debate sobre la reducción de jornadas laborales era ninguneado, cuando no erradicado, fijando las 40 horas semanales (8 diarias) como norma inamovible pese a que multitud de estudios demuestran que la productividad es notoriamente más alta en jornadas intensivas más cortas (el empleado tipo de oficinas logra trabajar “sólo” 3 horas de las 8 que pasa en su asiento).
Hay muchas razones para mantener esta legislación (inyección de un cansancio patológico en los y las trabajadores, dificultad a máximo el asociacionismo y el sindicalismo, frenar la contestación social, facilitar el control de masas y flujos, etc.) pero una de las más evidentes y perversas es que así logran que los trabajadores al tener poco tiempo libre pagarán más por los bienes y servicios, sin tener en cuenta su verdadera función o utilidad, sino que simplemente por una satisfacción o alivio obtenido por el mero hecho de comprar.
Si la gente llega cansada a su casa, y tiene que atender todas las obligaciones familiares y de comodidad del entorno hogar, al final consigues mantenerlos viendo la televisión y con ella todos los anuncios que alimentan esta siniestra rueda, haciéndoles perder cualquier tipo de ambición fuera de su trabajo.
Nos han llevado a una cultura para hacernos sentir cansados y hambrientos de satisfacción con lo que nos predisponen a gastar grandes sumas de dinero (de tiempo que pasamos “trabajando”) para obtener entretenimiento y satisfacción sin que nunca se sacie por lo que constantemente queremos cosas que no tenemos.
Gastamos para subir nuestro ánimo, para recompensarnos, para celebrar, para arreglar problemas, para mejorar nuestro estatus o para no aburrirnos. Si dejáramos todos de comprar cosas que no necesitamos y no nos aportan algo trascendente más allá de una alimentación y sustento básico, la economía se colapsaría de tal modo que jamás se recuperaría.
De esta proliferación de un consumismo exacerbado, competitivo y de rápida absorción y satisfacción (con su íntima y posterior insatisfacción y/o culpabilidad) surgen todos los males del capitalismo, como la contaminación, la corrupción, la avaricia, los problemas sanitarios (obesidad vs hambrunas, problemas psicológicos, patologías autoinmunes, problemas cardíacos y respiratorios, etc.) y la extrema violencia en la que vivimos.
La cultura del trabajo durante 8 horas es la herramienta perfecta para mantenernos atados y jugando al monopoly como fichas insignificantes y a las que mantienen en un estado de permanente insatisfacción que sólo, y momentáneamente, se arregla comprando algo nuevo.
Si además recordamos que la infinita mayoría de los productos manufacturados que consumimos se extraen y/o elaboran en condiciones que atentan contra la ética, la responsabilidad ambiental y las normativas laborales más elementales…

No sé si habéis oído hablar de la Ley de Parkinson. Viene a decir que el trabajo a desempeñar se alarga hasta ocupar todo el tiempo disponible para que se termine. E incluso, en ocasiones más allá.
Pongamos un ejemplo: Si tienes que hacer una maleta en diez minutos, tu mente y tu cuerpo funcionan a pleno rendimiento hasta completar la tarea; sin embargo, si nos damos toda la tarde para hacer la maleta, es muy probable que alargues la tarea, de manera evidentemente, innecesaria, ocupando toda la tarde.
Comúnmente hace referencia a la utilización del tiempo. Pero si lo pensáis detenidamente, también con el dinero funcionamos igual: Realizamos gastos y previsiones de gasto, en base a los ingresos y las previsiones de ingresos. Sobretodo es aplicable cuando hablamos de esos pequeños bienes y servicios que no trascienden nuestra vida, no son necesarios en la supervivencia. Contra más generamos (o creemos que vamos a generar) más gastamos. No es que repentinamente necesitemos comprar más, es simplemente que como podemos hacerlo, lo hacemos.
Esta es la paradoja del sistema. De cómo nos encierran; nos machacan; nos esclavizan sin que nos enteremos. De cómo nos han enganchado a Matrix, de “nuestra” idiotez. Durante años han trabajado y estudiado la forma de generar una sociedad perfecta para ellos, para los poderosos. Y esa es la que tenemos ahora y aquí, con millones de consumidores leales, pocos satisfechos pero esperanzados por vanas ilusiones de imágenes que ven por televisión. Perfectos para trabajar a tiempo completo por unas migajas que nos revierten por tonterías, sin apenas interés en desarrollarse de forma personal.
Un plan perfecto que encaja mejor de lo que imaginaban. Un sistema opresivo, lacerante e indigno sobre el que casi nadie se levanta, muy pocos discuten, menos aún luchan por cambiarlo.

jueves, 11 de mayo de 2017

Reducción de la jornada laboral: Una quimera necesaria


Desde la implantación de la Revolución Industrial y con los primeros avances tecnológicos siempre el trabajador, la clase obrera, ha mirado con recelo, cuando no con miedo los avances en robotización y la inteligencia artificial a los que considera agentes de intervención con los que es imposible competir a la hora de optar a un puesto de trabajo.
Tal sentimiento aunque quizás soterrado en los ingenios de la neo-lengua, ha permanecido indeleble en el alma del obrero y perturbando en no pocas ocasiones sus previsiones y ansías de futuro.
Por supuesto, no fue una excepción la crisis (estafa) económica de 2008 y en la actual fase de desarrollo, de fingida recuperación económica cuando no un nuevo engaño, los números avalan la realidad de un problema social que empieza a cuestionar seriamente el estado de la producción económica y la ocupación social de los seres humanos. Baste como ejemplo, el caso de Estados Unidos, donde desde el crack de 2008, los trabajos creados son mayoritariamente en el sector servicios y el comercio, siendo puestos mal remunerados, precarios y con extrema inestabilidad temporal.
En este contexto, se hace necesario con más ahínco aún si cabe, retomar el discusión la reducción de la jornada de trabajo a 6 horas diarias (30 semanales). Si es cierto que disminuye el volumen de trabajo a realizar, tanto por factores estructurales de largo plazo –porque la automatización creciente de los procesos productivos hace que se pueda producir lo mismo con menos tiempo de trabajo humano– como por razones más coyunturales pero igual de poderosas –el crecimiento débil que parecería haber llegado para quedarse en las economías más ricas– ¿por qué no repartir el trabajo social entre todas las manos disponibles?
Por mucho empeño que la economía mainstream, los medios de comunicación de masas y los “expertos”, haya puesto en los últimos 150 años en tratar de refutar a Karl Marx y a economistas clásicos como David Ricardo y Adam Smith que reconocían en el trabajo la fuente única del valor –y por lo tanto de la ganancia– a la hora de la verdad los dueños de los medios de producción y sus gerentes saben que cada segundo cuenta. Obtener más trabajo por el salario que se paga es una de las claves para incrementar la tasa de rentabilidad.
No sorprende entonces que a pesar de las posibilidades técnicas planteadas por el incremento de la productividad, en el siglo XXI se trabaje tanto –o más– que en el siglo XX. Por tomar un ejemplo, en los EE. UU. la productividad se duplicó entre 1979 y 2016 según el U.S. Bureau of Labor Statistics (y se triplicó desde 1957). Sin embargo, si al comienzo de este período las horas trabajadas a la semana en la ocupación principal en los EE. UU. eran de 37,8, en 2016 fueron de 38,6. Se trabaja más, y no menos, que hace 40 años.
La situación no es muy distinta en otros países del llamado primer mundo. En Francia, que en el 2000 introdujo la semana corta de 35 horas laborales, estas ya casi no se aplican, entre horas extras y días de vacaciones. El ataque comenzó tempranamente, en 2003 con la ley Fillon (por el entonces ministro François Fillon, hoy derrotado de la derecha bipartidista en las elecciones presidenciales), que cambió las horas extraordinarias aceptadas desde 130 a 200 al año, y mantuvo la posibilidad de que las empresas impongan horas extras. En 2015-2016 la ley Macron (ahora Presidente electo de la República tras estas elecciones) estableció la obligación de trabajar el domingo en el comercio, igualó el trabajo nocturno con el trabajo por la tarde (es decir eliminó complementos salariales de nocturnidad y jornada intensiva) y extendió el tiempo de la jornada laboral hasta 12 horas diarias y 60 semanales. La decisión posterior del Senado para re-introducir las 39 horas en lugar de 35, fue un paso más en el camino de avalar la eliminación de todas las barreras legales a la libertad de los empresarios para explotar el trabajo. Según Eurostat en Francia trabajan 40,5 horas a la semana. Fillon planteaba antes de las elecciones pasar a 39 horas semanales, pero pagar solo 37, “para ganar competitividad”.
En Alemania, apelando al chantaje de la deslocalización del trabajo hacia el Este, Siemens impuso en abril de 2004 a los trabajadores de la fábrica en Bocholt un acuerdo que se consideró “una ruptura de época en la historia económica de la República Federal”: el regreso de 35 a 40 horas sin ningún tipo de aumento de los salarios. En el mismo año Opel obligó a los trabajadores y al sindicato a acordar una semana de trabajo de 47 horas a cambio de una promesa –incumplida– de no despedir. Las estadísticas hablan por sí solas: en Alemania la proporción de trabajadores de sexo masculino que trabajan entre 35 y 39 horas ha caído de 55 % en 1995 al 24,5 % en 2015; la proporción de los que trabajan 40 horas o más aumentó en el mismo período del 41 % a 64 %. Tomando el total de trabajadores, hombres y mujeres, el primer rango cayó de 45 % a 20,8 %, mientras el segundo ascendió de 32,7 % a 46 %.
Sin embargo y con todo, las relaciones laborales actuales se ajustan a las necesidades de las empresas que apuntan hacia una mayor flexibilidad, entendida esta siempre como menos derechos para los trabajadores y menos obligaciones para los empleadores. Hoy, una de las principales impugnaciones a la tradicional jornada de 8 horas viene por parte de las propias empresas. Y no precisamente porque busquen liberar a los asalariados de la pesada carga del trabajo.
Más aún, es la propia relación salarial lo que se reformula: empresas como Uber construyen grandes emporios contando con una plantilla laboral mínima, mientras el servicio que define a la empresa es llevado a cabo por trabajadores “independientes”. Esto, que ha dado en llamarse la “economía gig”, viene acompañado de nuevas técnicas de persuasión o coacción para arrancar más trabajo de estos trabajadores independientes. “Les mostramos a los conductores áreas de alta demanda o los incentivamos para que conduzcan más”, admite un portavoz de Uber. En el caso de Amazon, una investigación de la BBC mostró que los conductores encargados de su reparto, en Gran Bretaña, estaban forzados a trabajar 11 horas o más, e incluso hacer sus necesidades dentro de sus vehículos para poder cumplir con las exigentes metas de entregas de la compañía, que podían llegar hasta 200 paquetes diarios. Incluso así, a pesar de lograrlo, en muchos casos apenas cubrían el equivalente a un salario mínimo, ya que debían hacerse cargo de los costos de alquiler del vehículo (o mantenimiento si era propio) y seguro. Sí, es la misma Amazon que inauguró un local sin personal en Seattle, mostrando el rostro real de la virtualización de la economía y de las relaciones humanas: el de la economía “gig” como un salto más en la extensión del “precariado”. ¿Qué tienen en común un caso y el otro, y los de muchísimas empresas similares en todo el mundo? Que sus “colaboradores” son contratistas independientes, que carecen por tanto de la mayoría de las protecciones asociadas con el empleo.
Para ello se ha hecho necesaria además del desmantelamiento del asociacionismo sindical, entendido éste de forma horizontal, revolucionaria, vigilante y defensor de las condiciones laborales desde lo local hasta lo global, la conveniencia de los gobiernos y de las entidades económicas supranacionales. La ola de conservadurismo y neoliberalismo económico motivo a base de des-regularizaciones de la economía, una hiper financiarización de la misma, que ayudó a hinchar las burbujas de entre cambio de siglo que explotaron en 2008. Después lejos de depurar responsabilidades, las instituciones internacionales como el FMI o la UE presionaron para que las deudas bancarias se rescataran con dinero público que se ha ido retrotrayendo del gasto social de los presupuestos nacionales, abriendo de propina la puerta de nuestros hospitales, colegios, universidades o asistencias sociales a las empresas privadas que así encuentran un nicho donde hacer negocio.
Pero no todo han sido malas noticias en el debate sobre la reducción de la jornada laboral. Existen varios casos de empresas que han comenzado a acortar la jornada, a pesar de que cada minuto de trabajo que sacrifican es un “costo de oportunidad” para los empresarios. Lo hacen, obviamente, no por ninguna vocación caritativa sino apuntando a lograr a cambio mayor productividad durante el tiempo que sus empleados están en el trabajo. Suecia puso a prueba una iniciativa en el sector público de la asistencia a los ancianos donde se redujo la jornada a 30 horas semanales (6 horas diarias). Según la evaluación realizada las enfermeras se declaraban más felices, mejor remuneradas (es como si la hora de trabajo se pagara un 33% más) y su productividad aumentó. Aunque su trabajo le costó más caro a la administración de las empresas, y esto terminó determinando a comienzos de este año el abandono de esta experiencia, el cuidado de los pacientes mejoró ya que las enfermeras se cansaban menos.
En 1930, a un año de iniciada la Gran Depresión, el Lord John Maynard Keynes publicó “Las perspectivas económicas para nuestros nietos”, un texto en el que a pesar del penoso presente, se mostraba confiado sobre las perspectivas futuras que ofrecería en el futuro el desarrollo de la productividad. “Podría predecir que el nivel de vida en los países avanzados dentro de cien años será entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es hoy”. Considerando esta perspectiva, confiaba en que “turnos de tres horas o semanas laborales de quince horas” serían más que suficientes para satisfacer las necesidades económicas. Como ya hemos visto, el aumento de la productividad le dio la razón a la previsión de Keynes en la mayor parte de los países ricos, pero no ocurrió lo mismo con las horas trabajadas.
Las posibilidades creadas por el desarrollo de la técnica, en manos del capital, se convierten en una pesadilla para los trabajadores. El auge de las comunicaciones y el abaratamiento de los costos de transporte de las últimas décadas no redujeron las horas de trabajo en los países industrializados, sino que disminuyeron la cantidad de trabajadores ocupados; en parte por la automatización de tareas en las actividades productivas que se siguen haciendo en las economías ricas, y en parte porque los empleos se relocalizaron en los países donde la fuerza de trabajo es más barata y donde se la puede hacer trabajar también más horas. El siguiente paso en la degradación de las condiciones laborales operó aún más en favor del capital, que ha podido imponer en todo el mundo un “arbitraje laboral”, haciendo que los trabajadores de los distintos países compitan cediendo en condiciones de trabajo y remuneración para asegurar el empleo. Las fuerzas productivas hoy disponibles permitirían ampliamente ofrecer a toda la humanidad el acceso a los bienes y servicios fundamentales, al mismo tiempo que reducir para miles de millones de hombres y mujeres la carga del trabajo. Pero esto choca con las relaciones de producción capitalistas que dependen de la explotación de la fuerza de trabajo, arrancándole plusvalías cada vez más y más abusivas al trabajo, para asegurar la ganancia que es el motor, que ellos interpretan, de esta sociedad.
Plantear la reducción de la jornada de trabajo mediante el reparto de las horas de trabajo entre todas las manos disponibles, sin afectar el salario (garantizando para todos los ocupados un ingreso acorde al coste de la vida y a la dignidad personal y colectiva), choca frontalmente con lo hecho hasta ahora a la hora de afrontar crisis económicas.
Mientras que la única respuesta puesta en práctica hasta ahora y esgrimida por los “expertos” al servicio del empresauriado y la cohorte neoliberal es la flexibilización de las condiciones del trabajo y la bajada de salarios aparecen otras propuestas como la reducción de la jornada laboral sin tocar los salarios que permite repartir con mayor equidad y justicia social el trabajo disponible, permitiendo con ello la vida digna.
No entró a proponer, de momento, la puesta en práctica de una Renta Básica, un pago periódico y universal para toda la población que vendría costeándose a través del IRPF (con la necesaria reforma estructural para aplicar justicia impositiva en este mundo capitalista). No. Estoy diciendo que en todos los trabajos, de cualquier graduación, fueran en la empresa privada o en el funcionariado del Estado y el resto de administraciones. Sin olvidar a los autónomos, y sin recortar los salarios, se reduzcan a 30 horas semanales laborales, reforzando los mecanismos de vigilancia y sanción para quien incumpla esta premisa.
Conseguiríamos en primer lugar que donde trabajan 3 personas a 8 horas diarias, tuviéramos a 4 trabajando 6. Lo que reduciría el paro. Esta reducción también favorecería la productividad, como han demostrado todas las experiencias previas en reducción de jornada laboral y los estudios publicados sobre la materia. Y como yo puedo atestiguar: Rindo y mis compañeros también, mucho más, el viernes trabajando 6 horas, que las tardes de lunes a jueves que trabajo 8 horas.
Con ello se recaudaría mucho más por cotizaciones. Se favorecería de forma notable la conciliación de la vida familiar. Y manteniendo los sueldos, la gente disponiendo de dinero y de tiempo los emplearía en su ocio y realización personal, lo que fomentaría más el consumo, creando a su vez más puestos de trabajo.
Además, y volviendo a los planteamientos filosóficos, llevar adelante esta exigencia, significaría además, poner en cuestión la naturalidad del “ejército industrial de reserva”, término con el que Marx caracteriza el rol que juega la fuerza de trabajo desempleada o semiempleada; su existencia es la que permite que los mecanismos de mercado operen en lo que respecta a los salarios de forma favorable al capital, limitando el crecimiento de los salarios en los momentos de auge y facilitando el descenso de los mismos en tiempos de crisis.
Si están creadas las condiciones para que todos trabajemos menos horas, pero en manos del capital y para asegurar una ganancia, esto significa que algunos deben seguir trabajando tantas horas como hace décadas –o incluso más– mientras una parte creciente de la población es transformada en “población obrera sobrante”, entonces lo que debe ser cuestionado es ese monopolio privado sobre los medios de producción, que choca cada vez más duramente con las necesidades de una mayoría.
La propuesta de trabajar menos horas para trabajar todos, sin afectar negativamente los salarios, pone en cuestión la naturalidad del “derecho” del empresario a disponer de la fuerza de trabajo como le plazca en función de acrecentar sus ganancias, en tanto esta atribución –pilar fundamental para asentar las relaciones de producción capitalistas– requiere para perpetuarse un progresivo deterioro para una franja de asalariados. Se trata de un planteamiento que solo podría realizarse íntegramente por un gobierno de trabajadores que se proponga hacer saltar –a nivel internacional– a este sistema basado en la explotación social. Si el capitalismo ha creado posibilidades –gracias a la tecnología de reducir el tiempo necesario para asegurar la reproducción de los bienes socialmente necesarios– que solo pueden llevarse a cabo cuestionando los mecanismos de explotación que sostienen a este modo de producción, “no le queda otra que morir”, para abrir paso a una organización de la producción articulada no en función de la ganancia privada sino de las necesidades del conjunto social.

Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal

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