Ahora
que ya está aquí el veranito con su calor plomizo, pegajoso
y hasta criminal, se llenan las terracitas para tomar unas
cervecitas. Llegan los turistas a capazos atestando cualquier
espacio significativo de nuestra geografía. Ya sean estaciones y
aeropuertos, pueblos o ciudades, playas o montañas la avalancha de
visitantes arranca la temporada alta de contratación en el sector de
la hostelería, y particularmente, en el de la restauración. Bares,
tabernas, cafeterías, restaurantes y hoteles incorporan a más
personal para atender una mayor demanda, y justo ahora, que tienen
que cuadrar turnos y horarios, siempre salen en los medios de
comunicación
persuasión de masas, como
una noticia recurrente más, a decir “que no encuentran
camareros”. Que ya nadie quiere trabajar. Que esto es un
grave problema. Nadie se molesta en analizar y contar que las
plusvalías, ya excesivas durante el año, se potencian en verano, y
que quedan lejos de las y los trabajadores que se emplean en este
sector.
Por
lo tanto, este es el mejor momento para escribir sobre las
condiciones laborales y profesionales en el sector de la hostelería.
Y además hacerlo porque se trata de una materia que conozco muy
bien, pese a que lleve casi 20 años fuera del sector productivo.
Como
ya he contado por aquí alguna que otra vez, en mi casa no sobraba el
dinero. Por otra parte, la adolescencia supuso en mi caso la típica
bajada de rendimiento académico ("gracias" logse), añadida a una incipiente falta de
expectativas vitales, anticipo de lo que mi generación íbamos a
vivir prácticamente de ahí en adelante. Además, la rebeldía se
acentuaba y también se convertía en una capa de mi personalidad, lo
que requería paciencia para tolerarla y buscar soluciones. Y esas
soluciones eran las lógicas y coherentes al mundo en el que habían
crecido mis padres y que unos años más tarde iban a cambiar
radicalmente. Por todo ello, en el primer verano recién cumplidos
los 16 años y entrado en la edad legal para trabajar, mis padres
tiraron de contactos y me metieron en una cafetería de la Plaza
Mayor de Salamanca a trabajar. A currar.
Corría
junio de 1999 cuando llegué a Los Escudos sin saber nada, no
sólo del negocio hostelero, sino de la más simple y vital
existencia. En principio, mis funciones iban a quedar en las de mozo
de carga y descarga para sacar del bar la terraza y montarla (mesas,
sillas y camarera de servicio); colocar el almacén tras el
paso de los repartidores, dejando listas las cajas y bebidas que
debían ir reponiendo lo consumido durante el día hasta la carga de
las cámaras a la hora de cierre. Una sub-tarea que me hacía gracia
era el trabajo como alquimista con un embudo y una botella de gaseosa
para transformar el vinacho rosado de la casa de apenas 90 pesetas, en la
botella de Cigales y Peñascal de hasta 1600 pesetas. Haría
recados como ir a buscar pan y más bollería, llevar los cuchillos a afilar a los soportales, ir a recoger pedidos
al Mercado de Abastos, a la ferretería de Morocho o a la licorería
de Correhuela. Si no había salidas me tenía que afanar en recoger
todos los servicios del turno de desayunos ya servidos y consumidos
para tirar a la basura los desperdicios, cargar el lavaplatos y
devolver la vajilla limpia de nuevo a su posición de ataque. Todo
eso de 7 a 10 de la mañana, y de ahí hasta la 1 del mediodía que
acababa mi turno, aprovechar el intervalo entre la hora de los
desayunos y la de los aperitivos para que los camareros
profesionales me fueran enseñando los pormenores del oficio cara
al público: servir un café, servir una mesa, poner una caña, un
vino, etc. Y limpiar. Siempre limpiar. Barrer, incluso fregar el
estropicio de la mañana en el salón y las mesas, cargar los
servilleteros, vaciar las papeleras, etc., etc.
Un
contrato de aprendiz (ya desaparecido) bajo la categoría de
“ayudante de camarero de barra/mesa” (acabo de buscarlo en
la vida laboral online) por media jornada de 7:00 a 13:00, de
lunes a sábado por unas, aproximadas y recordadas, 55.000 pesetas
que yo veía como un fortunón. Después de un par de semanas
de madrugones y autobuses, esfuerzos y sudores, palizas y quemaduras
con la cafetera o el lavaplatos industrial, empecé a verlas tan
escasas como en realidad eran, pero la novedad de trabajar,
junto a su componente identitario de clase, la posibilidad de
relacionarse y de aprender, y el hecho de poder gastar (casi) sin
mirar, hizo que el oficio me gustará y según adquiría
nuevas habilidades comenzaba a verlo, incauto de mi, como un opción
posible. Por lo menos para unos años.
Incluso
hasta los manuales de la Academia de formación profesional A__m_,
que debía estudiar y preparar tanto los test como las prácticas,
como parte del contrato de aprendiz, me parecían estimulantes
y necesarios. Particularmente me intrigaba el juego que daba la
coctelería, aunque mi mayor destreza adquirida fue el montaje de
mesas de comedor.
Aquel
verano fue el pistoletazo para entrar a trabajar periódicamente, y
hasta que completé mi formación académica y profesional como informático (ya hablé de esto), en el sector de la hostelería.
Camarero era la profesión y el trabajo, y ya en el siguiente curso (creo recordar que era el segundo de bachiller y durante los dos años de la primera FP que hice)
fui en varias ocasiones de extra a los banquetes del Hotel Regio, al
que podía ir y volver andando desde mi casa. Acudía a las 10 para
montar el comedor, servir mesas durante bodas, comuniones o reuniones
empresariales, recogíamos y fin. Cenábamos lo que hubiera sobrado,
y 10.000 pesetas por el servicio. Con la llegada del euro nos
deflacionó a 50€.
El
siguiente verano fue el primero de vuelta a Los Escudos.
Repetí la misma modalidad de contrato que podía hacer porque el
anterior no había llegado a los 4 meses y porque habían pasado más
de 6 desde que finalizó. La novedad vino en que una semana
estaría de mañana con el mismo horario que el año anterior y otra
de tarde, desde las 15:00 hasta las 21:00. Este año recuerdo que fui
aumentando mis prestaciones como camarero. Añadí a mis habilidades
la elaboración del café irlandés (lástima que he perdido una
fotografía que me hizo “Gabi” el fotógrafo de LaGaceta
un día de esos años mientras preparaba 4 a la vez que iban a salir
a la terraza). Añadí la preparación de “copas” y empecé a
trabajar el tema de los aperitivos que en ese bar fundamentalmente se
centraban en el embutido y el queso (por lo que empecé a manejar la
cortadora con algún que otro susto), el cuchillo jamonero para ir
haciendo mis pinitos como “violinista” de la sal, y el uso de la
puntilla para ir deshuesando y cortando las piezas para usar en la
cortadora. Empecé a trabajar la plancha, y sobretodo a limpiarla (menudo asco), y por encima de todo comencé mis primeros
paseos con la bandeja, poco a poco, añadiendo más volumen y mesas
más grandes.
En
mis turnos seguía los del “encargado del bar”, un cabronazo con pintas que de buenas deba miedo, pero que cuando
estaba de malas ponía firmes hasta los clientes. Y no bromeo. Por
supuesto, siempre obraba a favor de empresa hasta que fue despedido, y ni siquiera los ya más
que frecuentes impagos al personal o a los proveedores, los saldaba
él bajo su autoridad sin que sonase ni las mínima discrepancia. La mejor
manera que tuve de conocer como funciona una dictadura o una
autocracia fueron estos dos años de experiencia laboral y personal.
Y digo dos porque al verano siguiente, en 2001, como ellos estaban contentos con mi labor, a mi me venían bien las
demoradas ya 60.000 pesetas y moviéndome en transporte público
también me era cómodo, como digo, tras el primer curso de mi
primera FP de informática, repetí experiencia en Los Escudos.
Al
cuarto año la situación cambió. Yo había acabado esa primera FP y
pasado por las prácticas en empresa que resultaron un fiasco
mayúsculo. Al segundo día tenía claro que no iban a contratarnos a
ninguno de los 4 que fuimos a sacarles tarea ordinaria y
extraordinaria sin costarles casi ni un duro, y encima
subvencionados. Por lo tanto, cuando me llamaron para reincorporarme
en esa tradición veraniega, “el niño” como me llamaban
el resto de camareros, ya venía con una intención de trabajar más
horas, ganar más dinero e incluso alargar los meses de trabajo dadas
las escasas perspectivas de futuro.
Era
el 10 de junio de 2002, pleno año de la Capitalidad cultural
europea de Salamanca y el calor y el volumen de trabajo en el
sector turístico era abrumador como tuve ocasión de comprobar ya el
mismo día de re-incorporación.
Ese
lunes entré a trabajar a las 8 de la mañana y estuve hasta las 3 de la tarde.
Volví a las 19 horas y estuve hasta cierre que se dio más allá de
la 1 y media de la mañana cuando me esperaban en la puerta dos
alemanas en otra historia paralela que quizás algún día cuente.
Cuando comiendo casi a las 4 de la tarde en mi casa, comenté la jugada con el horario esclavo a la que yo
había llegado a la conclusión (porque nadie me lo había dicho), mi
madre casi se echa a llorar. En total trabajé más de 12 horas, más
otra hora y media larga de desplazamientos en bus, y al día
siguiente “mi obligación” era entrar de nuevo a las 8 de la
mañana y repetir esa semana el mismo turno. Sin posibilidad de día
de descanso. Y así las siguientes 6 semanas. Y todo era porque en ese momento en la cafetería de la
Plaza Mayor éramos sólo 4 trabajadores, los dos profesionales que
abrían o cerraban a turno continuo, yo para echar una mano, y una
chica en teoría para la limpieza a la que añadieron sin protesta la
tarea de “elaborar pintxos”. Un auténtico
despropósito que evidenciaba la nula gestión, las prácticas
corruptas y caciquiles propias de un empresaurio que ejercía
con autoridad su poder en las relaciones laborales y personales hasta
llevarlo al terreno de la mansedumbre y la gleba. La práctica
totalidad de los trabajadores había marchado de la empresa o se
había colocado en otros bares de la misma, menos concurridos y con mejores
condiciones, por lo menos de salubridad, harta ya de los impagos y de
una jerarquía empresarial de tintes feudales que replicaba el
sometimiento hacia arriba, desde la base hasta la cúspide, en
proporción numérica. El ambiente de trabajo era tóxico y nocivo.
Si no se pagaban a los trabajadores, y tampoco a varios de los
proveedores, mucho menos se acometían las reformas integrales que
necesitaba el local, infestado ahora ya sí de ratas, algunas
de tamaño de gatos, y tampoco bromeo. El falso techo de escayola
sobre el salón del bar eran su ecosistema, y daba pavor escucharlas
chillar, pelear, follar o lo que hicieran allí arriba. También
detrás de los botelleros y la maquinaria del bar se lo pasaban muy
bien calentitas, atentas a cualquier desperdicio que cayese para
devorarlo, a un lado u otro de la barra. Hasta que en septiembre no
se personó Sanidad y los funcionarios del ay-untamiento de
Salamanca, previa denuncia anónima de primeros de julio (que fue mía,
ya le quito el anonimato), no se llevaron a cabo unos mínimos
trabajos que radicaron en masillar los butrones por los que
aparecían, retirar algunos cadáveres que atufaban, duplicar la
dosis de mata-ratas que aplicábamos los mismos que manejábamos
alimentos para el consumo humano (“tranquilos” que lo hacíamos
con unos guantes de fregar dedicados en exclusividad para esta tarea,
todo sea por la seguridad), y hacer algo de limpieza general básica
del local. Incomprensiblemente recibieron la aprobación de las
autoridades y al día siguiente abrieron como si tal cosa. Sigo sin
bromear. Para que luego digan estos “empresarios” que no
se sienten respaldados por las administraciones. Si tienen contacto
directo con ellos y no les aplican las leyes y normativas como a los demás, no me jodas.
Durante
las seis o siete primeras semanas de trabajo de aquel verano no
descansé ni un día. Ni yo, ni mis dos compañeros. Y las palizas de
trabajo eran morrocotudas. Las cajas diarias estaban en torno a los
4.000 recién estrenados euros, subían a 7.000 en fin de semana. Y
seguíamos siendo 3 todos los días. Empezaba el día montando la
terraza -recuerdo un día que fue tal la paliza que nos dieron en
desayunos que la empecé a montar a las 1 del mediodía-, y acababa
la jornada recogiéndola y barriendo, como era y es lógico, la
parcela. En medio quizás ponía 200 cafés, más o menos 200 cañas
y 100 copas de vino. Con su tapa obligatoria con lo que iba a la
cortadora de fiambre unas 300 veces y al microondas unas 100. Barría el
salón 3 o 4 veces el mismo día, limpiaba la barra y las mesas una
docena de veces. Subía al almacén de arriba (donde el falso techo)
para cargar cajas y llenar dos o tres veces los botelleros y subía a
pulso desde el almacén en el piso inferior 3 o 4 barriles de cerveza
de 50 litros cada día. Perfectamente podía subir y bajar 20 o 25 pisos
todos los días y bien cargado, y si hubiéramos podido añadir un
cuenta pasos me habría ido a más de 15 kilómetros diarios de
media. Estoy seguro. Eso sí que eran entrenamientos duros y no la mariconada esa
de los marines americanos que llaman crossfit y por la que te cobran una pasta JoséLui.
Todo
esto todos lo días y como digo, casi el primer mes
y medio sin un día de descanso. Incluyo aquí el célebre viernes de julio en
el que tras haber currado por la mañana a mi entrada a partir de las
7 de la tarde, sólo yo sirviendo la terraza, es decir, cogiendo
comandas, preparándomelas yo mismo tras la barra, llevándomelas, sirviéndolas, cobrando y
recogiéndolas, recaudé más de 3.000 euros, viendo y tocando el
primer binladen de los dos que han pasado en todos estos años
cerca de mi. Pero es que Javi, sólo en la barra en su turno facturó casi 2.000 euros.
Y ahí ya llevábamos 10 días sin cobrar la nómina de junio, por lo
que a las bravas, unilateralmente, cogimos la recaudación del día e
hicimos 4 sobres con los salarios, la legal de 48 horas semanales más
nocturnos de los tres camareros, y la chica que limpiaba y cocinaba,
y las de horas extras que eran en negro unos 300 euros por cabeza
(una miseria). Firmamos unos pagares a espera de recibir la nómina
física. Antes llegó la ira del dueño y su subalterno, aplacada con
la pertinente amenaza de denuncia a la Inspección de trabajo.
Las
12 horas de tajo al día no me las quitaba nadie,
pero además tenía que añadir hora y media de trayectos en el
siempre deficiente bus interurbano de Salamanca a Santa Marta. Cuando
salía de cierre si estaba con Javi me acercaba a mi casa en su
coche. Si cerraba con José el Cepa me tenía que buscar la
vida y alguna vez me fui andando hasta mi casa.
Y
aún con todo ser camarero, el oficio, me gustaba. Desde luego
reconocía la paliza física y mental. Lo peor sin duda, el aguantar al personal que
implicaba ser psicólogo, terapeuta y confesor de los parroquianos y
a veces de los que llegaban por accidente a aquella barra o a aquella
terraza. El esfuerzo físico era de aúpa, tanto que había días que
sudaba dos camisas blancas, una en cada parcial de turno. No digo que
lo hiciera con una sonrisa, pero la juventud, divino tesoro, me
permitía exprimir el cuerpo al máximo, empezar a tornearlo antes de
pisar cualquier gimnasio, sin acumular aparentemente el cansancio. Dormía como un bendito y a la vez, era
capaz de empalmar una o dos jornadas enteras de trabajo con sesiones
de fiesta en la noche salmantina del 2002. Eso sí, cuando a
finales de julio entró más personal y pudieron devolverse los días
de descanso me dieron una semana entera libre y el primer día y
medio, me lo pase dormido sin levantarme ni a mear. Me mantengo
alejado de la broma.
Como
digo a mediados de julio incorporaron más personal. Concretamente
dos chicas a las que ya sabíamos les pagaban menos fruto del patriarcado,
si es que eso era posible. Además, llegaron un par de camareros de los
otros bares de la empresa con la intención cada uno de hacerse encargados y dueños
y amos del cotarro. Si bien la colaboración de Soraya y Maura fue
bienvenida para los sentidos y para aliviar el trabajo, la de los
otros dos mendas fue más un incordio que otra cosa, por lo
que aunque se ganó en más tranquilidad con más reparto del
esfuerzo y se acabó en cierto grado el trabajo a destajo, tampoco
la situación fue boyante. De hecho, los impagos de nóminas y
sobre en negro se fueron alargando, y con el año nuevo de 2003, al tiempo en el que me convertía en
el delegado sindical más joven de la provincia, me cambiaba al
restaurante de la marca, en la Plaza la Libertad para trabajar más
tranquilo.
Desde
entonces y hasta finales de julio de 2003 seguí trabajando de
continuo en la hostelería. Después al comenzar la segunda FP de
informática aproveche los módulos convalidados de la primera para trabajar en
el bar de mi calle los fines de semana, con los que reuní otra buena
retahíla de grandes momentos en torno al sector hostelero y el
oficio de camarero. Y por supuesto, toda experiencia vital, laboral y
personal, constituyó mi propio ser e ideología, cimentando mi conciencia como clase trabajadora, con la necesidad y obligación
de luchar, y el reconocimiento de quiénes eran y son nuestros
enemigos.
Hoy
en día, cuando me sirven una consumición y el camarero o camarera
me entrega el vaso o la copa donde voy a beber sujeto por arriba; o cuando en un restaurante me llega el plato con el pulgar del
camarero marcándose en el borde (tampoco ayuda la vajilla moderna cool imposible de manejar con decencia). O cuando el trabajador o
trabajadora huele a sudor porque lleva horas con la misma ropa y
añadiendo esfuerzos físicos continuados en un ambiente extenuante y
caluroso, pienso en lo dura que es esta profesión. Lo mal
pagada que está, lo absolutamente precarizada, con muchísimas
trabajadoras, mujeres y también racializado, con personas
inmigrantes empleadas con las condiciones leoninas que los nativos
quizás ya no estamos dispuestos a soportar, impuestas por empresarios explotadores con la conveniencia de unas autoridades míopes y clasistas.
Estoy
harto de escuchar que ya nadie quiere trabajar en la hostelería,
que hay muchas paguitas, y que la gente joven ya no quiere
esforzarse. Pero lo cierto es que hoy un camarero o camarera
difícilmente llegará a las 170.000 pesetas y luego 1.000 o 1.200 euros (más
unos 120 en propinas) que cobraba yo en 2002. De hecho, si añadimos
la inflación de 20 años de estafa y crisis, evidentemente salen a
perder. Desde luego me lo sacaban del cuerpo a hostias, a jornadas durísimas de esfuerzo continuado durante horas en condiciones penosas. La más desagradable de todas aguantar al género humano que como dice Fito con Platero "siempre el cliente no tiene la razón". Si piensas que un trabajador en un restaurante del Pirineo
francés o en una taberna en Dublín y te cuentan que ganan entre
3000 y 4000 euros por 5 días de trabajo semanal, -lo sé porque he
hablado con ellos en los últimos años-, encuentras normal y hasta
lógico que los profesionales españoles emigren al Norte para
mejorar sus condiciones vitales y poder ahorrar con este oficio tan
antiguo y tan ligado a la prostitución.
Los
empresaurios se aprovechan de la situación de vulnerabilidad
de todas estas personas para tirar al suelo las condiciones laborales
y profesionales del sector, al que se presenta como fundamental en la
economía y la productividad nacional. La falta de formación del
personal, sobretodo si es eventual y focalizado en la temporada
alta, es paralela a la ausencia de consideración y respeto hacia
la persona que trabaja y nos sirve en una mesa o en una
barra.
Dicen
que ya no encuentran camareros como los de antes. Profesionales del
boli click que te cantaban la carta acompasada y con tono. Barmans
que con solo verte aparecer ya sabían cómo prepararte el
carajillo y cómo te gustaba de cargada la copa de sol y sombra.
Que ahora es imposible contarle a un chaval de barba hipster,
con pendientes (yo ya los llevaba en la oreja izquierda con 18 años), pircings, tatuajes y cresta multicolor lo buena que está
la alemana de la terraza, y muchos menos, decirle sandeces a la mujer
que está sirviendo o limpiando. Trabajando.
Esos
camareros, y si hombres camareros, no mujeres, ya no existen. Son una
especie extinguida que no tenía precio. Y como no tenía precio
entonces les pagaban una miseria que han heredado los que hoy en día
por necesidad o por gusto, caen en este sector productivo y nicho de
ocupación. Quizás
también se extinguen porque entrar en este sector es sinónimo de
adquirir los peores vicios que el cuerpo puede aguantar. Trabajar hasta la extenuación por supuesto, pero sobretodo el tabaco,
alcohol, moverse en el mundo nocturno de la fiesta que son gradientes
y grilletes para lacerar la vida del camarero y atarlo a su puesto en
la galera.
Se lamentan porque ya nadie quiere levantarse temprano antes que
nadie para servir churros y porras y acostarse tarde, más tarde que
todo el mundo, después de servir copas y limpiar las mierdas que
dejamos en barras, salones y baños de los bares. Que
nadie quiere ya aguantar los humores del personal y su falta
acuciante de educación.
Y que la gente está harta de limpiar y limpiar que es lo que se hace
la mitad del tiempo que se trabaja en la hostelería, porque hay que
aguantar mientras este el dueño tomando copazos con los amigotes, o
el
jefe, o
el
encargado como
doberman o Inspekteur
der Konzentrationslager (IKL) -inspectores
del campo de concentración de la Alemania nazi-,
para que nos vea haciendo algo medianamente
productivo, aunque
no haya nada que hacer. Y toda esta acumulación de horas legales,
a-legales e ilegales pagadas con la voluntad de escamotear a las
autoridades laborales se pagan por salarios
de miseria,
que a duras penas satisfacen esos caprichos comunistas de comer
caliente y dormir bajo techo.
Por
todo
esto,
y
seguro más cosas que me dejo en el tintero,
cada
vez les cuesta más encontrar personal.
Porque la gente cuando puede elegir huye de este sector precario y
esclavizado al que la tecnología no le ha quitado ni penosidad ni
esfuerzo, sino que encima le han añadido mucho más trabajo
al tener que disponer de más productos, más preparaciones y mayor
disponibilidad al pisoteo ajeno no vaya a ser que el cliente se
enfade, no vuelva y encima te ponga de vuelta y media en una reseña online. Pues que no vuelva una idiota congénita que va a
un mesón maragato a pedir un bloodymary
o que no vuelva un muerto de hambre que se cree con derecho de
pernada sobre el personal de la cafetería.
Cuando
trabajar
de noche o en fin de semana
o en festivo se paga por poco más que una palmadita en el hombro.
Cuando no se legislan ni vigilan las
horas extra
que se hacen en este sector y estas
acaban
siendo colosales. Cuando las condiciones laborales se saltan como
listones de salto con pértiga que batir por parte de empresaurios
(todavía
me indigna y a la vez me hace reír
los
panegíricos
que la muerte de “José Manuel” provocó en los medios de
comunicación charros, con todos sus pufos, impagos, deudas con
Hacienda y la Seguridad Social y sentencias judiciales en contra
obviadas)
y sus organizaciones (la infausta asociación de la hostelería salmantina enemiga de Salamanca y de los trabajadores). Cuando las
facultades profesionales se obvian por parte de todos, incluidas las
autoridades, sin tener en cuenta la condición clave
que el turismo tiene en la economía española.
Cuando
trabajas como una mula deslomada por la mitad de horas cotizadas y
por un salario que no te garantiza ni un sitio digno donde dormir y
descansar. Cuando te roban la dignidad (afortunadamente existen notables excepciones) y así te convierten en una
cosa que “les sirve” sin poder siquiera soñar con acceder a ser
tú algún día “el servido”. Cuando te quitan todo, incluso
hasta el miedo, no tienes nada que perder y el siguiente paso es
concienciarse, y aunque sea tarde, luchar.
Retomando
el hilo auto biográfico de más de media entrada recuerdo que a
finales de mi presencia en
Los Escudos
me ofrecieron la posibilidad de coger uno de los bares a tiempo
completo. Concretamente
querían que llevará el de Cuesta Santi Spiritus, o que me pusieran
de subalterno de Javi en el de la plaza.
También me hicieron una oferta, informal, en el
Novelty,
cuando Paco Novelty
entró en Los
Escudos
sin equivocarse de
local
a semanas de acabar el verano de ese 2003 para hablar conmigo. Les
gustaba mi forma de trabajar y querían que entrará con ellos a
trabajar la terraza. Igual que unos años antes rechacé una oferta
del Albense de fútbol sala, ligado al Caja Segovia, para jugar con
ellos, también decliné la oferta para seguir estudiando y dedicarme
al mundo de la informática. E igual que en la anterior ocasión no
se sabe qué hubiera pasado, aunque apuesto a que mi vida habría
sido muy diferente.
Editando: Viendo la fotografía de mis andanzas con pelazo y pajarita me vienen más recuerdos y atentados a la dignidad trabajadora. La camarita enfocada a la caja registradora, no fuera que nos diera por "robar". La mini cafetera que tuve que ir a buscar en un renault clio, mi primera conducción tras sacarme el carnet 7 meses atrás, a Ovejero en Garrido para sustituirla por la de 4 puertos que se había chamuscado. Los malabares que había que hacer durante 4 meses para poder servir correctamente con ella y con el volumen de cafés que se pedían ahí. La tenían parada en la reparación por falta de pago del caradura de mi jefe. De hecho limpiar la cafetera era otra de las tareas diarias bien jodidas y penosas que había que hacer, por lo menos un par de veces al día. La pila de bricks de leche para tapar los agujeros en la decoración. La propia decoración viejuna que se caía a cachos. Las noches en que nos quedábamos Javi y yo cazando ratas como si fuera un safarí. Los zapatos que acaban cada verano destrozados. El palo que pegó uno que entró a trabajar y huyo a la carrera al quinto día a mitad
de turno con la caja y la recaudación de un número de lotería de
Navidad bajo el brazo. Lo bien que me lo pase en las despedidas (y eso que las detesto) sobretodo con las chicas de Medina del Campo. Los chinos desvalijando a turnos las tragaperras para disgusto de mi jefe que tenía esa otra línea de negocio. El queso de oveja macerado en aceite de oliva, joder qué bueno estaba.
y más y más cosas ...