El decrecimiento, también conocido como decrecentismo o decrecionismo, es un término utilizado tanto para un movimiento político, económico y social, y también cultural, como para un conjunto de teorías que critican el paradigma del crecimiento económico. Se basa en ideas de una amplia gama de líneas de pensamiento como la ecología política, la economía ecológica y la justicia social, señalando el daño social y ecológico causado por la búsqueda del crecimiento infinito y los imperativos occidentales de "desarrollo". El decrecimiento enfatiza la necesidad de reducir el consumo y la producción global (metabolismo social) y aboga por una sociedad socialmente justa y ecológicamente sostenible en la que el bienestar social y ambiental reemplace al PIB como indicador de prosperidad.
Por lo tanto, el decrecimiento resalta la importancia de la autonomía, el trabajo de cuidado, la auto-organización, los bienes comunes, la comunidad, el localismo abierto, el trabajo colaborativo, la felicidad y la convivencia.
Si las agencias e instituciones prosistema, como la Agenda 2030, ya alertan del colapso ecológico y de muchas de las materias primas, porque vivimos de una forma absolutamente insostenible, el deber de los programas alternativos, a nivel político, económico, social y cultural, es promover alternativas al sistema capitalista. No se trata sólo de plantear un modelo diferente, e incluso opuesto, sino más bien, recuperar comportamientos sociales y productivos que no hace tanto regían las relaciones económicas entre los hombres y las comunidades. Y añadir el valor que la ciencia, desde la biología hasta la sociología, para incluir a cuántos más mejor y poder construir una sociedad más plena, justa y satisfactoria.
El progreso tecnológico y científico, incorporado a las sociedades productivas, no sólo no ha garantizado un objetivo de mayor y mejor bienestar, sino más bien al contrario. Repitiendo el proceso que Engels ya describió durante la Revolución Industrial, La Paradoja de Engels muestra como la nueva era en el proceso tecnológico y productivo, que se puede enumerar como cuarta, vuelve a aumentar los valores macroeconómicos de los países de la OCDE desde finales del siglo XX. Sin embargo, los salarios no han crecido, o apenas lo han hecho para sustentar una vida cada vez más mísera para la clase trabajadora. Las ganancias, esa plusvalía, conseguida por la tecnología, pero que sigue saliendo de los recursos tradicionales como son la fuerza de trabajo y la accesibilidad a las materias primas (la facilidad de su aprovechamiento, transporte, almacenamiento y eliminar sus desechos) se han guardado en los bolsillos de las clases extractivas. Es decir, la riqueza de todos, vuelve a centrarse en unos pocos. En unos muy, pero que muy, pocos.
Si el siglo XXI será el siglo de las mujeres (de lo que no tengo ninguna duda), también lo será de la revolución tecnológica y el siglo en el que tendremos que frenar el cambio climático. Estos dos últimos retos son insoslayables y ambos requieren de un giro copernicano en las formas de producir, consumir y trabajar. La tarea por delante es evitar que las fuerzas que dominen estos cambios sean las del monopolio tecnológico de las grandes multinacionales y plataformas digitales, y no porque sus multimillonarios dueños me caigan mal; no es un tema moral (aunque también), es que imponen reglas que aceleran la Paradoja de Engels, destrozando derechos laborales, negándose a pagar impuestos y frenando cualquier avance tecnológico que amenace su monopolio. Son tan nocivas que hasta el Congreso de los EEUU está intentando ponerles freno. Son un lastre para el desarrollo, como lastre son para el avance de las energías renovables y los acuerdos climáticos las presiones que ejercen las multinacionales petroleras y las compañías energéticas.
Los vientos a favor de un cambio que mejore la vida de la mayoría y frene el cambio climático solo pueden darse a través de acuerdos que pongan normas y planifiquen el desarrollo de forma equitativa y sostenible. Como todo cambio viene precedido de la idea, momento es de abrir los debates que los rescoldos moribundos del neoliberalismo dogmático se empeñan en negar, empezando por el concepto mismo de trabajo.
Si parte de nuestros trabajos los pueden realizar algoritmos o máquinas, trabajemos menos horas y menos años, con la misma efectividad. La propuesta de reducción de la jornada laboral a 32, 30 o 24 horas semanales ya está lanzada porque es posible y, sobre todo, es racional, incluso dentro del capitalismo, como predijera John Maynard Keynes, quien en 1930 aseguró que en 100 años (o sea, en la actualidad) la jornada laboral sería de 15 horas semanales.
Que el acceso a la tecnología sea un derecho y que se base en conocimiento compartido lo han entendido hasta en la Organización Mundial del Comercio, que ha cambiado la normativa de patentes al ver imposible el desarrollo tecnológico con las ideas de propiedad intelectual del siglo XIX. Lo que pretendo decir es que la revolución digital abre brechas en el sistema y permite hacernos preguntas sobre el futuro que desmontan los mitos neoliberales del siglo XX: podemos trabajar menos horas y menos años, avanzar en una democracia económica, en la planificación estratégica y, por qué no, en una democracia real con nuevas formas de participación. Derechos contra las máquinas y soltar lastre. Nos va a hacer falta mucha organización y enormes dosis de impertinencia y rebeldía, pero que nadie nos diga que no es posible.
1.
En el momento presente, ¿Es inequívocamente saludable el
crecimiento económico?
La
visión dominante en las sociedades opulentas es que el crecimiento
económico es la panacea que resuelve todos los problemas. A su
amparo -se nos dice- la cohesión social se asienta, los servicios
públicos se mantienen, y el desempleo y la desigualdad no ganan terreno.
Sobran
las razones para recelar, sin embargo, de todo lo anterior. El
crecimiento económico no genera -o no necesariamente- cohesión
social, no guarda una relación con la creación de empleo, provoca
agresiones al medio ambiente en muchos casos irreversibles, propicia
el agotamiento de recursos escasos, cada vez más caros, que ya no estarán disponibles
para las generaciones venideras, que sí deberán hacerse cargo de
las consecuencias de nuestro uso indiscriminado sobre esos recursos,
y en fin, permite el asentamiento de un modo de vida esclavo que
invita a pensar que somos más felices cuanto más tiempo trabajemos,
más dinero ganemos, y sobre todo, más bienes podamos consumir.
Frente a esto se impone la certeza de que, dejando atrás un nivel
elemental de consumo, el crecimiento irracional del consumo, es más un
indicador de infelicidgad que una muestra de lo contrario. Es por lo
tanto, razonable adelantar, que la crisis general por la que atravesamos se acabe consolidando como una realidad inmutable y
deseable para los ciudadanos. Y por supuesto se hace fundamental
luchar contra la imposición de este relato y las consecuencias de
este estado de crisis permanente.
2.
¿Cuáles son los pilares en los que se asientan los sinsentidos del
crecimiento?
Son
tres los pilares en los que se sustenta tanta irracionalidad. El
primero es la publicidad, que nos obliga a comprar lo que no
necesitamos y, llegado el caso, exige que adquiramos, incluso, lo que
nos repugna. El segundo es el crédito, que históricamente ha
permitido disponer el dinero que permitía preservar el consumo aún
en ausencia de recursos. El tercero es la caducidad de los bienes producidos, claramente programados para que en un período de tiempo
breve dejen de funcionar, de tal suerte que nos veamos en la
obligación de comprar otros nuevos. Por detrás de todo ello está,
en palabras de Zigmunt Bauman, la certeza de que “una sociedad
de consumo sólo puede ser una sociedad de exceso y prodigalidad y,
por ende, de redundancia y despilfarro”.
3.
¿Debemos fiarnos de los indicadores económicos que hoy empleamos?
Los
indicadores económicos que nos vemos obligados a utilizar, como el
Producto Interior Bruto (PIB), han permitido afianzar, en palabras de
John Kenneth Galbraith, “una de las formas de mentira social más
extendidas”. Pensemos por un instante. Si un país retribuye al
10% de sus habitantes por destruir bienes, hacer socavones en las
carreteras, dañar vehículos, etc., y a otro 10% por reparar esas
carreteras y vehículos, tendrá el mismo PIB que un país en el que
el 20% de sus empleos se consagran a mejorar la esperanza de vida, la
salud, la educación y el ocio.
La mayoría de los indicadores actuales contabiliza como crecimiento
-y cabe suponer también que como bienestar-, todo lo que es producción
y gasto, incluidas las agresiones medioambientales, los accidentes de
tráfico, la fabricación de cigarrillos, los fármacos y las drogas,
o el gasto militar. Esos mismos indicadores nos dicen, en cambio, del
trabajo doméstico, apenas nada en virtud de un código a menudo
impregnado de machismo, de puro patriarcado; de la preservación
objetiva del medio ambiente, por ejemplo, un bosque con vertido en
papel acrecienta el PIB, en tanto ese mismo bosque indemne, decisivo
para garantizar la Vida, no computa como riqueza; de la calidad de
los sistemas educativos y sanitarios, y en general, de las actividades
que generan bienestar aunque no impliquen producción y gasto, o del
incremento del tiempo libre.
De
resultas puede afirmarse que la ciencia económica dominante sólo
presta atención a lo que se tiene o no se tiene, y no a los
bienes que hacen que alguien sea algo (Franqois Flahault), en
un escenario en el que "las ideas rectoras de la modernidad
son más, mayor, más deprisa, más lejos” (Manfred Linz).
4.
¿No son muchas las razones para contestar el progreso, más aparente
que real, que han protagonizado nuestras sociedades durante decenios?
Son
muchas, si. Hay que preguntarse, por ejemplo, si no es cierto que en
la mayoría de las sociedades occidentales se vivía mejor en el
decenio de 1960 que ahora: el número de desempleados era
sensiblemente menor, la criminalidad mucho más baja, las
hospitalizaciones por enfermedades mentales se hallaban a años luz
de las actuales, los suicidios eran infrecuentes y el consumo de
drogas escaso. En EE UU, donde la renta per cápita se ha
triplicado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, a partir de
1960 se redujo, sin embargo, el porcentaje de ciudadanos que
declaraban sentirse satisfechos. En 2005, un 4.9 por ciento de los
norteamericanos estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso,
frente a un 26 por ciento que consideraba lo contrario.
Son
muchos los expertos que concluyen, en suma, que el crecimiento en la
esperanza de vida al nacer registrado en los últimos decenios bien
puede estar tocando a su fin en un escenario lastrado por la
extensión de la obesidad, el estrés, la aparición de nuevas
enfermedades y la contaminación.
5.
¿Por qué hay que decrecer?
En
los países ricos hay que reducir la producción y el consumo porque
vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque es urgente
cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y porque empiezan
a faltar materias primas vitales. "El único programa que
necesitamos se resume en una palabra: menos. Meno; trabajo, menos
energía, menos materias primas” (Beppo Grillo).
Por
detrás de esos imperativos despunta un problema central: el de los
límites medioambientales y de recursos del planeta. Si es evidente
que en caso de que un individuo extraiga de sus ahorros, y no de sus
ingresos, la mayoría de los recursos que emplea, ello conducirá a
la quiebra, parece sorprendente que no se emplee el mismo
razonamiento a la hora de sopesar lo que las sociedades occidentales
están haciendo con los recursos naturales. Aunque nos movemos si así
quiere un barco que se encamina directamente hacia un acantilado, lo
único que hemos hecho en los últimos años ha sido reducir un poco
la velocidad sin modificar, en cambio, el rumbo.
Para
calibrar la hondura del problema, el mejor indicador es la huella
ecológica, que mide la superficie del planeta, tanto terrestre como
marítima, que precisamos para mantener las actividades económicas.
Si en 2004 esa huella 10 era de 1,25 planetas Tierra, según muchos
pronósticos alcanzará dos Tierras si ello es imaginable en 2050. La
huella ecológica igualó la biocapacidad del planeta en torno
a 1980, y se ha triplicado entre 1960 y 2003. En paralelo, no está
de más que recordemos que en 2000 se estimaban en 4.1 los años de
reservas de petróleo, 70 los de gas y 55 los de uranio.
6.
¿Cuál es la actitud que ante lo anterior exhiben los dirigentes
políticos?
Los
dirigentes políticos, marcados por un irrefrenable cortoplacismo
electoral, prefieren dar la espalda a todos estos problemas. De
resultas, y en palabras de Cornelius Castoriadis, "quienes
preconizan un cambio radical de la estructura política y social
pasan por ser incorregibles utopístas, mientras que los que no son
capaces de razonar a dos años vista son, naturalmente realistas”.
Todo pensamiento radical y contestarario es tildado inmediatamente de
extremista y violento, además de patológico, y por supuesto,
utópico, e incluso, infantil.
La
idea, supersticiosa, de que nuestros gobernantes tienen soluciones de
recambio se completa con la que sugiere que la ciencia resolverá de
manera mágica. antes o después, todos estos problemas. No parecería
lógico, sin embargo, construir un "rascacielos sin escaleras
ni ascensores sobre la base de la esperanza que un día triunfaremos
sobre la ley de la gravedad" (Mauro Bonaiuti). Más
razonable resultaría actuar como lo haría un pater familias
diligens, que "se dice a si mismo: ya que los problemas
son enormes, e incluso en el caso de que las probabilidades sean
escasas, procedo con la mayor prudencia, y no como si nada sucediese”
(Castoriadis). No es ésta una carencia que afecte en exclusiva a los
políticos. Alcanza de lleno, antes bien, a los ciudadanos,
circunstancia que da crédito a la afirmación realizada por un
antiguo ministro de Medio Ambiente francés: "La crisis
ecológica suscita una comprensión difusa, cognitivamente poco
influyente, políticamente marginal. Electoralmente insignificante”.
7.
¿Basta, sin más, con reducir determinadas actividades económicas?
A
buen seguro que no es suficiente con acometer reducciones en los
niveles de producción y de consumo. Simplemente pensando en el fin evidente de las energías no renovables y en los sistemas productivos que se basan en la quema de hidrocarburos. Es preciso reorganizar en
paralelo nuestras sociedades sobre la base de otros valores que
reclamen el triunfo de la vida social, del altruismo y de la
redistribución de los recurso frente a la propiedad y al consumo
ilimitado. Los verbos que hoy rigen nuestra vida cotidiana son
tener-hacer-ser; si tengo esta o aquello entonces haré esto
y seré feliz. Hay que reivindicar, en paralelo, el ocio frente al
trabajo obsesivo. O lo que es casi lo mismo, frente al "más
deprisa, más lejos, más a menudo y menos caro” hay que
contraponer el "más despacio, menos lejos, menos a menudo y
más caro“ (Yves Cochet). Debe apostarse, también, por el
reparto del trabajo, una vieja práctica sindical que, por desgracia,
fue cayendo en el olvido con el paso del tiempo.
Otras
exigencias ineludibles nos hablan de la necesidad de reducir las
dimensiones de muchas de las infraestructuras productivas. de las
organizaciones administrativas y de los sistemas de transporte. Lo
local, por añadidura, debe adquirir una rotunda primacía frente a
lo global en un escenario marcado, en suma, por la sobriedad y la
simplicidad voluntaria. Entre las razones que dan cuenta de la opción
por esta última están la pésima situación económica, la ausencia
de tiempo para llevar una vida saludable, la urgencia de mantener una
relación equilibrada con el medio, la certeza de que el consumo no
deja espacio para un desarrollo personal diferente o, en fin, la
conciencia de las diferencias alarmantes que existen entre quienes
consumen en exceso y quienes carecen de lo esencial.
Serge
Latouche ha resumido el sentido de fondo de estos valores de la mano
de ocho re: reevaluar (revisar los valores), reconceptualizar,
reestructurar (adaptar producciones y relaciones sociales al
cambio de valores), relocalizar, redistribuir (repartir
la riqueza y el acceso al patrimonio natural), reducir
(rebajar el impacto de la producción y el consumo), reutilizar
(en vez de desprenderse sin más de un sinfín de dispositivos) y
reciclar.
8.
Estos valores, ¿Son realmente ajenos a la organización de las
sociedades humanas?
Los
valores que acabamos de reseñar no faltan, en modo alguno, en la
organización de las sociedades humanas. Así lo demuestran, al
menos, cuatro ejemplos importantes. Si el primero nos recuerda que
las prácticas correspondientes tienen una honda presencia en muchas
de las tradiciones del movimiento obrero y bien es cierto, en las
vinculadas, en particular, con el mundo libertario. La segunda
subraya que en una institución central en muchas sociedades, la
familia, impera antes la lógica del don y de la reciprocidad que la
de la mercancía. La propia economía de cuidados, protagonizada por
tantas mujeres y plasmada ante todo en el cuidado amoroso de niños y
de ancianos, ilustra en plenitud el buen sentido de los principios
que ahora nos interesan. Pero lo social está a menudo presente.
También, en lo que despectivamente hemos dado en llamar economía informal. En muchos casos "el objetivo de la producción
informal no es la acumulación ilimitada, la producción por la
producción. El ahorro, cuando existe, no se destina a la inversión
para facilitar una reproducción ampliada”,
recuerda Latouche. Y está presente en la experiencia histórica de
muchas sociedades que no estiman que su felicidad deba vincularse con
la acumulación de antes. Estamos pensando, cómo no, en la industria
militar, en la automovilística, en la de la aviación o en buena
parte de la de la construcción.
9.
¿Qué supondría el decrecimiento en las sociedades opulentas?
Hablando
en plata, lo primero que las sociedades opulentas deben tomar en
consideración es la conveniencia de cerrar -o al menos reducir
sensiblemente la actividad correspondiente- muchos de los complejos
fabriles hoy existentes. Estamos pensando, cómo no, en la industria
militar, en la automovilística, en la de la aviación o en buena
parte de la de la construcción.
Los
millones de trabajadores que, de resultas, perderían sus empleos
deberían encontrar acomodo a través de dos grandes cauces. Si el
primero lo aportaría el desarrollo ingente de actividades en los
ámbitos relacionados con la satisfacción de las necesidades
sociales y medioambientales; el segundo llegaría de la mano del
reparto del trabajo en los sectores económicos tradicionales que
sobrevivirían. Importa subrayar que en este caso la reducción de la
jornada laboral bien podría llevar aparejada, por qué no,
reducciones salariales, siempre y cuando éstas, claro, no lo fueran
en provecho de los beneficios empresariales. Al fin y al cabo, la
ganancia de nivel de vida que se derivaría de trabajar menos, y de
disfrutar de mejores servicios sociales y de un entorno más limpio y
menos agresivo, se sumaría a la derivada de la asunción plena de la
conveniencia de consumir, también, menos, con la consiguiente
reducción de necesidades en lo que a ingresos se refiere. No es
preciso agregar que las reducciones salariales que nos ocupan no
afectarían, naturalmente, a quienes menos tienen, y que hablamos de
un escenario de transición hacia la abolición del trabajo
asalariado y la mercancía.
10.
¿Es el decrecimiento un proyecto que augura, sin más, la
infelicidad a los seres humanos?
El
decrecimiento no implica en modo alguno, para la mayoría de los
habitantes, un entorno de deterioro de sus condiciones de vida. Antes
bien, debe acarrear mejoras sustanciales como las vinculadas con la
redistribución de los recursos, la creación de nuevos sectores que
atiendan las necesidades insatisfechas, la preservación del medio
ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los
ciudadanos y las condiciones del trabajo asalariado, o el crecimiento
relacional en sociedades en las que el tiempo de trabajo se reducirá
sensiblemente.
Al
margen de lo anterior, conviene subrayar que en el mundo rico se
hacen valer elementos así, la presencia de infraestructuras en
muchos ámbitos, la satisfacción de necesidades elementales o el propio decrecimiento de la población que facilitarían el tránsito
a una sociedad distinta. Hay que partir de la certeza de que si no
decrecemos voluntaria y racionalmente, tendremos que hacerlo
obligados de resultas del hundimiento, antes o después, del
capitalismo global que padecemos.
11.
¿Qué argumentos se han formulado para cuestionar la idoneidad del
decrecimiento?
Los
argumentos vertidos contra el decrecimiento parecen poco relevantes.
Se ha señalado, por ejemplo, y contra toda razón, que la propuesta
se emite desde el Norte para que sean los países del Sur los que
decrezcan materialmente. También se ha sugerido que el decrecimiento
es anti-democrático, en franco olvido de que los regímenes que se ha
dado en describir como totalitarios nunca han buscado, por razones
obvias, reducir sus capacidades militar-industriales. Más bien
parece que, muy al contrario, el decrecimiento, de la mano de la autosuficiencia y de la sencillez voluntaria. bebe de una filosofía
no violenta y antiautoritaria. La propuesta que nos interesa no
remite, por otra parte, a una postura religiosa que reclama una
renuncia a los placeres de la vida: reivindica, antes bien una clara
recuperación de éstos en un escenario marcado, eso si, por el
rechazo de los oropeles del consumo irracional. Por otra parte, no está de más recordar que el actual paradigma del crecimiento ilimitado de una economía capitalista basada en la especulación y la hiperfinanciarización jamás se ha puesto en discusión, ha sido valorado, debatido o votado, por nadie, sino que más bien fue impuesto desde las altas instancias como modelo culmen de las capacidades extractivas que tienen las élites, los poderosos, sobre el resto. Del 1% sobre el 99 restante.
El
proyecto de decrecimiento nada acarrea, en suma, de ecologismo
tontorrón y asocial: se asienta en el firme designio de combinar el ecologismo fuerte con las luchas sociales de siempre. En esta última
dimensión tiene por necesidad que contestar la lógica del
capitalismo con el doble propósito de salvar el planeta y salvar la
especie humana. No hay decrecimiento plausible, en otras palabras, si
no se contestan en paralelo el orden capitalista y su dimensión de
explotación, injusticia y desigualdad. Esa tarea no parece difícil:
La ecología es subversiva porque pone en cuestión el imaginario
capitalista que domina el planeta. Rechaza el motivo central, según
el cual nuestro destino estriba en acrecentar sin cesar la producción
y el consumo. Muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista sobre el medio natural y sobre la vida de los seres humanos.
12.
¿También deben decrecer los países pobres?
Aunque,
con certeza, el debate sobre el decrecimiento tiene un sentido distinto en los países pobres -está fuera de lugar reclamar
reducciones en la producción y el consumo en una sociedad que cuenta
con una renta per cápita treinta veces inferior a la nuestra-,
parece claro que aquéllos no deben repetir lo hecho por los países
del Norte. No se olvide, en paralelo, que una apuesta planetaria por
el decrecimiento, que acarrearía por necesidad un ambicioso programa
de redistribución, no tendría, por lo demás, un efecto de
reducción del consumo convencional en el Sur.
Para
esos países se impone, en la percepción de Latouche, un listado
diferente de re: romper con la dependencia económica y
cultural con respecto al Norte, reanudar el hilo de una historia
interrumpida por la colonización, el desarrollo y globalización,
reencontrar la identidad propia, reapropiar ésta,
recuperar las técnicas y saberes tradicionales, conseguir el
reembolso de la deuda ecológica y restituir el honor
perdido, en base a valores como la justicia ecológica y la memoria histórica frente al colonialismo, el imperialismo, el racismo, la esclavitud o la sumisión ante las multinacionales capitalistas.
Llegados a este punto no se puede obviar la evolución de la sociedad a lo largo de la historia y que tras la Revolución Industrial en el Siglo XIX, le ha seguido una Revolución Reproductiva desde la segunda mitad del Siglo XX, a tenor de los estudios de Pérez y McInness. Según estos autores, y en línea de favorecer unos nuevos mecanismos y prácticas productivas, sociales y culturales, la mujer, tras las dos Guerras Mundiales, ha abandonado su tradicional rol, librándose de las tareas domésticas y de cuidados de familiares (fundamentalmente de los niños, es decir, de la siguiente generación), para incorporarse a la esfera pública. Esta fase de Revolución Reproductiva permite una mayor eficacia en el reemplazo de nuevos seres humanos, incorporados a las cadenas de producción. Ahora, al contrario que en el pasado, se incorporan nuevas generaciones a tareas productivas, sin que la anterior haya desaparecido, lo que ha ahonda en el envejecimiento de las sociedades de los países occidentales.
Para ello redefinen el concepto de fecundidad. Primero relacionando dos fenómenos que consideran íntimamente ligados: nacimientos y muertes. Después identificando el abrumador coste que la reproducción, el reemplazo de seres humanos, supone. Llegan a equipararlo a los otros tres sectores productivos, siendo este cuarto el que ha ocupado a la mayor parte de la humanidad (las mujeres) a lo largo de la Historia.
Por último, cuestiona la institución de la familia afirmando que no ha sido debilitada, sino solamente su acepción patriarcal. Esto discute las visiones apocalípticas sobre el envejecimiento de la población y el desmoronamiento de los estados de bienestar. Además, nos da una justificación práctica sobre la necesidad de que el estado colabore,
de forma activa y cuantiosa, en la educación y manutención de las nuevas generaciones.
Esta teoría ha sido aceptada como causa y a la vez efecto, ligado al decrecimiento, puesto que la idea de incorporar a la productividad las tareas que habitualmente han realizado las mujeres, no devengaría inmediatamente en una bajada de los índices de producción, sino más bien la transformación de estos a incorporar actividades imprescindibles, cuantificarlas, y valorarlas como parte indispensable de los procesos productivos.
Por otro lado, es imprescindible señalar y dejar como un punto de partida ineludible como discusión en favor de la igualdad entre géneros y en contra del patriarcado, que un decrecimiento económico no va a venir adherido a la limitación de la capacidad de consumo y mejora del bienestar en los países y sociedades en vías de desarrollo. Además de injusto, sería falaz frenar el desarrollo de cuatro quintas partes de la población mundial, sólo porque desde la élite de la otra parte se plantea un modelo socio-económico que busca la sostenibilidad y la felicidad lejos de los valores clásicos de producción y consumo.
Como nos explica Hans Rosling en su obra Factfulness, debemos ser realistas a la hora de plantear a 5.000 millones de personas que todavía tendrán que "seguir lavando la ropa a mano y trasladarse kilómetros a una fuente de agua para hacerlo",
sólo porque "ahora" estemos despertando del sueño de los estados de
bienestar insostenibles. Esperar a que los países en vías de desarrollo
renuncien al crecimiento económico no es realista. "Quieren
lavadoras, luz eléctrica, sistemas de alcantarillado decentes, una
nevera en la que almacenar los alimentos, gafas si ven mal, insulina si
padecen diabetes y medios de transporte para ir de vacaciones con sus
familias tanto como tú y como yo". De lo que se trata es de
concierciarnos de la necesidad de incorporar a todos a un mayor
bienestar y sostenibilidad, sin perjuicio de los avances tecnológicos y
científicos que permiten una mayor y mejor vida. En resumen, se trata de
incorporar a la economía todas las actividades beneficiosas e
imprescindibles para el mantenimiento de al vida, y valorarlas en su
totalidad, incluidos los costes sociales, legales y medioambientales que
acarrean, tanto en el momento actual como en el futuro. "Tenemos que dedicar nuestros esfuerzos a inventar nuevas tecnologías que permitan a 11.000 millones de personas vivir la vida que deberíamos esperar que luchen por lograr. La vida que estamos viviendo ahora en el nivel 4, pero con soluciones más inteligentes" (Hans Rosling).
En definitiva, con el decrecimiento se pone en discusión el paradigma aceptado del crecimiento económico como baremo imprescindible para conseguir la felicidad de la población. Las continuas crisis que el capitalismo necesita para seguir funcionando, y las élites para beneficiarse de él, demuestran que el modelo capitalista-neoliberal está agotado. Y que tampoco es sostenible, ni justo plantear un modelo simplemente liberal porque las facturas de los despropósitos de estos años los seguirán pagando otros, no los auténticos responsables. Volviendo a Galbraith es imprescindible adelantarse a la "miopía del desastre", es decir, a la irresponsabilidad de los gestores políticos y económicos que alientan modelos productivos basados en la especulación, el consumismo y el lucro rápido y fácil. Es básico volver a poner en marcha modelos económico y sociales de cercanía, sostenibles e inclusivos, que tengan en cuenta a toda la población y su bienestar, así como a las generaciones futuras en la obligación moral y ética de legarles un patrimonio y un medio ambiente, por lo menos, de la misma cantidad y calidad que el que hemos podido disfrutar nosotros.