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jueves, 3 de agosto de 2023

Por qué Sí al Decrecimiento



 

El decrecimiento, también conocido como decrecentismo o decrecionismo​, es un término utilizado tanto para un movimiento político, económico y social, y también cultural, como para un conjunto de teorías que critican el paradigma del crecimiento económico.​ Se basa en ideas de una amplia gama de líneas de pensamiento como la ecología política, la economía ecológica y la justicia social, señalando el daño social y ecológico causado por la búsqueda del crecimiento infinito y los imperativos occidentales de "desarrollo". El decrecimiento enfatiza la necesidad de reducir el consumo y la producción global (metabolismo social) y aboga por una sociedad socialmente justa y ecológicamente sostenible en la que el bienestar social y ambiental reemplace al PIB como indicador de prosperidad.

Por lo tanto, el decrecimiento resalta la importancia de la autonomía, el trabajo de cuidado, la auto-organización, los bienes comunes, la comunidad, el localismo abierto, el trabajo colaborativo, la felicidad y la convivencia.

Si las agencias e instituciones prosistema, como la Agenda 2030, ya alertan del colapso ecológico y de muchas de las materias primas, porque vivimos de una forma absolutamente insostenible, el deber de los programas alternativos, a nivel político, económico, social y cultural, es promover alternativas al sistema capitalista. No se trata sólo de plantear un modelo diferente, e incluso opuesto, sino más bien, recuperar comportamientos sociales y productivos que no hace tanto regían las relaciones económicas entre los hombres y las comunidades. Y añadir el valor que la ciencia, desde la biología hasta la sociología, para incluir a cuántos más mejor y poder construir una sociedad más plena, justa y satisfactoria.

El progreso tecnológico y científico, incorporado a las sociedades productivas, no sólo no ha garantizado un objetivo de mayor y mejor bienestar, sino más bien al contrario. Repitiendo el proceso que Engels ya describió durante la Revolución Industrial, La Paradoja de Engels muestra como la nueva era en el proceso tecnológico y productivo, que se puede enumerar como cuarta, vuelve a aumentar los valores macroeconómicos de los países de la OCDE desde finales del siglo XX. Sin embargo, los salarios no han crecido, o apenas lo han hecho para sustentar una vida cada vez más mísera para la clase trabajadora. Las ganancias, esa plusvalía, conseguida por la tecnología, pero que sigue saliendo de los recursos tradicionales como son la fuerza de trabajo y la accesibilidad a las materias primas (la facilidad de su aprovechamiento, transporte, almacenamiento y eliminar sus desechos) se han guardado en los bolsillos de las clases extractivas. Es decir, la riqueza de todos, vuelve a centrarse en unos pocos. En unos muy, pero que muy, pocos.

Si el siglo XXI será el siglo de las mujeres (de lo que no tengo ninguna duda), también lo será de la revolución tecnológica y el siglo en el que tendremos que frenar el cambio climático. Estos dos últimos retos son insoslayables y ambos requieren de un giro copernicano en las formas de producir, consumir y trabajar. La tarea por delante es evitar que las fuerzas que dominen estos cambios sean las del monopolio tecnológico de las grandes multinacionales y plataformas digitales, y no porque sus multimillonarios dueños me caigan mal; no es un tema moral (aunque también), es que imponen reglas que aceleran la Paradoja de Engels, destrozando derechos laborales, negándose a pagar impuestos y frenando cualquier avance tecnológico que amenace su monopolio. Son tan nocivas que hasta el Congreso de los EEUU está intentando ponerles freno. Son un lastre para el desarrollo, como lastre son para el avance de las energías renovables y los acuerdos climáticos las presiones que ejercen las multinacionales petroleras y las compañías energéticas.

Los vientos a favor de un cambio que mejore la vida de la mayoría y frene el cambio climático solo pueden darse a través de acuerdos que pongan normas y planifiquen el desarrollo de forma equitativa y sostenible. Como todo cambio viene precedido de la idea, momento es de abrir los debates que los rescoldos moribundos del neoliberalismo dogmático se empeñan en negar, empezando por el concepto mismo de trabajo.

Si parte de nuestros trabajos los pueden realizar algoritmos o máquinas, trabajemos menos horas y menos años, con la misma efectividad. La propuesta de reducción de la jornada laboral a 32, 30 o 24 horas semanales ya está lanzada porque es posible y, sobre todo, es racional, incluso dentro del capitalismo, como predijera John Maynard Keynes, quien en 1930 aseguró que en 100 años (o sea, en la actualidad) la jornada laboral sería de 15 horas semanales.

Que el acceso a la tecnología sea un derecho y que se base en conocimiento compartido lo han entendido hasta en la Organización Mundial del Comercio, que ha cambiado la normativa de patentes al ver imposible el desarrollo tecnológico con las ideas de propiedad intelectual del siglo XIX. Lo que pretendo decir es que la revolución digital abre brechas en el sistema y permite hacernos preguntas sobre el futuro que desmontan los mitos neoliberales del siglo XX: podemos trabajar menos horas y menos años, avanzar en una democracia económica, en la planificación estratégica y, por qué no, en una democracia real con nuevas formas de participación. Derechos contra las máquinas y soltar lastre. Nos va a hacer falta mucha organización y enormes dosis de impertinencia y rebeldía, pero que nadie nos diga que no es posible.

 

1. En el momento presente, ¿Es inequívocamente saludable el crecimiento económico?

La visión dominante en las sociedades opulentas es que el crecimiento económico es la panacea que resuelve todos los problemas. A su amparo -se nos dice- la cohesión social se asienta, los servicios públicos se mantienen, y el desempleo y la desigualdad no ganan terreno.

Sobran las razones para recelar, sin embargo, de todo lo anterior. El crecimiento económico no genera -o no necesariamente- cohesión social, no guarda una relación con la creación de empleo, provoca agresiones al medio ambiente en muchos casos irreversibles, propicia el agotamiento de recursos escasos, cada vez más caros, que ya no estarán disponibles para las generaciones venideras, que sí deberán hacerse cargo de las consecuencias de nuestro uso indiscriminado sobre esos recursos, y en fin, permite el asentamiento de un modo de vida esclavo que invita a pensar que somos más felices cuanto más tiempo trabajemos, más dinero ganemos, y sobre todo, más bienes podamos consumir. Frente a esto se impone la certeza de que, dejando atrás un nivel elemental de consumo, el crecimiento irracional del consumo, es más un indicador de infelicidgad que una muestra de lo contrario. Es por lo tanto, razonable adelantar, que la crisis general por la que atravesamos se acabe consolidando como una realidad inmutable y deseable para los ciudadanos. Y por supuesto se hace fundamental luchar contra la imposición de este relato y las consecuencias de este estado de crisis permanente.

2. ¿Cuáles son los pilares en los que se asientan los sinsentidos del crecimiento?

Son tres los pilares en los que se sustenta tanta irracionalidad. El primero es la publicidad, que nos obliga a comprar lo que no necesitamos y, llegado el caso, exige que adquiramos, incluso, lo que nos repugna. El segundo es el crédito, que históricamente ha permitido disponer el dinero que permitía preservar el consumo aún en ausencia de recursos. El tercero es la caducidad de los bienes producidos, claramente programados para que en un período de tiempo breve dejen de funcionar, de tal suerte que nos veamos en la obligación de comprar otros nuevos. Por detrás de todo ello está, en palabras de Zigmunt Bauman, la certeza de que “una sociedad de consumo sólo puede ser una sociedad de exceso y prodigalidad y, por ende, de redundancia y despilfarro”.

3. ¿Debemos fiarnos de los indicadores económicos que hoy empleamos?

Los indicadores económicos que nos vemos obligados a utilizar, como el Producto Interior Bruto (PIB), han permitido afianzar, en palabras de John Kenneth Galbraith, “una de las formas de mentira social más extendidas”. Pensemos por un instante. Si un país retribuye al 10% de sus habitantes por destruir bienes, hacer socavones en las carreteras, dañar vehículos, etc., y a otro 10% por reparar esas carreteras y vehículos, tendrá el mismo PIB que un país en el que el 20% de sus empleos se consagran a mejorar la esperanza de vida, la salud, la educación y el ocio.

La mayoría de los indicadores actuales contabiliza como crecimiento -y cabe suponer también que como bienestar-, todo lo que es producción y gasto, incluidas las agresiones medioambientales, los accidentes de tráfico, la fabricación de cigarrillos, los fármacos y las drogas, o el gasto militar. Esos mismos indicadores nos dicen, en cambio, del trabajo doméstico, apenas nada en virtud de un código a menudo impregnado de machismo, de puro patriarcado; de la preservación objetiva del medio ambiente, por ejemplo, un bosque con vertido en papel acrecienta el PIB, en tanto ese mismo bosque indemne, decisivo para garantizar la Vida, no computa como riqueza; de la calidad de los sistemas educativos y sanitarios, y en general, de las actividades que generan bienestar aunque no impliquen producción y gasto, o del incremento del tiempo libre.

De resultas puede afirmarse que la ciencia económica dominante sólo presta atención a lo que se tiene o no se tiene, y no a los bienes que hacen que alguien sea algo (Franqois Flahault), en un escenario en el que "las ideas rectoras de la modernidad son más, mayor, más deprisa, más lejos” (Manfred Linz).

4. ¿No son muchas las razones para contestar el progreso, más aparente que real, que han protagonizado nuestras sociedades durante decenios?

Son muchas, si. Hay que preguntarse, por ejemplo, si no es cierto que en la mayoría de las sociedades occidentales se vivía mejor en el decenio de 1960 que ahora: el número de desempleados era sensiblemente menor, la criminalidad mucho más baja, las hospitalizaciones por enfermedades mentales se hallaban a años luz de las actuales, los suicidios eran infrecuentes y el consumo de drogas escaso. En EE UU, donde la renta per cápita se ha triplicado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, a partir de 1960 se redujo, sin embargo, el porcentaje de ciudadanos que declaraban sentirse satisfechos. En 2005, un 4.9 por ciento de los norteamericanos estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26 por ciento que consideraba lo contrario.

Son muchos los expertos que concluyen, en suma, que el crecimiento en la esperanza de vida al nacer registrado en los últimos decenios bien puede estar tocando a su fin en un escenario lastrado por la extensión de la obesidad, el estrés, la aparición de nuevas enfermedades y la contaminación.

5. ¿Por qué hay que decrecer?

En los países ricos hay que reducir la producción y el consumo porque vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque es urgente cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y porque empiezan a faltar materias primas vitales. "El único programa que necesitamos se resume en una palabra: menos. Meno; trabajo, menos energía, menos materias primas” (Beppo Grillo).

Por detrás de esos imperativos despunta un problema central: el de los límites medioambientales y de recursos del planeta. Si es evidente que en caso de que un individuo extraiga de sus ahorros, y no de sus ingresos, la mayoría de los recursos que emplea, ello conducirá a la quiebra, parece sorprendente que no se emplee el mismo razonamiento a la hora de sopesar lo que las sociedades occidentales están haciendo con los recursos naturales. Aunque nos movemos si así quiere un barco que se encamina directamente hacia un acantilado, lo único que hemos hecho en los últimos años ha sido reducir un poco la velocidad sin modificar, en cambio, el rumbo.

Para calibrar la hondura del problema, el mejor indicador es la huella ecológica, que mide la superficie del planeta, tanto terrestre como marítima, que precisamos para mantener las actividades económicas. Si en 2004 esa huella 10 era de 1,25 planetas Tierra, según muchos pronósticos alcanzará dos Tierras si ello es imaginable en 2050. La huella ecológica igualó la biocapacidad del planeta en torno a 1980, y se ha triplicado entre 1960 y 2003. En paralelo, no está de más que recordemos que en 2000 se estimaban en 4.1 los años de reservas de petróleo, 70 los de gas y 55 los de uranio.

6. ¿Cuál es la actitud que ante lo anterior exhiben los dirigentes políticos?

Los dirigentes políticos, marcados por un irrefrenable cortoplacismo electoral, prefieren dar la espalda a todos estos problemas. De resultas, y en palabras de Cornelius Castoriadis, "quienes preconizan un cambio radical de la estructura política y social pasan por ser incorregibles utopístas, mientras que los que no son capaces de razonar a dos años vista son, naturalmente realistas”. Todo pensamiento radical y contestarario es tildado inmediatamente de extremista y violento, además de patológico, y por supuesto, utópico, e incluso, infantil.

La idea, supersticiosa, de que nuestros gobernantes tienen soluciones de recambio se completa con la que sugiere que la ciencia resolverá de manera mágica. antes o después, todos estos problemas. No parecería lógico, sin embargo, construir un "rascacielos sin escaleras ni ascensores sobre la base de la esperanza que un día triunfaremos sobre la ley de la gravedad" (Mauro Bonaiuti). Más razonable resultaría actuar como lo haría un pater familias diligens, que "se dice a si mismo: ya que los problemas son enormes, e incluso en el caso de que las probabilidades sean escasas, procedo con la mayor prudencia, y no como si nada sucediese” (Castoriadis). No es ésta una carencia que afecte en exclusiva a los políticos. Alcanza de lleno, antes bien, a los ciudadanos, circunstancia que da crédito a la afirmación realizada por un antiguo ministro de Medio Ambiente francés: "La crisis ecológica suscita una comprensión difusa, cognitivamente poco influyente, políticamente marginal. Electoralmente insignificante”.

7. ¿Basta, sin más, con reducir determinadas actividades económicas?

A buen seguro que no es suficiente con acometer reducciones en los niveles de producción y de consumo. Simplemente pensando en el fin evidente de las energías no renovables y en los sistemas productivos que se basan en la quema de hidrocarburos. Es preciso reorganizar en paralelo nuestras sociedades sobre la base de otros valores que reclamen el triunfo de la vida social, del altruismo y de la redistribución de los recurso frente a la propiedad y al consumo ilimitado. Los verbos que hoy rigen nuestra vida cotidiana son tener-hacer-ser; si tengo esta o aquello entonces haré esto y seré feliz. Hay que reivindicar, en paralelo, el ocio frente al trabajo obsesivo. O lo que es casi lo mismo, frente al "más deprisa, más lejos, más a menudo y menos caro” hay que contraponer el "más despacio, menos lejos, menos a menudo y más caro“ (Yves Cochet). Debe apostarse, también, por el reparto del trabajo, una vieja práctica sindical que, por desgracia, fue cayendo en el olvido con el paso del tiempo.

Otras exigencias ineludibles nos hablan de la necesidad de reducir las dimensiones de muchas de las infraestructuras productivas. de las organizaciones administrativas y de los sistemas de transporte. Lo local, por añadidura, debe adquirir una rotunda primacía frente a lo global en un escenario marcado, en suma, por la sobriedad y la simplicidad voluntaria. Entre las razones que dan cuenta de la opción por esta última están la pésima situación económica, la ausencia de tiempo para llevar una vida saludable, la urgencia de mantener una relación equilibrada con el medio, la certeza de que el consumo no deja espacio para un desarrollo personal diferente o, en fin, la conciencia de las diferencias alarmantes que existen entre quienes consumen en exceso y quienes carecen de lo esencial.

Serge Latouche ha resumido el sentido de fondo de estos valores de la mano de ocho re: reevaluar (revisar los valores), reconceptualizar, reestructurar (adaptar producciones y relaciones sociales al cambio de valores), relocalizar, redistribuir (repartir la riqueza y el acceso al patrimonio natural), reducir (rebajar el impacto de la producción y el consumo), reutilizar (en vez de desprenderse sin más de un sinfín de dispositivos) y reciclar.

8. Estos valores, ¿Son realmente ajenos a la organización de las sociedades humanas?

Los valores que acabamos de reseñar no faltan, en modo alguno, en la organización de las sociedades humanas. Así lo demuestran, al menos, cuatro ejemplos importantes. Si el primero nos recuerda que las prácticas correspondientes tienen una honda presencia en muchas de las tradiciones del movimiento obrero y bien es cierto, en las vinculadas, en particular, con el mundo libertario. La segunda subraya que en una institución central en muchas sociedades, la familia, impera antes la lógica del don y de la reciprocidad que la de la mercancía. La propia economía de cuidados, protagonizada por tantas mujeres y plasmada ante todo en el cuidado amoroso de niños y de ancianos, ilustra en plenitud el buen sentido de los principios que ahora nos interesan. Pero lo social está a menudo presente. También, en lo que despectivamente hemos dado en llamar economía informal. En muchos casos "el objetivo de la producción informal no es la acumulación ilimitada, la producción por la producción. El ahorro, cuando existe, no se destina a la inversión para facilitar una reproducción ampliada, recuerda Latouche. Y está presente en la experiencia histórica de muchas sociedades que no estiman que su felicidad deba vincularse con la acumulación de antes. Estamos pensando, cómo no, en la industria militar, en la automovilística, en la de la aviación o en buena parte de la de la construcción.

9. ¿Qué supondría el decrecimiento en las sociedades opulentas?

Hablando en plata, lo primero que las sociedades opulentas deben tomar en consideración es la conveniencia de cerrar -o al menos reducir sensiblemente la actividad correspondiente- muchos de los complejos fabriles hoy existentes. Estamos pensando, cómo no, en la industria militar, en la automovilística, en la de la aviación o en buena parte de la de la construcción.

Los millones de trabajadores que, de resultas, perderían sus empleos deberían encontrar acomodo a través de dos grandes cauces. Si el primero lo aportaría el desarrollo ingente de actividades en los ámbitos relacionados con la satisfacción de las necesidades sociales y medioambientales; el segundo llegaría de la mano del reparto del trabajo en los sectores económicos tradicionales que sobrevivirían. Importa subrayar que en este caso la reducción de la jornada laboral bien podría llevar aparejada, por qué no, reducciones salariales, siempre y cuando éstas, claro, no lo fueran en provecho de los beneficios empresariales. Al fin y al cabo, la ganancia de nivel de vida que se derivaría de trabajar menos, y de disfrutar de mejores servicios sociales y de un entorno más limpio y menos agresivo, se sumaría a la derivada de la asunción plena de la conveniencia de consumir, también, menos, con la consiguiente reducción de necesidades en lo que a ingresos se refiere. No es preciso agregar que las reducciones salariales que nos ocupan no afectarían, naturalmente, a quienes menos tienen, y que hablamos de un escenario de transición hacia la abolición del trabajo asalariado y la mercancía.

10. ¿Es el decrecimiento un proyecto que augura, sin más, la infelicidad a los seres humanos?

El decrecimiento no implica en modo alguno, para la mayoría de los habitantes, un entorno de deterioro de sus condiciones de vida. Antes bien, debe acarrear mejoras sustanciales como las vinculadas con la redistribución de los recursos, la creación de nuevos sectores que atiendan las necesidades insatisfechas, la preservación del medio ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los ciudadanos y las condiciones del trabajo asalariado, o el crecimiento relacional en sociedades en las que el tiempo de trabajo se reducirá sensiblemente.

Al margen de lo anterior, conviene subrayar que en el mundo rico se hacen valer elementos así, la presencia de infraestructuras en muchos ámbitos, la satisfacción de necesidades elementales o el propio decrecimiento de la población que facilitarían el tránsito a una sociedad distinta. Hay que partir de la certeza de que si no decrecemos voluntaria y racionalmente, tendremos que hacerlo obligados de resultas del hundimiento, antes o después, del capitalismo global que padecemos.

11. ¿Qué argumentos se han formulado para cuestionar la idoneidad del decrecimiento?

Los argumentos vertidos contra el decrecimiento parecen poco relevantes. Se ha señalado, por ejemplo, y contra toda razón, que la propuesta se emite desde el Norte para que sean los países del Sur los que decrezcan materialmente. También se ha sugerido que el decrecimiento es anti-democrático, en franco olvido de que los regímenes que se ha dado en describir como totalitarios nunca han buscado, por razones obvias, reducir sus capacidades militar-industriales. Más bien parece que, muy al contrario, el decrecimiento, de la mano de la autosuficiencia y de la sencillez voluntaria. bebe de una filosofía no violenta y antiautoritaria. La propuesta que nos interesa no remite, por otra parte, a una postura religiosa que reclama una renuncia a los placeres de la vida: reivindica, antes bien una clara recuperación de éstos en un escenario marcado, eso si, por el rechazo de los oropeles del consumo irracional. Por otra parte, no está de más recordar que el actual paradigma del crecimiento ilimitado de una economía capitalista basada en la especulación y la hiperfinanciarización jamás se ha puesto en discusión, ha sido valorado, debatido o votado, por nadie, sino que más bien fue impuesto desde las altas instancias como modelo culmen de las capacidades extractivas que tienen las élites, los poderosos, sobre el resto. Del 1% sobre el 99 restante.

El proyecto de decrecimiento nada acarrea, en suma, de ecologismo tontorrón y asocial: se asienta en el firme designio de combinar el ecologismo fuerte con las luchas sociales de siempre. En esta última dimensión tiene por necesidad que contestar la lógica del capitalismo con el doble propósito de salvar el planeta y salvar la especie humana. No hay decrecimiento plausible, en otras palabras, si no se contestan en paralelo el orden capitalista y su dimensión de explotación, injusticia y desigualdad. Esa tarea no parece difícil: La ecología es subversiva porque pone en cuestión el imaginario capitalista que domina el planeta. Rechaza el motivo central, según el cual nuestro destino estriba en acrecentar sin cesar la producción y el consumo. Muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista sobre el medio natural y sobre la vida de los seres humanos.

12. ¿También deben decrecer los países pobres?

Aunque, con certeza, el debate sobre el decrecimiento tiene un sentido distinto en los países pobres -está fuera de lugar reclamar reducciones en la producción y el consumo en una sociedad que cuenta con una renta per cápita treinta veces inferior a la nuestra-, parece claro que aquéllos no deben repetir lo hecho por los países del Norte. No se olvide, en paralelo, que una apuesta planetaria por el decrecimiento, que acarrearía por necesidad un ambicioso programa de redistribución, no tendría, por lo demás, un efecto de reducción del consumo convencional en el Sur.

Para esos países se impone, en la percepción de Latouche, un listado diferente de re: romper con la dependencia económica y cultural con respecto al Norte, reanudar el hilo de una historia interrumpida por la colonización, el desarrollo y globalización, reencontrar la identidad propia, reapropiar ésta, recuperar las técnicas y saberes tradicionales, conseguir el reembolso de la deuda ecológica y restituir el honor perdido, en base a valores como la justicia ecológica y la memoria histórica frente al colonialismo, el imperialismo, el racismo, la esclavitud o la sumisión ante las multinacionales capitalistas.

Llegados a este punto no se puede obviar la evolución de la sociedad a lo largo de la historia y que tras la Revolución Industrial en el Siglo XIX, le ha seguido una Revolución Reproductiva desde la segunda mitad del Siglo XX, a tenor de los estudios de Pérez y McInness. Según estos autores, y en línea de favorecer unos nuevos mecanismos y prácticas productivas, sociales y culturales, la mujer, tras las dos Guerras Mundiales, ha abandonado su tradicional rol, librándose de las tareas domésticas y de cuidados de familiares (fundamentalmente de los niños, es decir, de la siguiente generación), para incorporarse a la esfera pública. Esta fase de Revolución Reproductiva permite una mayor eficacia en el reemplazo de nuevos seres humanos, incorporados a las cadenas de producción. Ahora, al contrario que en el pasado, se incorporan nuevas generaciones a tareas productivas, sin que la anterior haya desaparecido, lo que ha ahonda en el envejecimiento de las sociedades de los países occidentales.

Para ello redefinen el concepto de fecundidad. Primero relacionando dos fenómenos que consideran íntimamente ligados: nacimientos y muertes. Después identificando el abrumador coste que la reproducción, el reemplazo de seres humanos, supone. Llegan a equipararlo a los otros tres sectores productivos, siendo este cuarto el que ha ocupado a la mayor parte de la humanidad (las mujeres) a lo largo de la Historia.

Por último, cuestiona la institución de la familia afirmando que no ha sido debilitada, sino solamente su acepción patriarcal. Esto discute las visiones apocalípticas sobre el envejecimiento de la población y el desmoronamiento de los estados de bienestar. Además, nos da una justificación práctica sobre la necesidad de que el estado colabore,
de forma activa y cuantiosa, en la educación y manutención de las nuevas generaciones.

Esta teoría ha sido aceptada como causa y a la vez efecto, ligado al decrecimiento, puesto que la idea de incorporar a la productividad las tareas que habitualmente han realizado las mujeres, no devengaría inmediatamente en una bajada de los índices de producción, sino más bien la transformación de estos a incorporar actividades imprescindibles, cuantificarlas, y valorarlas como parte indispensable de los procesos productivos.

Por otro lado, es imprescindible señalar y dejar como un punto de partida ineludible como discusión en favor de la igualdad entre géneros y en contra del patriarcado, que un decrecimiento económico no va a venir adherido a la limitación de la capacidad de consumo y mejora del bienestar en los países y sociedades en vías de desarrollo. Además de injusto, sería falaz frenar el desarrollo de cuatro quintas partes de la población mundial, sólo porque desde la élite de la otra parte se plantea un modelo socio-económico que busca la sostenibilidad y la felicidad lejos de los valores clásicos de producción y consumo.

Como nos explica Hans Rosling en su obra Factfulness, debemos ser realistas a la hora de plantear a 5.000 millones de personas que todavía tendrán que "seguir lavando la ropa a mano y trasladarse kilómetros a una fuente de agua para hacerlo", sólo porque "ahora" estemos despertando del sueño de los estados de bienestar insostenibles. Esperar a que los países en vías de desarrollo renuncien al crecimiento económico no es realista. "Quieren lavadoras, luz eléctrica, sistemas de alcantarillado decentes, una nevera en la que almacenar los alimentos, gafas si ven mal, insulina si padecen diabetes y medios de transporte para ir de vacaciones con sus familias tanto como tú y como yo". De lo que se trata es de concierciarnos de la necesidad de incorporar a todos a un mayor bienestar y sostenibilidad, sin perjuicio de los avances tecnológicos y científicos que permiten una mayor y mejor vida. En resumen, se trata de incorporar a la economía todas las actividades beneficiosas e imprescindibles para el mantenimiento de al vida, y valorarlas en su totalidad, incluidos los costes sociales, legales y medioambientales que acarrean, tanto en el momento actual como en el futuro. "Tenemos que dedicar nuestros esfuerzos a inventar nuevas tecnologías que permitan a 11.000 millones de personas vivir la vida que deberíamos esperar que luchen por lograr. La vida que estamos viviendo ahora en el nivel 4, pero con soluciones más inteligentes" (Hans Rosling).

 

En definitiva, con el decrecimiento se pone en discusión el paradigma aceptado del crecimiento económico como baremo imprescindible para conseguir la felicidad de la población. Las continuas crisis que el capitalismo necesita para seguir funcionando, y las élites para beneficiarse de él, demuestran que el modelo capitalista-neoliberal está agotado. Y que tampoco es sostenible, ni justo plantear un modelo simplemente liberal porque las facturas de los despropósitos de estos años los seguirán pagando otros, no los auténticos responsables. Volviendo a Galbraith es imprescindible adelantarse a la "miopía del desastre", es decir, a la irresponsabilidad de los gestores políticos y económicos que alientan modelos productivos basados en la especulación, el consumismo y el lucro rápido y fácil. Es básico volver a poner en marcha modelos económico y sociales de cercanía, sostenibles e inclusivos, que tengan en cuenta a toda la población y su bienestar, así como a las generaciones futuras en la obligación moral y ética de legarles un patrimonio y un medio ambiente, por lo menos, de la misma cantidad y calidad que el que hemos podido disfrutar nosotros.

 

 

martes, 2 de mayo de 2023

Cuando la felicidad depende del consumo


 En el parque de bomberos de Livermore, en California, hay una bombilla encendida ininterrumpidamente desde 1901. La bombilla, con su filamento incandescente alumbra el espacio de trabajo del cuerpo de bomberos. Un espacio que ha cambiado y ha sido remodelado, y en el que la función iluminaria de la bombilla ha quedado en segundo plano. Lo trascendente es que desde hace casi 125 años un elemento tecnológico y eléctrico fabricado por la mano del hombre, lleva funcionando sin parar. Sin estropearse, sin que surgiera la necesidad de cambiarlo. Es tal la potencia que nos manda esta bombilla que ya se ha convertido en un fenómeno de Internet, con la emisión continua de su ya legendaria vida útil, y de la cultura popular. La bombilla del parque de bomberos de Livermore, la bombilla más antigua del mundo encendida, ya ha consumido dos webcams y va por la tercera desde que fue puesta su imagen en vivo en la red.

Y sobre esta bombilla se articula el argumento que desarrolla el documental “Comprar, tirar, comprar, que se puede ver hoy todavía en rtve y youtube, y que debe ser de obligado visionado y obligada reflexión para toda persona.

El ejemplo de la bombilla no es casual. Esta película explica cómo la primera bombilla que Thomas Edison puso a la venta, en 1881, duraba 1.500 horas; unos años después, podían funcionar más de 2.500 horas. Fue en 1924 cuando un cartel de empresas fabricantes europeas y estadounidenses decidió pactar en mil horas el máximo de vida útil de sus bombillas. El mismo razonamiento llevó a las empresas del ramo textil a quitar de la circulación las medias a prueba de carreras. El documental, rodado entre Cataluña, Francia, Alemania, Estados Unidos y Ghana, muestra también otra cara de la moneda: los grandes vertederos de residuos que se van acumulando en países como Ghana. En las tierras de los desheredados de la tierra. Allí donde no molestan a quienes provocan esa acumulación ingente de basura. Como si el planeta entendiese de fronteras, como si la Tierra también fuese corrompible. Como si también a ella se le pudieran comprar sus favores para garantizar que la furia de la naturaleza no atravesará los muros cada vez más altos, cada vez con más espinas, de la Vieja Europa.

Es la pescadilla que se muerde la cola y, a la vez, es una gran contradicción. No podemos seguir agotando los recursos del planeta -aunque ya hayamos consumido dos o tres planetas-. Y, sin embargo, para salir de la crisis dicen que hay que aumentar el consumo. La solución sería intentar que los productos duren más, que se reutilicen y se reciclen. Pero lo más importante es reducir nuestras necesidades. Cuando vamos a comprar algo hay que reflexionar si realmente lo necesitamos y que no se quede obsoleto en dos días.

La obsolescencia programada "el deseo del consumidor de tener algo un poco más nuevo un poco antes de lo necesario". Es “el motor secreto de nuestra sociedad de consumo”. De hecho, en plena Gran Depresión, la obsolescencia obligatoria, como una fecha de fin de consumo de un producto manufacturado concreto sería un requisito imprescindible e inevitable, y a la vez, el principal dinamizador de la economía industrial y del desarrollo de la sociedad capitalista. Y aunque no se llegó a promover una idea tan radical, por lo menos de una manera tan transparente a ojos del consumidor, la obsolescencia programada llegó para quedarse al mismo tiempo que la producción en masa y la sociedad de consumo. El principal recurso para alimentar desde el punto de vista psicológico la conveniencia de este sistema es a través del diseño, que prevalece a la ingeniería y a la eficacia de un producto, asociada a la publicidad y el marketing. Es decir, el principal leiv motiv de la economía capitalista no será ya satisfacer necesidades, sino crearlas de manera continua y obsesiva, en aquello que se llamó el “estilo de vida americano”, y que no deja de ser alentar un consumo y un desarrollo industrial pensado para satisfacerlo basado en un consumo ilimitado de los recursos (y sin entrar en las formas en las que se sustraen esos recursos) y en la creación consciente y omnisciente de necesidades a los consumidores. El objetivo es que el consumidor tenga que comprar, y que sus compras, sean frecuentes y repetidas.

Esto alentará a su vez un comportamiento financiero irracional por parte de la masa consumidora y de los gobiernos que lo permitirán, puesto que la base de la economía capitalista será la hiperfinanciarización de la economía. Las familias y los individuos a título particular, llevarán una vida de consumo basado en el crédito, en vivir de prestado, y casi siempre ese crédito y ese consumo vendrá a satisfacer una serie de necesidades que no son imprescindibles para el desarrollo común de la vida.

Este modelo no es sostenible a largo plazo: Un crecimiento ilimitado es incompatible en un mundo de recursos limitados. Y eso en la economía real, porque desde el punto de vista moral, hasta que punto ¿es ético diseñar un producto para que falle?

La publicidad se convierte en fundamental, no con la idea de obligar al consumidor, sino de seducirle, de hacerle ver la necesidad como conveniencia, la mayoría de las veces de estatus o de fijación social, del consumo, de la compra de un producto. Así, desde una libertad percibida como autonomía, el ciudadano se convierte en consumidor, y queda sin “libertad”, entendida como libre albedrío y como capacidad para desentrañar la realidad y la consecuencia de sus actos. Su papel queda reducido al de comprador.

Los Estados, al igual que las empresas -por medio del marketing y la publicidad-, motivan a la sociedad a comprar, desechar y reemplazar sus bienes de consumo a un ritmo cada vez más acelerado. El objetivo es infundir en los consumidores el deseo de poseer los últimos productos, apenas un poco mejores que los anteriores, para que los adquieran mucho antes de que tengan auténtica necesidad de ellos. Es lo que en psicología se conoce como “obsolescencia percibida”.

Curiosamente, la propaganda de la sociedad de consumo actual ha llegado a convencer a las poblaciones de que, llegado el caso, se desechen los objetos que todavía son perfectamente útiles. Es decir, que la gente adopte decisiones alineadas con sus caprichos y deseos -cuyo canon suele estar determinado por la moda imperante-, dejando en un segundo plano el sentido común, que es el que permite utilizar el dinero para satisfacer las verdaderas necesidades. La paradoja es que el deseo conecta a los ciudadanos a una ficción construida sobre lo que no tenemos, impidiéndonos valorar y disfrutar lo que sí está a nuestro alcance.

El desarrollo de tal planteamiento vino mediados los años 20 de los propios carteles de productores de productos eléctricos como las bombillas. Acabada la Gran Depresión, y la posterior Segunda Guerra Mundial, la idea se convirtió en el principio motivador de la producción industrial en Occidente. En el contexto de la Guerra Fría, y el enfrentamiento entre bloques, la obsolescencia programada era un recurso eficaz para el modelo capitalista, frente al del comunismo, en el que la obsolescencia programada no tenía sentido. El diseño y el marketing funcionaban para seducir continuamente al consumidor. En el Estados Unidos en la posguerra (y por extensión en el bloque que lidera) se adopto un lema "Crear el consumidor insatisfecho" que periódicamente viera como natural, incluso como algo de éxito, o un deber social inconsciente, el adquirir nuevos productos con imagen de modernidad y que dejara atrás sus "viejos y atrasados" productos que habían pasado de moda o estaban, o creían, obsoletos. Por lo tanto, la obsolescencia programada esta en la raíz del crecimiento económico continuo y exponencial vivido en occidente desde los años 50. Acabado el enfrentamiento ideológico y cultural entre bloques, la obsolescencia programada es el motor secreto de nuestra economía y sociedad de consumo.

La ética no importa. Que la brutalísima cantidad de recursos perecederos que tal modelo de consumo origina acabe en el Tercer Mundo con las consecuencias terribles para el medio ambiente y la salud de las personas de aquellos países, no importa. Es que ni siquiera se conoce o es tenido en cuenta. Deshacerse de los recursos “quemados” sigue entrando en el coste económico de la producción y consumo de productos, pero este modelo permite un abaratamiento excesivo del proceso final de la vida de los productos. Y de esta fase también sacan réditos y beneficios empresas y gobiernos.

La ética de empresas y gobiernos es inexistente, y es nuestro deber como sociedades civiles empoderadas denunciar este grave comportamiento, absolutamente contraria a las leyes de la naturaleza y de la propia moral ciudadana. Tenemos con nuestro comportamiento, ya no sólo el deber, sino debido a la emergente crisis climática y natural que hemos creado bajo este paradigma, la necesidad de cambiar radicalmente este modelo productivo y con él, la economía y los fundamentos financieros e ideológicos que la permiten y justifican. Es vital parar y ejercitar una economía respetuosa con el medio ambiente y con el propio carácter social y solidario de las personas y las sociedades. Así, y tal y como muestra hacia el final el documental, el decrecimiento es el camino. Te

La realidad y lo más doloroso en sí, es que el filme no nos desvela una gran verdad oculta, pero sí que aporta pruebas, explica motivos y ofrece el contexto y las consecuencias de ese modo de obrar empresarial que se ha convertido en el motor del sistema capitalista, y que al mismo tiempo ha puesto en el disparadero las formas de vida de total la población mundial y en especial de las comunidades más degradadas y perjudicadas por el conjunto de la historia: Desde el colonialismo, hasta el nuevo imperialismo empresarial que se ejercita bajo el paradigma de la globalización.


Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal

Ahora que ya está aquí el veranito con su calor plomizo, pegajoso y hasta criminal, se llenan las terracitas para tomar unas...