Fotograma de la excepcional e imprescindible Tiempos Modernos, de Charles Chaplin (1936)
Voy
a continuar reflexionando sobre cómo funciona este sistema económico
y social y sobre la necesidad perentoria de reducir la jornada laboral. Lo voy a hacer aplicando mi experiencia particular,
añadiendo la valoración personal, y la lectura concreta al momento
vital en el que me encuentro.
Desde
hace un mes estoy de vuelta en el mundo del trabajo. Acepte un puesto
de desarrollador web en Salamanca, nuevamente, en una especie de
burla de la vida que parece atarme a una realidad rutinaria, ya
exprimida, sin dejarme crecer, probar nuevas cosas y entornos y
cumplir anhelos.
Una
de las cosas más interesantes que me está sucediendo es como desde
que he vuelto a la rutina y la seguridad (relativa) de tener ingresos
a final de mes, me he vuelto menos cuidadoso con el dinero. Esta es
una sensación que tuve la semana pasada al caminar hacia el trabajo
con mi café diario de take
away en
la mano; lo recordé horas después al animarme a comprar unas
galletas sin aceite de palma para el aperitivo; después sentí lo
mismo cuando me animé a echar un boleto de los Euro millones. Y todo
ello lo confirmé empíricamente cuando comprobé mi Excel con el
presupuesto doméstico.
Desde
luego no se trata de compras excesivamente caras, caprichos
extravagantes o derroches irracionales. No. Son compras y
adquisiciones sin las que he podido vivir todos estos meses de atrás
en los que mis ingresos no estaban tan garantizados, y que además se
demostraron como innecesarias.
Pensando
en todo esto he llegado a la conclusión de que es curioso como
dependiendo de nuestro nivel de ingresos (y la expectativa de
tenerlos) “nos llevamos” a un nivel de gastos que aparecen
aparejados o intrínsicamente ligados, ya sea por motivaciones y
presiones sociales, diferenciadoras o de pertenencia. Llama la
atención como el hecho de tener un billete de 20 euros en el
bolsillo nos invoca a una satisfacción temporal el gastarlos, aunque
los bienes o servicios adquiridos con ellos no supongan ningún
cambio trascendental en nuestras vidas.
Así
con este hecho probado y replicado en millones de seres humanos
llegamos a la cultura
de las cosas innecesarias.
Es
evidente que en Occidente se ha impuesto gracias al marketing, la
publicidad y los medios de comunicación de masas un estilo de vida
basado en gastar dinero en cosas innecesarias. Así el capitalismo
por un lado se ha garantizado la recaudación de ingentes cantidades
de dinero, que vuelve más pronto que tarde a sus manos tras haber
salido en forma de salarios y dividendos. Y por el otro el sistema
obtiene la sumisión inconsciente de una población atrapada en un
bucle continuo de trabajar para consumir; de aceptar unas condiciones
cada vez más penosas e indignas con tal de mantener un rol de éxito
promovido por campañas publicitarias y una realidad social basada en
la imagen, el culto al individualismo y la competitividad.
La
idea es que en todo momento compres cualquier cosa. El Capitalismo,
tal y como lo conocemos hoy no se sostiene sino es bajo una premisa
concreta: Las grandes compañías no ganaron sus millones de dólares
promoviendo bajo la honestidad, la responsabilidad (social, laboral,
ambiental) o la ética, la virtud de los productos que ofrecen, sino
que lo hicieron creando una cultura que influyó a millones de
personas para que estas comprarán mucho más de lo que necesitan
como un medio de satisfacción a través del dinero.
Al
final, sobre todo en el entorno urbano (otro invento del sistema para
dominarnos y controlarnos), compramos cosas o servicios para subirnos
el ánimo, como descarga de adrenalina; o para tener lo mismo o mejor
que el vecino; para completar visiones idílicas que la publicidad ha
enraizado en nuestra mente durante toda nuestra vida; para publicar
nuestro modo de vida en Internet y recibir la atención hipócrita de
otros tantos infelices; o por otro montón de razones psicológicas y
de status social que poco o nada tienen que ver con la razón misma
de comprar: el uso del producto o servicio adquiridos.
Para
completar el círculo las grandes compañías y sus gobiernos
cómplices han planteado este estilo de vida como si fuera lo más
normal, lo que se ha hecho toda la vida o el sumun
de la evolución humana. Y como parte del chantaje, siempre pensando
en las sociedades occidentales, se impone un ritmo de vida basado en
la emergencia y el estrés, en el que la mayor parte del día
productivo del ciudadano y ciudadana se pase en el puesto de trabajo
(o en trayecto de ida y vuelta), lo que nos obliga a construir
nuestras vidas en las tardes, las noches y los fines de semana.
Así
aparece una paradoja que en los últimos años es recurrente en mi
modo de pensar: Cuando tengo dinero, tengo muy poco tiempo para
disfrutarlo o exprimirlo hacia caminos de realización personal; y
cuando tengo tiempo, tengo poco o ningún dinero lo que imposibilita
el acceso a gran parte de esos caminos.
La
respuesta sería fácil: Trabajar menos para tener más tiempo libre,
siempre sin perder la capacidad adquisitiva generada con nuestro
empleo. Sin embargo, desde hace casi un siglo, en todos los países,
en todos los momentos históricos y bajo todos los tipos de
paradigmas productivos (incorporación de la mujer, robotización y
automatización, virtualización de la economía y de las
relaciones,…) las empresas y los gobiernos, el establishment,
se han negado con vehemencia.
La
jornada laboral de 8 horas se introdujo en Inglaterra a finales del
XIX para proteger a los trabajadores (muchas veces niños) que
estaban siendo explotados mediante jornadas laborales de 14 o 16
horas diarias.
A
medida que la tecnología avanzaba, los trabajadores de todas las
industrias fueron capaces de producir mucho más valor, en menos
tiempo, aumentando exponencialmente las plusvalías que acababan en
los bolsillos del empresario, sin apenas repercutir -y cuando lo
hacían mínimamente es a base de sonoras y trágicas movilizaciones
laborales- en los de los trabajadores. Al cambio, el debate sobre la
reducción de jornadas laborales era ninguneado, cuando no
erradicado, fijando las 40 horas semanales (8 diarias) como norma
inamovible pese a que multitud de estudios demuestran que la
productividad es notoriamente más alta en jornadas intensivas más
cortas (el empleado tipo de oficinas logra trabajar “sólo” 3
horas de las 8 que pasa en su asiento).
Hay
muchas razones para mantener esta legislación (inyección de un
cansancio patológico en los y las trabajadores, dificultad a máximo
el asociacionismo y el sindicalismo, frenar la contestación social,
facilitar el control de masas y flujos, etc.) pero una de las más
evidentes y perversas es que así logran que los trabajadores al
tener poco tiempo libre pagarán más por los bienes y servicios, sin
tener en cuenta su verdadera función o utilidad, sino que
simplemente por una satisfacción o alivio obtenido por el mero hecho
de comprar.
Si
la gente llega cansada a su casa, y tiene que atender todas las
obligaciones familiares y de comodidad del entorno hogar, al final
consigues mantenerlos viendo la televisión y con ella todos los
anuncios que alimentan esta siniestra rueda, haciéndoles perder
cualquier tipo de ambición fuera de su trabajo.
Nos
han llevado a una cultura para hacernos sentir cansados y hambrientos
de satisfacción con lo que nos predisponen a gastar grandes sumas de
dinero (de tiempo que pasamos “trabajando”) para obtener
entretenimiento y satisfacción sin que nunca se sacie por lo que
constantemente queremos cosas que no tenemos.
Gastamos
para subir nuestro ánimo, para recompensarnos, para celebrar, para
arreglar problemas, para mejorar nuestro estatus o para no
aburrirnos. Si dejáramos todos de comprar cosas que no necesitamos y
no nos aportan algo trascendente más allá de una alimentación y
sustento básico, la economía se colapsaría de tal modo que jamás
se recuperaría.
De
esta proliferación de un consumismo exacerbado, competitivo y de
rápida absorción y satisfacción (con su íntima y posterior
insatisfacción y/o culpabilidad) surgen todos los males del
capitalismo, como la contaminación, la corrupción, la avaricia, los
problemas sanitarios (obesidad vs hambrunas, problemas psicológicos, patologías autoinmunes, problemas cardíacos y respiratorios, etc.) y la extrema violencia en la que vivimos.
La
cultura del trabajo durante 8 horas es la herramienta perfecta para
mantenernos atados y jugando al monopoly como fichas
insignificantes y a las que mantienen en un estado de permanente
insatisfacción que sólo, y momentáneamente, se arregla comprando
algo nuevo.
Si
además recordamos que la infinita mayoría de los productos
manufacturados que consumimos se extraen y/o elaboran en condiciones
que atentan contra la ética, la responsabilidad ambiental y las
normativas laborales más elementales…
No
sé si habéis oído hablar de la Ley de Parkinson. Viene a decir que
el trabajo a desempeñar se alarga hasta ocupar todo el tiempo
disponible para que se termine. E incluso, en ocasiones más allá.
Pongamos
un ejemplo: Si tienes que hacer una maleta en diez minutos, tu mente
y tu cuerpo funcionan a pleno rendimiento hasta completar la tarea;
sin embargo, si nos damos toda la tarde para hacer la maleta, es muy
probable que alargues la tarea, de manera evidentemente, innecesaria, ocupando toda la tarde.
Comúnmente
hace referencia a la utilización del tiempo. Pero si lo pensáis
detenidamente, también con el dinero funcionamos igual: Realizamos
gastos y previsiones de gasto, en base a los ingresos y las
previsiones de ingresos. Sobretodo es aplicable cuando hablamos de
esos pequeños bienes y servicios que no trascienden nuestra vida, no
son necesarios en la supervivencia. Contra más generamos (o creemos
que vamos a generar) más gastamos. No es que repentinamente
necesitemos comprar más, es simplemente que como podemos hacerlo, lo
hacemos.
Esta
es la paradoja del sistema. De cómo nos encierran; nos machacan; nos
esclavizan sin que nos enteremos. De cómo nos han enganchado a
Matrix, de “nuestra” idiotez. Durante años han trabajado y
estudiado la forma de generar una sociedad perfecta para ellos, para
los poderosos. Y esa es la que tenemos ahora y aquí, con millones de
consumidores leales, pocos satisfechos pero esperanzados por vanas
ilusiones de imágenes que ven por televisión. Perfectos para
trabajar a tiempo completo por unas migajas que nos revierten por
tonterías, sin apenas interés en desarrollarse de forma personal.
Un
plan perfecto que encaja mejor de lo que imaginaban. Un sistema
opresivo, lacerante e indigno sobre el que casi nadie se levanta, muy
pocos discuten, menos aún luchan por cambiarlo.
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