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lunes, 14 de abril de 2025

Trabajos de Mierda

 


"Si alguien hubiera deseado proyectar el régimen laboral más adecuado para conservar el poder del capital financiero, resulta difícil imaginar cómo podría haberlo hecho mejor. Los trabajadores productivos que sobreviven son presionados y explotados de forma implacable, mientras que el resto se divide entre el aterrorizado estrato de los universalmente denigrados desempleados y un estrato social algo mayor formado por los que, en esencia, reciben un sueldo por no hacer nada, en puestos concebidos para inducirles a identificarse con las perspectivas y las sensibilidades de la clase dirigente (gestores, administradores, etc.) —y en especial con sus avatares financieros-, y por otro lado para incentivar, al mismo tiempo, un resentimiento larvado contra todo aquel cuyo trabajo tenga un valor social claro e innegable. Por supuesto, tal sistema nunca fue diseñado de manera consciente y surgió como resultado de cerca de un siglo de prueba y error, pero es la única explicación de por qué, pese a los enormes avances tecnológicos, no tenemos todos jornadas laborales de tres o cuatro horas."

Último párrafo del artículo original de David Graeber que dio pie a este libro. El artículo es brillante (Graeber, David (2018). Trabajos de mierda. Ed. Ariel. Barcelona. página: 11).


David Graeber (1961-2020) fue un antropólogo estadounidense de tendencias anarquistas. Célebre por sus estudios sobre las implicaciones antropológicas y sociales que tienen las relaciones económicas entre individuos y grupos. Su tesis doctoral, centrada en la Historia Social de Madagascar demostró cómo y por qué las diferencias de clase sustentadas en los sistemas coloniales y esclavistas, todavía hoy seguían rigiendo las estructuras políticas, económicas y de poder en la nación isla del índico africano. Desde posiciones antifascistas e izquierdistas estudió los orígenes de los conceptos de dinero, propiedad y deuda, logrando desmentir los tópicos de la ciencia económica actual, así como también demostrar que tal posición hegemónica tiene su base en una autoridad basada en la violencia y la guerra. Además, su labor de profesor siempre estuvo implicada en la integración y el activismo para con sus alumnos y las causas justas, como el genocidio palestino o la Guerra de Irak que le valieron un polémico despido de su plaza como profesor en la Universidad de Yale. También se implicó de manera personal y activa en el movimiento Occupy Wall Street, y al mismo tiempo, desarrollando un manual teórico de la indignación y la rebeldía que tituló Somos el 99%. Una historia, una crisis, un movimiento. Por desgracia, falleció en Venecia en septiembre de 2020, víctima de un accidente de tráfico (algún día, alguien debe de investigar las extrañas muertes en accidentes de tráfico de personas brillantes cuando menos, incómodas al sistema).

En 2013, David Graeber publicaba un artículo en la revista Strike, sobre el fenómeno de los trabajos de mierda. Originalmente titulado On the Phenomenon of Bullshit Jobs, el ensayo adquirió una trascendencia inusitada por su brillantez y por acertar de pleno en el espíritu y las opiniones sobre la propia autorrealización personal (y profesional, y laboral) de millones de personas en todo el mundo, pero en especial, y en primer término en Estados Unidos y Reino Unido. Desde las cunas del liberalismo y el neoliberalismo, el texto fue traducido en 12 idiomas, y su premisa principal se lanzó en una encuesta mundial bajo la plataforma Yougov.

La tesis del ensayo es que una gran mayoría de los trabajos actuales, y especialmente, los generados a partir de los años 80 del siglo XX, no tienen una incidencia positiva en la sociedad. No generan riqueza, ni de manera directa, ni indirecta, en el campo de la economía real. En cambio, solo sirven para generar frustración e insatisfacción, tanto en los trabajadores que los llevan a cabo, como en las personas que tienen algún tipo de relación con estos trabajos. Los cambios y avances tecnológicos, la informatización de las tareas y de la propia economía y especialmente los procesos de terciarización de la actividad productiva, habían generado un altísimo desempleo, y en vez de repartir el trabajo entre todos, con menores jornadas laborales, el sistema “se ha inventadomiles de profesiones y puestos que no sirven más que para tener ocupados y subyugados a todos estos trabajadores. Con lo cual, la mejora tecnológica y científica de la economía productiva no ha servido para que la sociedad y los individuos, en general, ganasen o “comprasen” tiempo libre para dedicarlo a actividades creativas y más satisfactorias a nivel personal. Al contrario, las plusvalías extraídas por la élite de estos avances se han re-invertido en la industria y fundamentalmente en el consumo para seguir manteniendo, o quizás hasta devolviendo, a las masas obreras en esclavos pegados al trabajo. Para ello ha resultado fundamental la creación del sector productivo de la publicidad, el mayor ejemplo de trabajos absurdos, nocivos e innecesarios que una sociedad puede tener. Incluso, Graeber se muestra especialmente crítico con la burocracia añadida a trabajos realmente importantes y trascendentes en los ámbitos de la sanidad o la educación, y que solo sirven para deslegitimarlos como valores de igualdad y riqueza y derechos humanos a conservar. Como resultado de la encuesta de Yougov, hasta un 37% de los consultados en Reino Unido estimaba su trabajo como inútil y que “no contribuía en nada a la sociedad”.

Ante el éxito y revuelo provocado por tan brillante texto, David Graeber pasó a profundizar en su tesis. En primer lugar, recabó más testimonios y documentación de varios lugares de Occidente, para ampliar las propias experiencias que se habían plasmado como respuestas directas a la propia publicación del ensayo en 2013. Su bandeja de correo electrónico se llenó con las vivencias de miles de trabajadores, fundamentalmente estadounidenses y británicos, pero no unicamente, que se sentían frustrados y se identificaban con las situaciones y patologías que Graeber exponía. De este modo, ejercitando con maestría la Historia Social David Graeber construía su libro, recopilaba los testimonios y extraía las consecuencias sociales de tal situación.

Para el autor, la mejora de los medios de producción a través de nuevas técnicas y avances tecnológicos no habían satisfecho la profecía de Keynes sobre “las semanas laborales de 15 horas”, y sin embargo, las masas trabajadoras seguían ancladas en largas jornadas a través de trabajos inútiles, innecesarios o incluso perniciosos. Clasificaba a los distintos tipos de trabajadores sin sentido en lacayos, matones, arregla-todo-s, burócratas o capataces, dependiendo del tipo de actividades que se viesen obligados a desempeñar. Estos tipos de trabajadores aparecían fundamentalmente en la empresa privada, pero también cada vez más en la pública, inmersas en el capitalismo competitivo. Esto genera un “feudalismo empresarial” por el que las empresas procuran mantener una distribución jerárquica basada en la autoridad y el estatus más que en el rendimiento productivo. Básicamente, los empleadores necesitan demostrar su poder a través de tener subordinados, que por regla general se encuentran precarizados.

También califica algunos de los sectores productivos modernos como absolutamente innecesarios o incluso ilógicos dentro del propio sistema capitalista, como la publicidad y el marketing, pero también los “innecesarios” sectores de seguros, abogados, o de dirección y que solo tienen función debido a la cada vez más amplia maraña burocrática que las actividades económicas desreguladas precisan. Esta paradoja permite la creación de miles de puestos de trabajo bien remunerados pero absolutamente improductivos, mientras todavía hoy se mantienen puestos fundamentales en la producción de riqueza mal pagados y con condiciones lamentables. Ejercidos especialmente por mujeres y personas racializadas.

Con Trabajos de mierda, David Graeber ataca el individualismo y el puritanismo anglosajón, así como los convencionalismos aceptados sobre el trabajo como valor virtuoso. Pone en cuestión con éxito la autorrealización individual en torno al trabajo, al que presenta como herramienta de desposesión colectiva de las clases trabajadoras. El capitalismo moderno ha atribuido al trabajo, y especialmente a los trabajadores manuales, es decir, a los que no poseen ni medios de producción, ni medios de intervención en la economía (llanamente los que no tienen capital), un deber cuasi religioso. El trabajo se convierte en necesidad y en obligación, y también, en elemento identificativo dentro de la sociedad. De este modo, desautoriza las ideas de John Locke quien en el siglo XVII presentaba de manera radical el trabajo como “deber y virtud” frente a los convencionalismos que lo despreciaban. Así, hoy en día los trabajos han adquirido un estatus de autorrealización que solo sirven para justificar el modo de vida actual. Sin embargo, lo que en realidad estaban provocando en millones de personas era frustración, desmotivación y problemas de salud, tanto de la psíquica y emocional como en la física, debido al estrés, el cansancio, la competitividad y la agresividad. Con esta crítica argumentada no sólo se discute el valor del trabajo y el capitalismo, sino que además se pone en cuestión la construcción de la sociedad actual, ligada al individualismo, el crecimiento económico como paradigma de éxito y a la autoridad del liberalismo clásico.

Al tiempo, que millones de personas se ven obligadas a desempeñar funciones nada productivas en el conjunto de la sociedad y la economía estandarizada, se les roba tiempo que podían dedicar a actividades más satisfactorias a nivel personal, y más productivas y beneficiosas para el conjunto de la sociedad, tanto en círculos cortos (su propio barrio, pueblo) a rangos de mayor amplitud. Con ello se logra la principal motivación política: la desmovilización social. Las masas trabajadoras ocupadas en estos puestos de trabajo, subyugados por un consumismo exacerbado, se sienten individualizados, compiten entre ellos y tienen cada vez menos tiempo para poner en común sus problemas y poder rebelarse. En suma, una explicación detallada y coherente de los profundos problemas de la sociedad actual.

La misma obra no se queda sólo en el análisis del ecosistema productivo y económico moderno, sino que va más allá y plantea soluciones. Por ello, el trabajo de Graeber ha adquirido tanta trascendencia y es tan de vital consulta y ejemplo. Lo hace además construyendo una filosofía propia y muy sólida, con análisis de causas y efectos, y por qué son más que recomendables hasta necesarias políticas y cambios directos en la sociedad. Por todo ello Trabajos de mierda compone un argumentario básico e incuestionable en materias como la dignidad humana, el sentimiento de pertenencia a la clase trabajadora, la necesidad de buscar nuevos o recuperar viejos mecanismos de asociación colectiva y ciudadana en defensa de la igualdad y la justicia social, o en propuestas como la reducción de las jornadas laborales, los sistemas de Renta básica o universal, o las teorías de Decrecimiento que critican los paradigmas del crecimiento como medida de la riqueza de las sociedades y que contemplan expresamente la eliminación de puestos de trabajo improductivos para la economía real o abiertamente nocivos para la sociedad.

Por todo esto, no se puede más que recomendar la lectura y la revisitación constante a Trabajos de mierda, de David Graeber. Una obra básica para entender este tiempo que nos ha tocado vivir, y un ejemplo fundamental para comprender la necesidad de activación social que necesitamos.

 

 

martes, 2 de mayo de 2023

Cuando la felicidad depende del consumo


 En el parque de bomberos de Livermore, en California, hay una bombilla encendida ininterrumpidamente desde 1901. La bombilla, con su filamento incandescente alumbra el espacio de trabajo del cuerpo de bomberos. Un espacio que ha cambiado y ha sido remodelado, y en el que la función iluminaria de la bombilla ha quedado en segundo plano. Lo trascendente es que desde hace casi 125 años un elemento tecnológico y eléctrico fabricado por la mano del hombre, lleva funcionando sin parar. Sin estropearse, sin que surgiera la necesidad de cambiarlo. Es tal la potencia que nos manda esta bombilla que ya se ha convertido en un fenómeno de Internet, con la emisión continua de su ya legendaria vida útil, y de la cultura popular. La bombilla del parque de bomberos de Livermore, la bombilla más antigua del mundo encendida, ya ha consumido dos webcams y va por la tercera desde que fue puesta su imagen en vivo en la red.

Y sobre esta bombilla se articula el argumento que desarrolla el documental “Comprar, tirar, comprar, que se puede ver hoy todavía en rtve y youtube, y que debe ser de obligado visionado y obligada reflexión para toda persona.

El ejemplo de la bombilla no es casual. Esta película explica cómo la primera bombilla que Thomas Edison puso a la venta, en 1881, duraba 1.500 horas; unos años después, podían funcionar más de 2.500 horas. Fue en 1924 cuando un cartel de empresas fabricantes europeas y estadounidenses decidió pactar en mil horas el máximo de vida útil de sus bombillas. El mismo razonamiento llevó a las empresas del ramo textil a quitar de la circulación las medias a prueba de carreras. El documental, rodado entre Cataluña, Francia, Alemania, Estados Unidos y Ghana, muestra también otra cara de la moneda: los grandes vertederos de residuos que se van acumulando en países como Ghana. En las tierras de los desheredados de la tierra. Allí donde no molestan a quienes provocan esa acumulación ingente de basura. Como si el planeta entendiese de fronteras, como si la Tierra también fuese corrompible. Como si también a ella se le pudieran comprar sus favores para garantizar que la furia de la naturaleza no atravesará los muros cada vez más altos, cada vez con más espinas, de la Vieja Europa.

Es la pescadilla que se muerde la cola y, a la vez, es una gran contradicción. No podemos seguir agotando los recursos del planeta -aunque ya hayamos consumido dos o tres planetas-. Y, sin embargo, para salir de la crisis dicen que hay que aumentar el consumo. La solución sería intentar que los productos duren más, que se reutilicen y se reciclen. Pero lo más importante es reducir nuestras necesidades. Cuando vamos a comprar algo hay que reflexionar si realmente lo necesitamos y que no se quede obsoleto en dos días.

La obsolescencia programada "el deseo del consumidor de tener algo un poco más nuevo un poco antes de lo necesario". Es “el motor secreto de nuestra sociedad de consumo”. De hecho, en plena Gran Depresión, la obsolescencia obligatoria, como una fecha de fin de consumo de un producto manufacturado concreto sería un requisito imprescindible e inevitable, y a la vez, el principal dinamizador de la economía industrial y del desarrollo de la sociedad capitalista. Y aunque no se llegó a promover una idea tan radical, por lo menos de una manera tan transparente a ojos del consumidor, la obsolescencia programada llegó para quedarse al mismo tiempo que la producción en masa y la sociedad de consumo. El principal recurso para alimentar desde el punto de vista psicológico la conveniencia de este sistema es a través del diseño, que prevalece a la ingeniería y a la eficacia de un producto, asociada a la publicidad y el marketing. Es decir, el principal leiv motiv de la economía capitalista no será ya satisfacer necesidades, sino crearlas de manera continua y obsesiva, en aquello que se llamó el “estilo de vida americano”, y que no deja de ser alentar un consumo y un desarrollo industrial pensado para satisfacerlo basado en un consumo ilimitado de los recursos (y sin entrar en las formas en las que se sustraen esos recursos) y en la creación consciente y omnisciente de necesidades a los consumidores. El objetivo es que el consumidor tenga que comprar, y que sus compras, sean frecuentes y repetidas.

Esto alentará a su vez un comportamiento financiero irracional por parte de la masa consumidora y de los gobiernos que lo permitirán, puesto que la base de la economía capitalista será la hiperfinanciarización de la economía. Las familias y los individuos a título particular, llevarán una vida de consumo basado en el crédito, en vivir de prestado, y casi siempre ese crédito y ese consumo vendrá a satisfacer una serie de necesidades que no son imprescindibles para el desarrollo común de la vida.

Este modelo no es sostenible a largo plazo: Un crecimiento ilimitado es incompatible en un mundo de recursos limitados. Y eso en la economía real, porque desde el punto de vista moral, hasta que punto ¿es ético diseñar un producto para que falle?

La publicidad se convierte en fundamental, no con la idea de obligar al consumidor, sino de seducirle, de hacerle ver la necesidad como conveniencia, la mayoría de las veces de estatus o de fijación social, del consumo, de la compra de un producto. Así, desde una libertad percibida como autonomía, el ciudadano se convierte en consumidor, y queda sin “libertad”, entendida como libre albedrío y como capacidad para desentrañar la realidad y la consecuencia de sus actos. Su papel queda reducido al de comprador.

Los Estados, al igual que las empresas -por medio del marketing y la publicidad-, motivan a la sociedad a comprar, desechar y reemplazar sus bienes de consumo a un ritmo cada vez más acelerado. El objetivo es infundir en los consumidores el deseo de poseer los últimos productos, apenas un poco mejores que los anteriores, para que los adquieran mucho antes de que tengan auténtica necesidad de ellos. Es lo que en psicología se conoce como “obsolescencia percibida”.

Curiosamente, la propaganda de la sociedad de consumo actual ha llegado a convencer a las poblaciones de que, llegado el caso, se desechen los objetos que todavía son perfectamente útiles. Es decir, que la gente adopte decisiones alineadas con sus caprichos y deseos -cuyo canon suele estar determinado por la moda imperante-, dejando en un segundo plano el sentido común, que es el que permite utilizar el dinero para satisfacer las verdaderas necesidades. La paradoja es que el deseo conecta a los ciudadanos a una ficción construida sobre lo que no tenemos, impidiéndonos valorar y disfrutar lo que sí está a nuestro alcance.

El desarrollo de tal planteamiento vino mediados los años 20 de los propios carteles de productores de productos eléctricos como las bombillas. Acabada la Gran Depresión, y la posterior Segunda Guerra Mundial, la idea se convirtió en el principio motivador de la producción industrial en Occidente. En el contexto de la Guerra Fría, y el enfrentamiento entre bloques, la obsolescencia programada era un recurso eficaz para el modelo capitalista, frente al del comunismo, en el que la obsolescencia programada no tenía sentido. El diseño y el marketing funcionaban para seducir continuamente al consumidor. En el Estados Unidos en la posguerra (y por extensión en el bloque que lidera) se adopto un lema "Crear el consumidor insatisfecho" que periódicamente viera como natural, incluso como algo de éxito, o un deber social inconsciente, el adquirir nuevos productos con imagen de modernidad y que dejara atrás sus "viejos y atrasados" productos que habían pasado de moda o estaban, o creían, obsoletos. Por lo tanto, la obsolescencia programada esta en la raíz del crecimiento económico continuo y exponencial vivido en occidente desde los años 50. Acabado el enfrentamiento ideológico y cultural entre bloques, la obsolescencia programada es el motor secreto de nuestra economía y sociedad de consumo.

La ética no importa. Que la brutalísima cantidad de recursos perecederos que tal modelo de consumo origina acabe en el Tercer Mundo con las consecuencias terribles para el medio ambiente y la salud de las personas de aquellos países, no importa. Es que ni siquiera se conoce o es tenido en cuenta. Deshacerse de los recursos “quemados” sigue entrando en el coste económico de la producción y consumo de productos, pero este modelo permite un abaratamiento excesivo del proceso final de la vida de los productos. Y de esta fase también sacan réditos y beneficios empresas y gobiernos.

La ética de empresas y gobiernos es inexistente, y es nuestro deber como sociedades civiles empoderadas denunciar este grave comportamiento, absolutamente contraria a las leyes de la naturaleza y de la propia moral ciudadana. Tenemos con nuestro comportamiento, ya no sólo el deber, sino debido a la emergente crisis climática y natural que hemos creado bajo este paradigma, la necesidad de cambiar radicalmente este modelo productivo y con él, la economía y los fundamentos financieros e ideológicos que la permiten y justifican. Es vital parar y ejercitar una economía respetuosa con el medio ambiente y con el propio carácter social y solidario de las personas y las sociedades. Así, y tal y como muestra hacia el final el documental, el decrecimiento es el camino. Te

La realidad y lo más doloroso en sí, es que el filme no nos desvela una gran verdad oculta, pero sí que aporta pruebas, explica motivos y ofrece el contexto y las consecuencias de ese modo de obrar empresarial que se ha convertido en el motor del sistema capitalista, y que al mismo tiempo ha puesto en el disparadero las formas de vida de total la población mundial y en especial de las comunidades más degradadas y perjudicadas por el conjunto de la historia: Desde el colonialismo, hasta el nuevo imperialismo empresarial que se ejercita bajo el paradigma de la globalización.


jueves, 27 de mayo de 2021

En oposición al consumismo


Hace unas semanas volví a Salamanca por asuntos personales y entre ellos estuvo remodelar el armario y prepararlo para el verano. A parte de las pertinentes sustituciones de prendas ya en franco deterioro, necesitaba un par de pantalones cortos y primero por precio, segundo por querencia a la patria chica y tercero por convencimiento en que el comercio local está la solución, los compré en Almacenes Galán. Una tienda clásica, de las de toda la vida, con personal que lleva décadas atendiendo y vistiendo a Salamanca entera. Que nos conocen desde que éramos bebes y que ahora te ven, mandan recuerdos a tu madre y saben tu talla con tan sólo mirarte.

Me compré dos pantalones vaqueros (luego hago una pequeña disertación sobre esta prenda) y ropa interior. Buena calidad, buen precio, garantías al consumidor, cooperar con el desarrollo local y mantener una de esas empresas de la tierra más identificativas, tan patrimonial de todos los salmantinos, o quizás más, que el astronauta de la Catedral o la rana de la fachada de la Universidad.

Aquí recupero unas palabras de Guillermo Viglione: “A granel

"El hipermercado cerró los ultramarinos y mató las conversaciones de barrio. El autoservicio dejó las compras sin balanza y sin palabras. Prohibido bromear con la cajera que se forma cola. Hay cajas rápidas para los que llevan pocos productos y ya hay cajas en las que te cobras tú mismo. Las lechugas vienen en bolsa y deshojadas. Las manzanas maduran en bandejas de plástico rígido.

Éste es un mundo empaquetado, enlatado, etiquetado, clasificado, embotellado, precintado, embolsado, plastificado, deshuesado, desgrasado, pelado, precocinado y loncheado. Un mundo no retornable de PVC, Pet, Tetrabrik, aluminio, poliestireno expandido y mil tipos de plástico. Una vida insostenible, marcada, como nuestros productos, con fecha de caducidad.

El progreso es aséptico. Escrupuloso. Exacto y desapasionado. Yo prefiero vivir a granel. Comprar al corte. Que vuelvan las hueveras y el vermut de barril. Los mercados y los mercadillos. Conocer a quien regó los tomates. Rellenar sifones y devolver los cascos. Comprar lento, charlar y perder el tiempo.

No quiero una vida envasada al vacío. Aspiro a ser parte de un mundo imperfecto e inexacto. Amar a granel. No dosificar los besos.

Derrochar abrazos. Reír a puñados. Hacer manojos de caricias y gastarlos sin recato. No dar las gracias ni pedir perdón con cuentagotas. No poner etiquetas. Gastar la amistad a raudales. Soñar sin rigor y sin medida.

Comerme la vida a bocados y atragantarme de ella."



Nos han dejado un modelo económico en el que las clases populares su primer, y casi único, mercado de compra de productos son "los chinos" o en tiendas franquiciadas donde la procedencia de los productos es el extremo oriente, con lo que eso conlleva de gastos para el medio ambiente. Probablemente, lo que acabe en una tienda y otra se fabrique en la misma línea de producción y viaje en el mismo contenedor cruzando medio mundo. En la tienda el empleo es escasísimo y se limita a unas chicas muy monas ellas, seguramente en su primer empleo, y su primera, que no última experiencia laboral en la precariedad.

Las franquicias, los súper, los hiper y las cadenas de comida rápida (ahora ya con sus cocinas fantasma creciendo como hongos al calor de la pandemia) despojan el centro urbano de todo aquello propio y característico en las relaciones entre personas, limitándolo de forma exclusiva a una transacción económica, entre la tarjeta de crédito y el lector TPV. Ahora somos más “afortunados aún” y está desposesion la puedes alimentar desde tu sofá gracias a esos hijos de puta de Amaz...

La impersonalidad de nuestras vidas abruma cada día más, mientras absortos te cruzas por la calle con centenares de personas que ven el mundo a través de una pantallita de 5 pulgadas entre sus manos. Las cabezas bajas ocupando las mentes en cualquier absurdez mientras por encima se deslizan a través de piedras centenarias. De formas, usos y manejos que de la noche a la mañana han quedado relegados, ante, literalmente cualquier cosa del mundo.

Debemos recuperar nuestro tiempo. La necesidad vital de poder aburrinos. Debemos recobrar la capacidad de reflexionar y poder darnos cuenta de que este modelo, este estado de las cosas, es absurdo, insostenible, ilógico, anti-natural y nos está condenando a una vida continuamente fracasada y esclava en la consecución de esos fracasos.

Quizás parezca que estoy divagando tras comprar unos vaqueros y unos calzoncillos pero si algo tengo claro desde hace bastante tiempo es que la nueva fase de la lucha obrera tiene un componente individual que debe irradiar lo social: La crítica viral y el boicot a las compañías que pisotean los derechos laborales, sociales y medio ambientales. Y la denuncia constante del modelo económico globalizado. Y algo que estoy aprendiendo en estas últimas semanas es la necesidad de las desconexiones digitales. Ojo, ya llevo en la práctica varios años, pero de un tiempo a esta parte, reconozco imprescindible para mi, mi vida y mi salud, olvidarme de la pantalla que constante parpadea. Que llama mi atención incansable e inasequible.

Ahora la revolución es más necesaria que nunca aunque sea para defender lo poco que nos queda de dignidad y futuro. Y en un primer paso es desconectarnos y recobrar tiempo para nosotros mismos, sin necesidad de intermediarios, ni de que nos cobren por la línea, por un dispositivo o por un aplicación. Recordad que no hay nada gratis, y que si algo se vende como gratis, es porque efectivamente, tú eres el producto. Y si tú eres el producto, resulta que eres un esclavo.

Por supuesto yo solito me he dado cuenta de que tengo un blog en blogger, pero recordemos también que para romper las cadenas, es preciso primero agitarlas y hacer ruido con ellas. Y probablemente, leas esto a través de un móvil y seguro gracias a una conexión a internet, pero el objetivo es agitarte y hacerte ver que este modelo de vida es inasumible por el planeta, por la especie y por nosotros mismos a título social, y a título individual.

La idea, lo esencial y lo que necesitamos es, repito, desconectar. Ganar tiempo. Aburrirnos. Discurrir desde la ociosidad y aprender. Darnos cuenta de que este camino es el opuesto a los que nos debería tocar y que no podemos colaborar más con él. Que es el momento de romperlo y de declararle guerra abierta.

Te quieren conectado, ocupado, consumiendo. Te odian. Te tienen miedo cuando estas aburrido, ensimismado, discurriendo. No pueden soportar que salgas de su rueda y sus hábitos programados de consumo masivo, porque entonces ya no eres predecible. El algoritmo ya desconoce tu próximo paso y no puede ofrecerte el siguiente anuncio. El flujo de big data pierde eficacia cuando no interactuás. Si recobramos nuestro tiempo, fundamentalmente para perderlo, ganaremos en cambio libertad y bastante más pronto de lo que parece, dignidad y progreso. Por eso mismo, ahora más que nunca, acaba de leer este artículo y apaga el dispositivo. Piensa, reflexiona y descubre.



Breve reflexión sobre los pantalones vaqueros

Ahora se vuelven a llevar los pantalones rotos. Pero no en el sentido de que cojas unos usados, que tienes desde hace años (es que hoy en día la ropa apenas consigue durar el año o “temporada”) y con un poco de papel de lija o un cuchillo, los rasgues y pules. Ahora la moda es comprarlos ya rotos y desgastados. Estamos tan desclasados que ni siquiera nos podemos permitir “el lujo” de que los vaqueros se nos desgasten por el uso cotidiano. Estamos “tan ocupados en absolutamente nada” que no tenemos tiempo ni en romperlos nosotros mismos.

Insisto. Ahora hay que comprarlos ya rotos. Y no con una raja en cada pernera o el dobladillo descosido. No. Ahora lo más trending, cool y fashion es que múltiples rajas adornen las prendas; que los boquetes en la tela sean gigantes, francamente obscenos y de mal gusto. Más propios de un desarrapado, un mendigo que de un trabajador, en principio, con acceso a prendas, en buen estado. Como si quisieran uniformarnos a todos en la precaridad, marginalidad e indignidad.

Algunos ignoran el origen de esta prenda. Como antes de ser popularizada por Hollywood (Rebelde sin causa de James Dean como paradigma) y que luego rotos, Beckham los convirtiera en artículos de lujo, antes fue el uniforme de los trabajadores de los ranchos del medio oeste. Más atrás el tergal era la protección de los mineros y la ropa de trabajo de los obreros de la construcción. Era una prenda de trabajo y tenía que ser duradera. Y si, se rompían, estropeaban y decoloraban pero porque sufrían un deterioro continuado y un desgaste abrasivo por su uso en el tajo.

A finales de los 60 los jóvenes comenzaron a apropiarse de los viejos pantalones y camisas de trabajo de sus padres y a llevárselos de fiesta. A los conciertos y sus viajes y salidas. Eran prendas útiles, baratas a más no poder y encima quedaban bien. Y constituían una expresión de identidad de clase obrera en occidente, quizás la última, porque ya que los padres “no pudieron” traspasar su empleo a sus hijos, por lo menos estos se quedaron con sus pantalones.

Lo que ha venido después ya lo sabemos. Un negocio mil millonario, quizás la prenda más extendida del mundo y sus adornos, formas y estilos, apareciendo y desapareciendo cíclicamente a causa de las modas.

A mi me parece perfecto que paguéis una pasta por unos pantalones vaqueros rotos. Es una forma perfecta para identificar a un imbécil y poder apartarse así de su estupidez.



martes, 12 de enero de 2021

Nieva individualismo

El Tajo y el puente de San Martín nevados a su paso por Toledo


Da igual una pandemia o una nevada. Qué te lo pida un ministro, un funcionario, un influencer o la madre que te parió. Ni siquiera el sentido común es capaz de imponerse en la diatriba moral y el comportamiento acaba siendo temerario, egoísta y homicida.

Llevamos un año malviviendo junto a un virus que ha puesto en jaque a la sociedad moderna y al sistema que en principio “nos hemos dado” como marco para las relaciones sociales: la democracia liberal dentro de un capitalismo neoliberal globalizado. Hacerlo, ir pasando cada semana y cada etapa se ha hecho muy difícil no sólo por la incidencia de la enfermedad, sino sobretodo porque la rueda capitalista no ha dejado de girar.

Nos enfrentamos a una enfermedad mortífera, la primera pandemia de alcance mundial de la historia, con las armas que poseemos como sociedad muy deterioradas. Años de un capitalismo atroz y especulativo ha dejado en los huesos los sistemas de protección social, de bienestar y de salud. Particularmente en España, se le añade un deterioro colosal a la ciencia y la investigación.

Y junto a ello, pegadito a las curvas de contagios, ingresados y fallecidos tenemos el comportamiento de una buena parte de la sociedad a quien “su” libertad y sus privilegios no debían trastocárselos una enfermedad y la salud general de la población.

Estoy harto. Estoy hasta los huevos de ver comportamientos incívicos, insolidarios, egoístas y homicidas. Privilegios. Trasnochadas reclamaciones de derechos a la fiesta y la jarana. A las cañas, las copas y a reuniones sociales de dudoso gusto, pero sobretodo, intrínsicamente bochornosas y arriesgadas.

El ser humano ha perdido su carácter gregario, como parte íntegra y reconocible de un colectivo. Ante el exabrupto de una individualidad mal entendida se ha dejado atrás la fraternidad y la solidaridad con las partes más débiles del conjunto que conformamos como sociedad. Abandonamos la responsabilidad en una vertiginosa espiral de celebraciones en las que no recapacitamos que mañana, seremos nosotros los que necesitaremos el refuerzo del grupo y su fuerza como garante del progreso de la sociedad.
Había que salvar la economía, el verano, la navidad antes que vencer al coronavirus.

No es nuevo. No es de ahora. Llevamos años viendo estos comportamientos. Cuando en el trabajo te ves sólo defiendo los derechos de todos los compañeros. Cuando eres el único que se ofrece a ayudar a personas desfavorecidas. Cuando organizas o acudes a una manifestación que plantea la defensa de lo de todos ante las agresiones del capital y estas sólo o en minoría ante una multitud impasible. Es la realidad del mundo individualizado, atomizado hasta la nausea, hasta que perdemos la concepción colectiva. Una nevada lo ha vuelto a demostrar.

Filomena, nombre con el que las autoridades bautizaron a la borrasca como viene siendo habitual para agilizar los trámites ante las aseguradoras, ha caído con toda la fiereza del clima dejando estampas bucólicas impresionantes y severos contratiempos en el día a día de la gente. Y también, más demostraciones de la tendencia a anteponer el libertinaje a la vida de los demás.

Las imágenes de multitudes reuniéndose a bailar en la Puerta del Sol, subiendo a la Sierra de Madrid a ver la nieve, o lanzándose a las calles cuando el frío extremo lo ha convertido todo en pistas de patinaje indignan y cabrean. Porque mientras todo eso pasa (y mucha gente nos hemos quedado en casa exponiéndonos aún menos) los trabajadores han tenido que luchar. Las y los sanitarios han empalmado turnos y vivido odiseas para relevar a sus compañeros. Mucha gente sigue esperando una prueba diagnóstica o una cirugía y el advenimiento de la tercera ola puede volver irremediable lo que ya es trágico. Pero salgamos todos a disfrutar de la nieve y quizás nos rompamos una pierna en una caída y nos tengan que llevar al hospital de urgencia y ayudemos a atascar más lo ya colapsado.

Es cierto que la nevada ha sido histórica y con unas consecuencias en cuanto a la movilidad y el bienestar de las personas, notables. También, puede llegar a ser medio comprensible, que ante un año tan duro, una nevada por su novedad pueda constituir un motivo de alegría. Pero parece ya quimérico que como sociedad empaticemos, recobremos dignidad y espíritu colectivo para ayudar a los que peor lo están pasando. No soy como veis, optimista.

Por supuesto, faltaría más, miles de personas se han portado como es debido y han arrimado el hombro a ayudar al prójimo. El grueso de la población sigue entendiendo que pese a todo estamos en una situación excepcional y que o somos responsables y no ponemos más zancadillas con nuestras actitudes o seremos responsables en enfangar todo aún más.

En todo esto, como parece imposible evitar en este país, aparece Madrid. La nevada también ha sido por novedosa y por volumen, histórica en la capital y tal como está regida era evidente que iba a ser motivo de disputa. Paradójicamente la nieve y el frío han subido aún más la temperatura mediática y política del país. En vez de mostrar unidad, de la de verdad, para beneficio colectivo, nuestra derecha coge la pala para hacer propaganda y enterrar al rival.

La gestión del PP en Madrid sigue su diatriba criminal, hipócrita e incompetente y mientras mandan los escasos medios que van dejando a lo largo de los años para despejar el distrito centro, en los barrios lanzan soflamas apelando al voluntariado de las clases trabajadoras, meses después de que en los presupuestos eliminaran todas las partidas que tenían que ver con el asociacionismo en los barrios.

Como digo la nevada ha sido histórica en Madrid. Pero no es menos cierto que no sólo ha nevado en Madrid. También ha nevado en amplias zonas del país que componen eso que llamamos España vaciada. Y allí las consecuencias son por un lado distintas a las que sufren en la región de la capital. Porque en los pueblos saben cómo prepararse ante estos eventos que estaban anunciados con hasta 8 días de antelación.

Pero también son peores porque de entrada y en buena parte, por esa atención desmesurada de los medios de comunicación y por ese vórtice económico que todo lo absorbe, Madrid podrá solventar mal que bien las penurias de Filomena. Muchos de esos recursos vienen sustraídos a las zonas periféricas que son considerados ciudadanos de segunda. Y que ahora tendrán que ponerse a la cola detrás de Madrid para que les caiga una mísera ayuda por zona catastrófica.

Terminado 2020 parecía que todo había sido un mal sueño y que 2021 iba a ser la monda. Esa ilusión, también alimentada por los medios de comunicación en su sempiterna llamada al consumismo, se ha desvanecido con los primeros copos en menos de diez días de año nuevo.

sábado, 20 de junio de 2020

Fin del Estado de Alarma y confinamiento. La nueva normalidad



Mañana domingo, 21 de junio, termina el Estado de Alarma impuesto por el Gobierno de la nación desde el pasado 14 de marzo ante el avance de la pandemia del coronavirus.
Durante todo este tiempo de confinamiento un mantra se ha ido deslizando como una serpiente tratando de restituirnos el optimismo, de salvarnos de la depresión. La neolengua ha hecho horas extra durante el confinamiento. Primero con un lenguaje bélico frente al enemigo invisible. Después con el chute de buenismo y que maravillosos todos. Y después para hablarnos de una nueva normalidad que apesta a indignidad.

Ahora se lanzan campañas, primero en teoría “anónimas” y populares, después ya a través de los anuncios en medios de comunicación de esas empresas “que siempre han estado contigo”. La idea era directa, clara y sencilla: De está vamos a salir siendo más y mejores personas.
Qué cara más grande. Qué farsa. Qué mentira. De esta, como de aquella o de la otra, salen siendo buenas personas los que ya lo eran. Y probablemente menos porque algunos o algunas que se movían con la bondad y la fraternidad, ante la situación de zozobra, de peligro y de empeoramiento directo de las condiciones de vida se hayan hecho más egoístas y violentas.
El que era un hijo de puta antes de la COVID-19 lo va a ser después. Y ya veníamos con una letanía de gilipollas y miserables bastante amplía antes de encerrarnos en casa y escondernos tras las mascarillas. Un infantilismo instalado en la sociedad que además en España se vuelve dantesco ante esa actitud tan nuestra de ver cualquier norma que nos pongan, como un listón que saltar y no como una medida a respetar. Pocos ejemplos, los menos, hay de personas y grupos que se han auto organizado y procurado una vida mejor para todos. Al contrario hemos perdido a muchas personas algunas insustituibles, en eso mismo.
La sociedad se iba al sumidero aumentando velocidad e inercia hacia un precipicio de distópicas consecuencias. Individualismo, egoísmo, exhibicionismo, zafiedad, falta de empatía, de solidaridad, de fraternidad...
El tema de los aplausos a las 8 de la tarde me sirve para ahondar en esta idea. Por lo que he visto donde vivo -y lo hago en un barrio donde viven muchos médicos y personal sanitario- y lo que me han contado mis familiares y amigos de sus lugares de residencia, la quedada de aplausos desde los balcones sirvió de homenaje al personal sanitario el primer día. A partir de ahí, se convirtió en un exhibicionismo del ombligo propio. No culpo a nadie de ello. Casi hasta me parece natural por la situación pasada. Atronar con música y hacer performance de disfraces y looks poco tienen que ver con dar sentido homenaje a quiénes nos han cuidado. A la clase trabajadora Pero vamos, que no me lo vengan a vender como una cosa cuando es evidente que se trata de otra bien distinta. Sólo hay que ver como han vuelto a los centros de salud a tratar a los trabajadores del sistema sanitario.
En mi calle, por la ventana, antes y ahora cuando veo cantidades de repartidores ir de un lado para otro cargando bultos y llevando las cenas a las casas. Estábamos en casa pero no hemos dejado de consumir. Y quiénes han traído esos bienes y servicios hasta las puertas de los hogares son una clase trabajadora, nueva, precaria, dolorosamente débil y vulnerable. Se ha gastado dinero que al final no repercutía en esos trabajadores, sino que las plusvalías se evaporaban en la nube de internet hasta verter cantidades en paraísos fiscales. Esa ha sido la normalidad durante el confinamiento, acelerando la normalidad impuesta por el austercidio antes.
La normalidad era la crisis. Era la estafa económica. El neoliberalismo como sistema de opresión y nuevo feudalismo. El capitalismo de amiguetes que socializó las pérdidas de unos pocos especuladores y corruptos denigrando la forma de vida y las expectativas de futuro de toda la población. Desde 2008 la respuesta al colapso financiero y especulativo que en el mundo real provocó mucho dolor, despidos, desahucios y deudas, han sido recortes de gasto público, de trabajadores públicos, limitación de nuestros derechos. Privatizaciones. Cierre de hospitales y despido de sus trabajadores. Falta de material y colapso ya antes de la pandemia. Una brutal austeridad para pagar las deudas de los especuladores y corruptos que ha desnudado nuestros sistemas públicos de salud, educación y servicios sociales, dejándolos esqueléticos y sin capacidad de respuesta ante una situación como la sufrida estos meses.
Las mega transnacionales, las patronales y los privilegiados se ven con un poder inusitado en la historia de la humanidad. Se pueden permitir el lujo de decir abiertamente que no se paré la economía, que se pueden morir los viejos, pero que no podemos dejar de ganar dinero. Un nuevo colonialismo el que ha impuesto la recesión tras la estafa económica de 2008. Ahora no hace falta circundar el globo o navegar océanos; simplemente se trata de oprimir a las clases populares y trabajadoras, incluso las del mismo país, que se encuentran timoratas, sin sentido de pertenencia, ni fuerza por la que rebelarse y luchar. Se garantiza, por ley y por opresión, los intereses minoritarios de grupos económicos y financieros por encima del bien común.
La crisis del coronavirus y la situación de cambio climático que padecemos debían habernos puesto en alerta -ya duele que no lo hayamos hecho antes-, para cambiar un sistema que nos condena a la extinción. Porque la llegada del COVID-19 al organismo del ser humano tiene su causa en el calentamiento global, y en como, cada vez más, especies animales salvajes se acercan e interactúan en los entornos humanos.
Pero lejos de eso “hemos” acelerado en un modelo impersonal en el que las baratijas inservibles, llegan con un gasto abusivo en combustibles fósiles y en opresión a otros de nuestros congéneres. En vez de ir a tratar de salir de esa rueda de consumismo global que ha globalizado la opresión, nos hundimos más en ella. Ahora es el momento de volver a la economía circular de proximidad. A los tenderos de cercanía. A reflexionar antes de comprar, sobre la necesidad en si misma y sobre el producto y servicio que vamos a adquirir. Sus condiciones de fabricación, transporte e impacto medio ambiental. Si como sociedad obráramos ese cambio entonces si podíamos pensar que salíamos del coronavirus (de su primera oleada) siendo mejores.
Por eso ahora que se habla de la nueva normalidad es necesario recordar que la normalidad era el colapso medioambiental del planeta. Las catástrofes naturales (incendios, riadas, sequías). Las guerras por los recursos y por el privilegio a seguir alimentando el hiper consumismo de occidente. La opresión a millones de personas. A millones de mujeres. La enorme desigualdad entre personas, clases sociales y territorios. La precariedad instalada en nuestras vidas en favor de un capitalismo, del dinero, en contra de garantizar un sistema que nos protegiera. Que garantizará nuestras vidas su seguridad, por encima de cualquier ganancia económica.
Y sin embargo sólo hay que ver las prioridades que durante la pandemia tenemos como individuos, como sociedad y también como gobierno.
En plena pandemia no se han adoptado planes para subir los sueldos y mejorar las condiciones del personal sanitario y científico de éste país. Al contrario, se ha aprobado una mil millonaria subida de salario para la policía y la Guardia Civil. Ambos cuerpos de in-seguridad del estado, más allá del loable y bienintencionado trabajo de algunos de sus agentes mantiene instalado un gen fascista y franquista que enfanga sus actuaciones, que encima, muchas de ellas quedan trufadas de errores e intenciones políticas claras. Algo que no debería permitirse jamás un cuerpo policial en democracia. Pero supongo que premiar a unos e ignorar a otros es una cuestión de prioridades.
Todo ha sido parte de una enorme trifulca política. Ruido, bulos y algaradas de la ultra derecha reaccionaria que siempre estará más preocupada de garantizar sus privilegios (en este caso ir al bar o a jugar al golf) por encima de los derechos de todos los demás (que somos tan españoles o más que ellos, porque por mucha bandera con la que se envuelvan, el patriotismo empieza y acaba en la declaración de impuestos de cada uno).
Somos un país que es el jodido bar de Europa. Ya están abiertas las fronteras exteriores con la UE para que lleguen los turistas. Se ha protocolizado la convivencia en bares y terrazas -y muchos de los compatriotas alegremente se han sumado a la euforia-, mientras no sabemos como volverá la rutina en ese igualador social que es la escuela pública. En vez de dotar al país de estructuras que garanticen bien común, nos han convertido en Las Vegas para los del norte de Europa. Y mientras los millones de emigrados no podemos tan siquiera ir a abrazar a nuestros padres.
Se habla mucho de la nueva normalidad, pero se hace desde parámetros grotescamente conservadores e irreales. La nueva normalidad son medidas y directrices para que nada cambie. Para que se garantice la misma transmisión hacia arriba del dinero y el poder y hacia abajo de la opresión y la precariedad. La nueva normalidad es profundizar en las brechas sociales, ya sean de género, de clase o de raza. La nueva normalidad es que nada cambie. Si, tendrás que llevar mascarilla y los bares tendrán que estar menos atestados de gente, pero en esencia no cambia nada de las causas que nos han traído a esta situación. No quieren que pensemos. Es más, tenernos en casa, atemorizados por una pandemia, es ideal. Controlados por la televisión y por internet y con el miedo mediatizando todas nuestras acciones, somos la carne de cañón, precisa, perfecta y preciosa para poder apretarnos las cadenas. Ni siquiera está en el debate la preparación de la sociedad para un rebrote de la COVID-19 o para la llegada de otra pandemia. O de un suceso catastrófico que hiciera peligrar vidas humanas contadas por miles.
La nueva normalidad es una patada hacia adelante del sistema sin replantearnos no ya sólo su idoneidad, sino si quiera unos mínimos retoques para garantizar la democracia, la salud y el futuro de las personas. Seguir manteniendo una vida de mierda para millones de personas, sólo para garantizar distintos grados de bienestar e hipocresía..
La nueva normalidad es la vieja normalidad de capitalismo y barbarie por encima del bien común.

Hace nueve años las calles y plazas de éste país se llenaron de gente indignada que clamaba por una democracia, una economía y una sociedad más justas y en las que nadie, a pesar de su condición, quedará atrás. Millones de personas en España y en todo el mundo que veían como tras la crisis, perdón estafa, económica de 2008, la factura de tanta especulación, inmoralidad y corrupción la pagaban con sus vidas. Con precariedad e inseguridad en el trabajo. Con servicios sociales privatizados, denigrados y recortados. Con derechos usurpados. Con más autoritarismo. Con un liberalismo económico que convertían en cautiva la libertad, la igualdad y la fraternidad. Éramos y somos los que no teníamos casa, los que no podíamos pagarla, no teníamos trabajo y nuestro futuro y perspectivas de vida se iban al carajo. Era el 15M y allí hablábamos entre otras cosas de que no se podía recortar en la salud pública y en la educación pública. Que se apostará por ciencia y por medidas que revirtieran el cambio climático. Que no hay democracia si no hay justicia social. Que no hay democracia si hay corrupción e impunidad de los corruptos. No nos escucharon y una vez más, se demuestra que teníamos razón. Qué tenemos razón.

Nada de eso ha cambiado. Hemos avanzado muy poco o casi nada en justicia social. Y la COVID-19 va a apretar más las clavijas a los desfavorecidos. Y nos quieren cautivos y aislados en nuestras casas, despistados y dispersos. Con miedo e individualizados.

Hasta que no pueda darle un beso a mi madre que no lo llamen normalidad.

Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal

Ahora que ya está aquí el veranito con su calor plomizo, pegajoso y hasta criminal, se llenan las terracitas para tomar unas...