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jueves, 27 de mayo de 2021

En oposición al consumismo


Hace unas semanas volví a Salamanca por asuntos personales y entre ellos estuvo remodelar el armario y prepararlo para el verano. A parte de las pertinentes sustituciones de prendas ya en franco deterioro, necesitaba un par de pantalones cortos y primero por precio, segundo por querencia a la patria chica y tercero por convencimiento en que el comercio local está la solución, los compré en Almacenes Galán. Una tienda clásica, de las de toda la vida, con personal que lleva décadas atendiendo y vistiendo a Salamanca entera. Que nos conocen desde que éramos bebes y que ahora te ven, mandan recuerdos a tu madre y saben tu talla con tan sólo mirarte.

Me compré dos pantalones vaqueros (luego hago una pequeña disertación sobre esta prenda) y ropa interior. Buena calidad, buen precio, garantías al consumidor, cooperar con el desarrollo local y mantener una de esas empresas de la tierra más identificativas, tan patrimonial de todos los salmantinos, o quizás más, que el astronauta de la Catedral o la rana de la fachada de la Universidad.

Aquí recupero unas palabras de Guillermo Viglione: “A granel

"El hipermercado cerró los ultramarinos y mató las conversaciones de barrio. El autoservicio dejó las compras sin balanza y sin palabras. Prohibido bromear con la cajera que se forma cola. Hay cajas rápidas para los que llevan pocos productos y ya hay cajas en las que te cobras tú mismo. Las lechugas vienen en bolsa y deshojadas. Las manzanas maduran en bandejas de plástico rígido.

Éste es un mundo empaquetado, enlatado, etiquetado, clasificado, embotellado, precintado, embolsado, plastificado, deshuesado, desgrasado, pelado, precocinado y loncheado. Un mundo no retornable de PVC, Pet, Tetrabrik, aluminio, poliestireno expandido y mil tipos de plástico. Una vida insostenible, marcada, como nuestros productos, con fecha de caducidad.

El progreso es aséptico. Escrupuloso. Exacto y desapasionado. Yo prefiero vivir a granel. Comprar al corte. Que vuelvan las hueveras y el vermut de barril. Los mercados y los mercadillos. Conocer a quien regó los tomates. Rellenar sifones y devolver los cascos. Comprar lento, charlar y perder el tiempo.

No quiero una vida envasada al vacío. Aspiro a ser parte de un mundo imperfecto e inexacto. Amar a granel. No dosificar los besos.

Derrochar abrazos. Reír a puñados. Hacer manojos de caricias y gastarlos sin recato. No dar las gracias ni pedir perdón con cuentagotas. No poner etiquetas. Gastar la amistad a raudales. Soñar sin rigor y sin medida.

Comerme la vida a bocados y atragantarme de ella."



Nos han dejado un modelo económico en el que las clases populares su primer, y casi único, mercado de compra de productos son "los chinos" o en tiendas franquiciadas donde la procedencia de los productos es el extremo oriente, con lo que eso conlleva de gastos para el medio ambiente. Probablemente, lo que acabe en una tienda y otra se fabrique en la misma línea de producción y viaje en el mismo contenedor cruzando medio mundo. En la tienda el empleo es escasísimo y se limita a unas chicas muy monas ellas, seguramente en su primer empleo, y su primera, que no última experiencia laboral en la precariedad.

Las franquicias, los súper, los hiper y las cadenas de comida rápida (ahora ya con sus cocinas fantasma creciendo como hongos al calor de la pandemia) despojan el centro urbano de todo aquello propio y característico en las relaciones entre personas, limitándolo de forma exclusiva a una transacción económica, entre la tarjeta de crédito y el lector TPV. Ahora somos más “afortunados aún” y está desposesion la puedes alimentar desde tu sofá gracias a esos hijos de puta de Amaz...

La impersonalidad de nuestras vidas abruma cada día más, mientras absortos te cruzas por la calle con centenares de personas que ven el mundo a través de una pantallita de 5 pulgadas entre sus manos. Las cabezas bajas ocupando las mentes en cualquier absurdez mientras por encima se deslizan a través de piedras centenarias. De formas, usos y manejos que de la noche a la mañana han quedado relegados, ante, literalmente cualquier cosa del mundo.

Debemos recuperar nuestro tiempo. La necesidad vital de poder aburrinos. Debemos recobrar la capacidad de reflexionar y poder darnos cuenta de que este modelo, este estado de las cosas, es absurdo, insostenible, ilógico, anti-natural y nos está condenando a una vida continuamente fracasada y esclava en la consecución de esos fracasos.

Quizás parezca que estoy divagando tras comprar unos vaqueros y unos calzoncillos pero si algo tengo claro desde hace bastante tiempo es que la nueva fase de la lucha obrera tiene un componente individual que debe irradiar lo social: La crítica viral y el boicot a las compañías que pisotean los derechos laborales, sociales y medio ambientales. Y la denuncia constante del modelo económico globalizado. Y algo que estoy aprendiendo en estas últimas semanas es la necesidad de las desconexiones digitales. Ojo, ya llevo en la práctica varios años, pero de un tiempo a esta parte, reconozco imprescindible para mi, mi vida y mi salud, olvidarme de la pantalla que constante parpadea. Que llama mi atención incansable e inasequible.

Ahora la revolución es más necesaria que nunca aunque sea para defender lo poco que nos queda de dignidad y futuro. Y en un primer paso es desconectarnos y recobrar tiempo para nosotros mismos, sin necesidad de intermediarios, ni de que nos cobren por la línea, por un dispositivo o por un aplicación. Recordad que no hay nada gratis, y que si algo se vende como gratis, es porque efectivamente, tú eres el producto. Y si tú eres el producto, resulta que eres un esclavo.

Por supuesto yo solito me he dado cuenta de que tengo un blog en blogger, pero recordemos también que para romper las cadenas, es preciso primero agitarlas y hacer ruido con ellas. Y probablemente, leas esto a través de un móvil y seguro gracias a una conexión a internet, pero el objetivo es agitarte y hacerte ver que este modelo de vida es inasumible por el planeta, por la especie y por nosotros mismos a título social, y a título individual.

La idea, lo esencial y lo que necesitamos es, repito, desconectar. Ganar tiempo. Aburrirnos. Discurrir desde la ociosidad y aprender. Darnos cuenta de que este camino es el opuesto a los que nos debería tocar y que no podemos colaborar más con él. Que es el momento de romperlo y de declararle guerra abierta.

Te quieren conectado, ocupado, consumiendo. Te odian. Te tienen miedo cuando estas aburrido, ensimismado, discurriendo. No pueden soportar que salgas de su rueda y sus hábitos programados de consumo masivo, porque entonces ya no eres predecible. El algoritmo ya desconoce tu próximo paso y no puede ofrecerte el siguiente anuncio. El flujo de big data pierde eficacia cuando no interactuás. Si recobramos nuestro tiempo, fundamentalmente para perderlo, ganaremos en cambio libertad y bastante más pronto de lo que parece, dignidad y progreso. Por eso mismo, ahora más que nunca, acaba de leer este artículo y apaga el dispositivo. Piensa, reflexiona y descubre.



Breve reflexión sobre los pantalones vaqueros

Ahora se vuelven a llevar los pantalones rotos. Pero no en el sentido de que cojas unos usados, que tienes desde hace años (es que hoy en día la ropa apenas consigue durar el año o “temporada”) y con un poco de papel de lija o un cuchillo, los rasgues y pules. Ahora la moda es comprarlos ya rotos y desgastados. Estamos tan desclasados que ni siquiera nos podemos permitir “el lujo” de que los vaqueros se nos desgasten por el uso cotidiano. Estamos “tan ocupados en absolutamente nada” que no tenemos tiempo ni en romperlos nosotros mismos.

Insisto. Ahora hay que comprarlos ya rotos. Y no con una raja en cada pernera o el dobladillo descosido. No. Ahora lo más trending, cool y fashion es que múltiples rajas adornen las prendas; que los boquetes en la tela sean gigantes, francamente obscenos y de mal gusto. Más propios de un desarrapado, un mendigo que de un trabajador, en principio, con acceso a prendas, en buen estado. Como si quisieran uniformarnos a todos en la precaridad, marginalidad e indignidad.

Algunos ignoran el origen de esta prenda. Como antes de ser popularizada por Hollywood (Rebelde sin causa de James Dean como paradigma) y que luego rotos, Beckham los convirtiera en artículos de lujo, antes fue el uniforme de los trabajadores de los ranchos del medio oeste. Más atrás el tergal era la protección de los mineros y la ropa de trabajo de los obreros de la construcción. Era una prenda de trabajo y tenía que ser duradera. Y si, se rompían, estropeaban y decoloraban pero porque sufrían un deterioro continuado y un desgaste abrasivo por su uso en el tajo.

A finales de los 60 los jóvenes comenzaron a apropiarse de los viejos pantalones y camisas de trabajo de sus padres y a llevárselos de fiesta. A los conciertos y sus viajes y salidas. Eran prendas útiles, baratas a más no poder y encima quedaban bien. Y constituían una expresión de identidad de clase obrera en occidente, quizás la última, porque ya que los padres “no pudieron” traspasar su empleo a sus hijos, por lo menos estos se quedaron con sus pantalones.

Lo que ha venido después ya lo sabemos. Un negocio mil millonario, quizás la prenda más extendida del mundo y sus adornos, formas y estilos, apareciendo y desapareciendo cíclicamente a causa de las modas.

A mi me parece perfecto que paguéis una pasta por unos pantalones vaqueros rotos. Es una forma perfecta para identificar a un imbécil y poder apartarse así de su estupidez.



martes, 13 de marzo de 2012

Santander. Estimulante y relajante


Hacía mucho que no salía de la provincia de Salamanca. Mucho que no veía el mar. Muchísimo que no cogía el "saxito" y hacía un viaje, de mucha carretera, de estepa castellana y noche estrellada por faros de coches... Recordad aquellos días, volver a pensar, todas y cada una de las cosas que me suceden; esa reflexión pausada de pos y contras mientras conduces a 120 km/h como velocidad de crucero. Un modesto viaje que a la vez es grande e intenso; puro conocimiento de uno mismo en la soledad del vehículo, con la música, mi música, como acompañante y estimulante. Sordos dejaríamos juntos con tanto himno, tanta vehemencia.

Y el destino era Santander. La capital cantabra que albergaba desde hacía una semana a mi hermanito en un curso intensivo de inglés en la Universidad Menéndez Pelayo y en el que se alojaba en el albergue junto al Palacio de Magdalena, conjunto histórico, palaciego y residencia veraniega de AlfonsoXIII, y que enclavado en una península da abrigo a la bahía de Santander y a toda la ciudad.

Desde las 7 de la mañana que inicie viaje rumbo Norte atravesando Valladolid y Palencia, para ya en Cantabria, nada más cruzar un incipiente Ebro, mientras, casualidades de la vida, los hijos pródigos La Fuga resonaban en el interior de mi coche, parar en Reinosa, bello pueblo de montaña cantabra, cuya salida daba comienzo a un itinerario espectacular y asombroso de verdes valles, escarpadas cimas y continuidad de pueblos y localidades de puro estilo montañero.

Y así llegar hasta Santander, primero a recoger a mi hermano en el Palacio de Magdalena, para luego llegar al hotel San Glorio, ya en el centro de la ciudad, que nos ha acogido estos dos días, dado de desayunar y hotel que recomiendo vivamente, tanto por su situación, instalaciones, como también por el trato personal, especialmente de el recepcionista que nos dió validez a la reserva y registró, y que no sólo nos dió consejos sobre como aparcar por la zona y que salía más o menos económico sino que se ofreció a dejarnos su plaza una vez acabará su turno. Un crack.

Aunque era evidente que en tan sólo un par de días conocer la ciudad, con toda su oferta (cultural, monumental, gastronómica, paisajística y turística y de descanso) que ofrecía era imposible cada paseo, cada mirada ha confirmado mis prevías sensaciones de tierra bella, acogedora y especial.

Con un centro histórico de edificios limpios, que respiran en torno al puerto y paseo marítimo que limita toda la bahía hasta la península de la Magdalena, donde ya comienzan arenosas y luminosas playas, las calles (y cuestas) se van sucediendo, con detalles que no deben de escapar en cada fachada, ácera y jardín.

Pero sin duda si algo tiene Santander y Cantabria que ofrecer y es ya conocido es su gastronomía. Dejo para la siguiente ocasión una sentada en torno a un buen Rioja y un gran cocido montañés. Pero nuestras rutinas culinarias que han sido seguir la filosfía del tapeo y el ir de pintxos han dado excelentes resultados, desde unos pimientos rellenos hechos al instante de pedirlos, recientes, jugosos y sabrosos, caldos, croquetas caseras, pintxos elaborados con el mar como protagonista y la anchoa como estrella (vestida de quesos) o tabla de quesucos de Liébana, .... todo regado con buenas cervezas y profesional simpatía que hacen muy recomendable estos paseos (siempre con la guía de turno, y en eso mi hermano es un hacha) aunque a priori un vistazo a las pizarras y cartas, pueda parecer algo caro. Pero la manida relación calidad-precio es más que justificable y las sensaciones vividas en un bar de pintxos y una buena conversación no tienen desperdicio. Dentro de los cinco o seis tascas que visitamos, altamente recomendables el Fuentedé (C/ Peña Herbosa; donde degustamos los pimientos rellenos y en un local con mucha solera y apuntado que ha quedado para degustar el cocido montañés...) y también el Rampalay (c/ Daóz y Velarde) con una exquisita, ingente, variada y sugerente barra de pinchos. Ha habido más y todos ellos, tanto bares, restaurantes, como locales de copas, pubs y cervecerías tienen su encanto y no desentonan en absoluto con la ciudad.




Y si había algo que me alimentaba y esperaba era volver a ver al mar, bañarse, o simplemente caminar por la orilla de una playa como la de El Sardinero; cuidada, brillante y magnífica a la que sólo le falto un punto menos de viento y oleaje. Y es que es díficil encontrar algo en este mundo que a la vez pueda resultar tan estimulante y relajante, en el mismo momento y tiempo, como una playa; el crepitar del mar, la salinidad que cubre la respiración, las diferentes sensaciones, texturas que cubren la piel; esa paz interior y exterior que reina cuando fijas la mirada al horizonte, cuando se es consciente de que en ese traje de arena y mar de vivir un momento inigualable. Y cuando todo eso lo vives en un lugar como Santander la sensación se incrementa y dispara; la insignificancia que sientes no importa ante lo imponente del paisaje; playa y bahía rodeada de monte. Paseos marítimos de blancas balaustradas que fronterizan con casas y edificios señoriales, y todo ello abrazando el dorado de playas de marea intensa o escarpados acantilados y que al final se funden en el verde de la tierra y el azul del mar.


Especial mención, por supuesto, a mi hermanito, gran cicerone, acompañante, soldadito marinero y persona vital y tipo genial que es. Y a sus "canarios" amigos, Jenifer y David. Otros dos grandes a los que también se les va a deber una visita y que esperamos también quieran cobrársela con un poco de piedra de Villamayor.

Conocer, en estos dos días, toda la ciudad era tarea complicada (contra más los alrededores y provincia) y dado lo satisfecho que ha quedado uno, lo accesible del destino y lo realmente bueno que queda por conocer, no cabe duda de que volveré y pronto a poner rumbo a Cantabria para pasar unos buenos días de desconexión de la rutina mesetaria salmantina.

Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal

Ahora que ya está aquí el veranito con su calor plomizo, pegajoso y hasta criminal, se llenan las terracitas para tomar unas...