martes, 13 de marzo de 2012

Santander. Estimulante y relajante


Hacía mucho que no salía de la provincia de Salamanca. Mucho que no veía el mar. Muchísimo que no cogía el "saxito" y hacía un viaje, de mucha carretera, de estepa castellana y noche estrellada por faros de coches... Recordad aquellos días, volver a pensar, todas y cada una de las cosas que me suceden; esa reflexión pausada de pos y contras mientras conduces a 120 km/h como velocidad de crucero. Un modesto viaje que a la vez es grande e intenso; puro conocimiento de uno mismo en la soledad del vehículo, con la música, mi música, como acompañante y estimulante. Sordos dejaríamos juntos con tanto himno, tanta vehemencia.

Y el destino era Santander. La capital cantabra que albergaba desde hacía una semana a mi hermanito en un curso intensivo de inglés en la Universidad Menéndez Pelayo y en el que se alojaba en el albergue junto al Palacio de Magdalena, conjunto histórico, palaciego y residencia veraniega de AlfonsoXIII, y que enclavado en una península da abrigo a la bahía de Santander y a toda la ciudad.

Desde las 7 de la mañana que inicie viaje rumbo Norte atravesando Valladolid y Palencia, para ya en Cantabria, nada más cruzar un incipiente Ebro, mientras, casualidades de la vida, los hijos pródigos La Fuga resonaban en el interior de mi coche, parar en Reinosa, bello pueblo de montaña cantabra, cuya salida daba comienzo a un itinerario espectacular y asombroso de verdes valles, escarpadas cimas y continuidad de pueblos y localidades de puro estilo montañero.

Y así llegar hasta Santander, primero a recoger a mi hermano en el Palacio de Magdalena, para luego llegar al hotel San Glorio, ya en el centro de la ciudad, que nos ha acogido estos dos días, dado de desayunar y hotel que recomiendo vivamente, tanto por su situación, instalaciones, como también por el trato personal, especialmente de el recepcionista que nos dió validez a la reserva y registró, y que no sólo nos dió consejos sobre como aparcar por la zona y que salía más o menos económico sino que se ofreció a dejarnos su plaza una vez acabará su turno. Un crack.

Aunque era evidente que en tan sólo un par de días conocer la ciudad, con toda su oferta (cultural, monumental, gastronómica, paisajística y turística y de descanso) que ofrecía era imposible cada paseo, cada mirada ha confirmado mis prevías sensaciones de tierra bella, acogedora y especial.

Con un centro histórico de edificios limpios, que respiran en torno al puerto y paseo marítimo que limita toda la bahía hasta la península de la Magdalena, donde ya comienzan arenosas y luminosas playas, las calles (y cuestas) se van sucediendo, con detalles que no deben de escapar en cada fachada, ácera y jardín.

Pero sin duda si algo tiene Santander y Cantabria que ofrecer y es ya conocido es su gastronomía. Dejo para la siguiente ocasión una sentada en torno a un buen Rioja y un gran cocido montañés. Pero nuestras rutinas culinarias que han sido seguir la filosfía del tapeo y el ir de pintxos han dado excelentes resultados, desde unos pimientos rellenos hechos al instante de pedirlos, recientes, jugosos y sabrosos, caldos, croquetas caseras, pintxos elaborados con el mar como protagonista y la anchoa como estrella (vestida de quesos) o tabla de quesucos de Liébana, .... todo regado con buenas cervezas y profesional simpatía que hacen muy recomendable estos paseos (siempre con la guía de turno, y en eso mi hermano es un hacha) aunque a priori un vistazo a las pizarras y cartas, pueda parecer algo caro. Pero la manida relación calidad-precio es más que justificable y las sensaciones vividas en un bar de pintxos y una buena conversación no tienen desperdicio. Dentro de los cinco o seis tascas que visitamos, altamente recomendables el Fuentedé (C/ Peña Herbosa; donde degustamos los pimientos rellenos y en un local con mucha solera y apuntado que ha quedado para degustar el cocido montañés...) y también el Rampalay (c/ Daóz y Velarde) con una exquisita, ingente, variada y sugerente barra de pinchos. Ha habido más y todos ellos, tanto bares, restaurantes, como locales de copas, pubs y cervecerías tienen su encanto y no desentonan en absoluto con la ciudad.




Y si había algo que me alimentaba y esperaba era volver a ver al mar, bañarse, o simplemente caminar por la orilla de una playa como la de El Sardinero; cuidada, brillante y magnífica a la que sólo le falto un punto menos de viento y oleaje. Y es que es díficil encontrar algo en este mundo que a la vez pueda resultar tan estimulante y relajante, en el mismo momento y tiempo, como una playa; el crepitar del mar, la salinidad que cubre la respiración, las diferentes sensaciones, texturas que cubren la piel; esa paz interior y exterior que reina cuando fijas la mirada al horizonte, cuando se es consciente de que en ese traje de arena y mar de vivir un momento inigualable. Y cuando todo eso lo vives en un lugar como Santander la sensación se incrementa y dispara; la insignificancia que sientes no importa ante lo imponente del paisaje; playa y bahía rodeada de monte. Paseos marítimos de blancas balaustradas que fronterizan con casas y edificios señoriales, y todo ello abrazando el dorado de playas de marea intensa o escarpados acantilados y que al final se funden en el verde de la tierra y el azul del mar.


Especial mención, por supuesto, a mi hermanito, gran cicerone, acompañante, soldadito marinero y persona vital y tipo genial que es. Y a sus "canarios" amigos, Jenifer y David. Otros dos grandes a los que también se les va a deber una visita y que esperamos también quieran cobrársela con un poco de piedra de Villamayor.

Conocer, en estos dos días, toda la ciudad era tarea complicada (contra más los alrededores y provincia) y dado lo satisfecho que ha quedado uno, lo accesible del destino y lo realmente bueno que queda por conocer, no cabe duda de que volveré y pronto a poner rumbo a Cantabria para pasar unos buenos días de desconexión de la rutina mesetaria salmantina.

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