lunes, 16 de julio de 2018

La España vacía: Retrato de una injusticia secular

En las montañas, la llegada de una carretera casi siempre ha servido para facilitar la fuga de los vecinos y no la llegada de los nuevos.


Cayó en mis manos La España vacía, el libro, mitad ensayo, mitad novela de viajes de Sergio del Molino, periodista aragonés, que nos invita a sumergirnos con él en la realidad de ese país dentro de nuestro país, en el que la despoblación, los prejuicios y el más absoluto desconocimiento propiciado por los medios de comunicación, se nos oculta y deforma.
Esa España desconocida, de autovías sin tráfico y carreteras comarcales mal asfaltadas y peor atendidas, existe y se muere según escribo estas líneas y tú las lees. Esa España retratada a conciencia como bárbara, cutre y con condescendencia bucólica, se pierde sin más, sin importarle ni a las mayoritarias poblaciones urbanas, ni tampoco a políticos y partidos, pero también y por qué no decirlo, en ocasiones sin importarle a quienes viven allí.
Es evidente que el triunfo del capitalismo, como modo de organización de la sociedad, se basa en la supremacía de la ciudad por encima del pueblo y del medio natural. Lo es en las relaciones y servicios que reciben habitantes de uno y otro territorio, y con el tiempo se ha demostrado, como “necesario” para el buen funcionamiento del capitalismo ultra liberal, el desmontaje de los usos y modos de vida del mundo rural, donde hoy vemos cientos de miles de hectáreas dedicadas al sector primario abandonadas y sin posibilidades de rentabilidad, mientras nos alimentamos con productos traídos desde miles de kilómetros, simplemente porque ofrecen una rentabilidad inmediata al empresario-explotador y al financiero-especulador.
El mapa que aparece a continuación muestra un fenómeno que no es ajeno a ninguna otra parte del mundo: La concentración de población (y por lo tanto de riqueza) en las zonas urbanas, frente a las zonas rurales.


Pero en España adquiere ya tintes dramáticos donde la mitad de la población se aglutina en un puñado de centros urbanos, donde destacan las áreas metropolitanas de Madrid y Barcelona.
Nuestros desequilibrios demográficos son especialmente graves en más de la mitad del territorio nacional. En 268.083 kilómetros cuadrados de nuestra superficie, el 53% del total, solo vive el 15,8% de la población, y todo indica que este último porcentaje sigue cayendo. En el Real Decreto por el que Rajoy creaba un Comisionado del Gobierno frente al reto demográfico se recordaba que 10 de nuestras 17 comunidades autónomas cuentan con un saldo vegetativo negativo de población.
En un informe de enero de 2017, la FEMP (Federación Española de Municipios y Provincias) llegaba a la conclusión de que más de 4.000 de los municipios españoles -es decir, la mitad del total que tenemos- se encontraban en esa fecha “en riesgo muy alto, alto o moderado de extinción: los 1.286 que subsisten con menos de 100 habitantes, los 2.652 que no llegan a 501 empadronados y una parte significativa de los más de mil municipios con entre 501 y 1.000 habitantes”.
Desde la misma Federación se ha impulsado un estudio con la Universidad de Zaragoza, donde su catedrático Francisco Burillo desarrollaba en sus estudios la llamada Serranía Celtibérica (una amplia región española en torno a las montañas del Sistema Ibérico que va desde las provincias de Valencia y Castellón a las de Burgos y La Rioja, pasando por Cuenca, Teruel, Guadalajara, Zaragoza, Soria y Segovia), el profesor Burillo y sus colaboradores son aún más contundentes. Denominan a la zona como la Laponia del Sur y afirman: “Con una extensión doble de Bélgica, sólo tiene censada una población de 487.417 habitantes y su densidad es de 7,72 hab/km2. Cuenta con el índice de envejecimiento mayor de la Unión Europea y la tasa de natalidad más baja. Este desierto, rodeado de 22 millones de personas, está biológicamente muerto”.
Las diez provincias de la Laponia del Sur son solo una parte de la España vacía. Hay muchas otras provincias con zonas despobladas y en trance de quedar “biológicamente muertas”: Orense, León, Zamora, Salamanca, Ávila, Palencia, Ciudad Real…
El vaciamiento de la mayor parte del territorio español, además de provocar un grave problema de desequilibrio socio-territorial, compromete también las cuentas públicas –encarecimiento de los costes de prestación de servicios públicos y sostenimiento de infraestructuras-, y supone una pérdida de potenciales activos de riqueza por el desaprovechamiento de recursos endógenos”, afirma la FEMP en su informe. Y añade: “Constituye un error considerar que invertir en el re-equilibrio territorial y en la lucha contra la despoblación es un coste. Ha de ser entendido en términos de derechos de la ciudadanía a la igualdad de oportunidades y a su propia “tierra”, y de los territorios a contribuir con sus mejores fortalezas al crecimiento de su comunidad y su país. Es, pues, una inversión en cohesión social y territorial y en fortaleza y sostenibilidad del modelo económico y social”.
Apenas tres meses después de su informe, la FEMP proponía un amplio listado de medidas para resucitar a la España vacía y biológicamente muerta o camino de estarlo. Desde crear una mesa estatal contra la despoblación y una estrategia conjunta de todas las administraciones públicas hasta recuperar la Ley de Desarrollo Sostenible, incorporar de forma explícita a los Presupuestos de cada ejercicio de todas las administraciones públicas una estrategia demográfica, dar incentivos y bonificaciones fiscales a quien invierta en las zonas despobladas, impulsar sellos de calidad territorial para la producción local, gestionar viviendas ahora vacías, establecer por vía legislativa una carta de servicios públicos garantizados para los ciudadanos de dichas zonas o incluso lanzar un plan que reduzca la brecha digital entre la España despoblada y la España urbana.
La lucha contra la despoblación –añaden en la FEMP- no es un fin. Es un medio para hacer el planeta más sostenible. Es parte de las políticas de sostenibilidad medioambiental. Es más sostenible repartir la población que concentrarla”.


Las causas y razones por la que al mayor parte del territorio nacional, languidece y muere nos llevan a remontarnos a otras épocas históricas. Desde los asentamientos para establecer una malla en la Península Ibérica planteados por el Imperio Romano, a las repoblaciones con normandos durante la Reconquista o los intentos durante la -escasa- Ilustración española, o los nuevos pueblos del franquismo.
Sin duda alguna el gran motivo que explica el atraso y con el la retahíla de prejuicios y dificultades que atraviesa el mundo rural español se muestra en la estructura social de nuestros pueblos, comarcas y también provincias.
Desde siglos en la estructura socio-política de estos territorios se hicieron fuertes elementos propios de un caciquismo rural, prácticamente medieval, apoyado en gran medida por la iglesia católica española, que lejos de desmantelarse en un proceso de democratización normal, se rearmaron, solidificaron y afianzaron, convirtiéndose en los famosos barones territoriales de los grandes partidos nacionales.
Estos, por su agresiva avaricia de poder y dinero y para poder sobrevivir políticamente, montaron redes clienterales que convirtieron el reparto de ayudas, tanto estatales como las de la PAC (Política Agraria Común de la UE. Estas ayudas reciben una crítica feroz por parte de sindicatos agrarios porque se aplicaron sobre un reparto de la tierra medieval, donde pocos propietarios de carácter nobiliario recibieron ingentes cantidades de dinero que no invirtieron en explotaciones agrarias) en una fuente de nepotismo y negocios turbios que lejos de paliar las seculares deficiencias en servicios y futuro de los pueblos y del mundo agrario y rural, las profundizaron hasta convertirlas a día de hoy en casi irreversibles.
Bajo este escenario se hace natural y hasta comprensible la marcha de los jóvenes de los pueblos de la España rural, ya no sólo como proceso de emigración campo-ciudad, sino como huida hacía un “mundo” más amable y fácil para llevar a cabo un proyecto de vida.
El otro gran motivos que ha llevado a que durante la historia se hayan hecho tantos intentos por repoblar el país, o mejor dicho, repartir la población en él, como método de cohesión y sostenibilidad económica, social y en último término medioambiental, esta la calidad de los suelos. La España vacía, es a su vez la España del secano, de los cultivos de bajo rendimiento, lo que sumado al reparto de las tierras que sin excepción y de manera histórica ha estado siempre en manos de muy pocos terratenientes, ha matado la posibilidad de desplegar un sector primario que mantuviera a la población fijada en los entornos rurales.
Sólo ahora, en los últimos años y por primera vez en la historia, surgen en España, pequeños propietarios que bien por iniciativa propia apoyada por capital financiero (eminentemente las cajas rurales) o bien desde cooperativas, impulsan productos alimentarios capaces de crear un empleo con la calidad y estabilidad suficiente como para fijar población y que esa población sea joven que quiera realizar ahí su proyecto de vida. Es la manera de atar servicios en los pueblos y las comarcas, y la única forma de que el bienestar y por lo tanto el futuro del mundo rural español no se vaya a pique.
Lamentablemente son unos pocos “salvavidas” en medio del naufragio del campo español, que sigue siendo, y hasta que no haya un cambio conceptual en los urbanitas y sus políticos, el terreno para las tropelías, los basureros y las industrias sucias y sin respaldo social que necesitan las ciudades.
Al calor de la especulación no faltan proyectos, casi todos ellos en el sector de la minería que dejan al mundo rural como subsidiario de las necesidades del mundo urbano y muy especialmente de los intereses de unos pocos burgueses acumuladores de capital.
Es el argumento de Bienvenido, Míster Marshall repetido en bucle. Cientos, tal vez miles de pueblos que reciben entusiasmados a cualquier portador de gallinas de huevos de oro. Los tiempos de la especulación urbanística, a finales de los años 90 y principios de la década de 2000, alentaron una especie de fiebre de hormigón. Cualquier huerta arruinada heredada de los abuelos podía ser fuente de riqueza. Cualquier parcela podía interesar a los constructores de fantasías, aeropuertos y autopistas. En La Mancha hay municipios que han llegado a competir para quedarse con un cementerio nuclear.”
El entrecomillado anterior es un extracto de La España Vacía. La negrita final es de mi propia cosecha, para destacar el acierto del autor al mostrar como muchos de los regidores que tienen y han tenido los pueblos y provincias de la España despoblada, han primado por encima de todo, en primer lugar, el interés personal en hacerse rico -probablemente para huir del pueblo-, y en segundo lugar, ya en éste momento crítico, para tratar de introducir unos pocos euros y unos pocos empleos, para hacer que tales pueblos y territorios no acaben de morirse. Un clavo ardiendo (y radioactivo) que es el perfecto pan para hoy y hambre para mañana, pues como ya hemos visto en muchas ocasiones, adoptar tales proyectos, propuestos por las muy urbanas especulaciones financieras, es legar todo un patrimonio natural y un patrimonio histórico y etnográfico para intereses ajenos al bienestar y el futuro del mundo rural, de la España vacía y de sus habitantes.


Una preciosa calle en el bello pueblo de Rubielos de Mora, en la comarca de Gúdar-Javalambre, en la provincia de Teruel.

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