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viernes, 27 de junio de 2025

La mano invisible de Isaac Rosa: literatura sobre la clase trabajadora


 

Si, es verdad. Si miras las entradas más recientes de este blog vas a ver, que sí, que estoy escribiendo mucho, últimamente, sobre las condiciones de la clase trabajadora. Y este post que estás leyendo también va en esa línea. Para no perderte te enlazó a continuación los últimos textos que se han centrado en la vida y el trabajo de miles de millones de personas en el mundo:

- Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal

- Trabajos de mierda

- Una vuelta utópica a la necesaria reducción de la jornada laboral

- El trabajo doméstico

 

No estamos acostumbrados, o incluso se puede decir que ha existido un interés por “des-acostumbrarnos”, a que desde el arte y la creación, desde la Literatura, el cine o las series, se refleje el mundo laboral más básico. La capa de trabajadores manuales, con o sin formación profesional específica, es decir, con oficio y maestría, y los avatares de su día a día no aparecen en estos productos culturales de consumo masivo. Mucho menos a que se centren en cómo el trabajo afecta a sus vidas. Cómo la profesión elegida o impuesta modifica sus valores, su forma de pensar, su propia identificación y las expectativas de futuro que tienen.

Por esto se me hace muy celebrado el hecho de encontrar una novela que directamente interpela a la clase trabajadora manual, por lo general, precaria y atomizada, y sin obviar, ignorada y silenciada por otras expresiones culturales. Con La mano invisible Isaac Rosa (Sevilla 1974, autor, periodista y columnista habitual de eldiario.es, Público y otros medios) escribe sobre un personaje que hemos conocido siempre aunque ahora podamos sentirnos más o menos cercanos a él: la clase trabajadora.

Con este trabajo de 2011 Rosa conseguía desdeñar el mundo laboral en el entorno urbano de la sociedad capitalista, en un momento en el que se habían hecho ya patentes las desigualdades, abusos y fracasos que las políticas de desregulación económica y social propias del neoliberalismo habían provocado. Al tiempo que se caldeaba y organizaban respuestas emancipadoras, igualitarias y libertarias, La mano invisible podía servir como una guía de como ese pretendido mecanismo automático y espontáneo había legado un mundo deshumanizado, a cambio de hacer avanzar la economía y la sociedad en la senda del crecimiento perpetuo. Cómo se habían creado universos personales llenos de frustración y apatía, al haber hecho el trabajo fin último de la vida humana.

Por lo tanto, la novela presenta una profunda crítica social, además de un análisis acertado de las causas y consecuencias que las políticas económicas de talante neoliberal, con sus burbujas y crisis, habían provocado. Meritorio en esta línea es el trabajo del autor en la investigación y documentación de las propias condiciones laborales de cada trabajador o trabajadora, en los pormenores del oficio y la rutina del puesto, y también de las consecuencias vitales y en el día a día de su existencia, que el trabajo y el capitalismo desregulados han provocado.

Para hacerlo, Isaac Rosa parte de un planteamiento original: el de una nave que contiene un espectáculo teatralizado que presenta a varios trabajadores llevando a cabo sus oficios, ante un “público” que acude a ver cómo trabajan esas personas. Y el experimento, del que se desconocen en todo momento origen y fines del proyecto, se convierte en viral. Los lectores descubrimos con los propios personajes algunas de las condiciones de lo que ocurre detrás del escenario de la nave de un polígono cualquiera de una indefinida ciudad. Los cambios imprevistos y obligatorios en los ritmos de trabajo. Las penalizaciones y la ausencia de recompensas o gratificaciones. En cada página vemos como cada personaje, cada trabajador, es sometido a condiciones laborales precarias y a un mayor grado de explotación. Y vemos con él o ella, cómo el trabajo se convierte en alienante, se deshumaniza y roba dignidad a la persona que lo desarrolla. El hecho de que trabajen desconociendo el objetivo mismo de su trabajo, el valor de su productividad, compone una parte de la crítica al capitalismo, al trabajo especializado y a la globalización y a los valores que apelan al trabajo como fuente de virtud y definición del ser humano.

El propio simbolismo que implica La mano invisible como fuerza que los controla y transforma, les hace sentir impotentes e insignificantes. Incapaces de retomar su propio destino y dignidad, porque han sido despojados del valor de su trabajo, al convertirlos en engranajes intercambiables del sistema de producción capitalista. Isaac Rosa pues nos presenta a trabajadores oprimidos y denigrados, atrapados en un sistema que no pueden cambiar porque apenas lo conocen, y que ha constituido una sociedad contemporánea alienante y centrada en el lucro.

En La mano invisible no hay nombres propios. O mejor dicho hay un nombre propio que sobresale por encima de todos los demás: la clase trabajadora. Hay personajes pero desconocemos sus nombres propios, y el autor los presenta a través de su oficio. Hay así un albañil, un carnicero, una operaria de línea de producción de fábrica, un mecánico, un mozo de carga, una tele-operadora, una costurera, una limpiadora, un camarero, un informático, un guarda de seguridad. Incluso una prostituta que denigrada, invisible y violentada, si, también es clase trabajadora. Aunque no estemos de acuerdo con el abuso al que ellas son sometidas.

El autor nos los presenta de uno en uno en su capítulo propio, dispuestos en orden cronológico, tejiendo de este modo relaciones que se hacen cada vez más complejas entre compañeros, los intereses que unos y otros pueden llegar a tener, así como las actitudes con las que aparecen y desarrollan, desde la rebeldía y el hartazgo del albañil o la tele-operadora, hasta el matonismo y el lameculos del carnicero, o el interés egoísta del informático.

Si bien la lectura de la novela se vuelve por momentos demasiado monótona, y no acaban de desencadenarse las acciones a las que los distintos personajes son, irremediablemente, llevados a tomar, puedo decir que La mano invisible es una lectura entretenida que tiene como principal valor el poner de nuevo a la clase trabajadora, la clase más común de todas, en el proceso de creación cultural. La ironía es el recurso básico del que Isaac Rosa se vale para presentarnos las profundas contradicciones del sistema capitalista y las brechas sociales que genera y mantiene. De este modo y de manera fundamental, la novela ejerce una crítica total al modelo económico-social imperante, impuesto por las élites, gracias a la publicidad, el consumismo, el individualismo y a una educación teledirigida en la consecución de la satisfacción personal a través del trabajo.

Para ello resulta acertada el centrarse, una vez presentados los pormenores de cada oficio, en las sensaciones y sentimientos que esta experiencia profesional, comparada con las anteriores del o la trabajadora, tienen. Y en ver cómo estás van cambiando, al tiempo que se modifican las funciones, cargas. Vemos como las frustraciones, las emociones, los deseos y anhelos se transforman en espirales de constante retorno que nos hablan de la insatisfacción profesional, y fundamentalmente de la personal. De cómo el trabajo no nos ha hecho libres bajo la presión capitalista y competitiva. Sino, al contrario, nos ha subyugado, atomizado y dominado hasta perder nuestra dignidad, tanto individual, como colectiva.

Por todo ello, recomiendo la lectura de La mano invisible Isaac Rosa, así como que sigamos profundizando en obras que nos habla en tan acertadamente de nosotros mismos. Que nos planteen espejos sin deformación que saquen nuestras ojeras, nuestros callos en las manos y los cortes y heridas de la piel, hechos en la cotidianidad de la rutina y el trabajo. Puedes si quieres por continuar en este blog en los enlaces del principio.




lunes, 23 de junio de 2025

Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal



Ahora que ya está aquí el veranito con su calor plomizo, pegajoso y hasta criminal, se llenan las terracitas para tomar unas cervecitas. Llegan los turistas a capazos atestando cualquier espacio significativo de nuestra geografía. Ya sean estaciones y aeropuertos, pueblos o ciudades, playas o montañas la avalancha de visitantes arranca la temporada alta de contratación en el sector de la hostelería, y particularmente, en el de la restauración. Bares, tabernas, cafeterías, restaurantes y hoteles incorporan a más personal para atender una mayor demanda, y justo ahora, que tienen que cuadrar turnos y horarios, siempre salen en los medios de comunicación persuasión de masas, como una noticia recurrente más, a decir “que no encuentran camareros”. Que ya nadie quiere trabajar. Que esto es un grave problema. Nadie se molesta en analizar y contar que las plusvalías, ya excesivas durante el año, se potencian en verano, y que quedan lejos de las y los trabajadores que se emplean en este sector.

Por lo tanto, este es el mejor momento para escribir sobre las condiciones laborales y profesionales en el sector de la hostelería. Y además hacerlo porque se trata de una materia que conozco muy bien, pese a que lleve casi 20 años fuera del sector productivo.

Como ya he contado por aquí alguna que otra vez, en mi casa no sobraba el dinero. Por otra parte, la adolescencia supuso en mi caso la típica bajada de rendimiento académico ("gracias" logse), añadida a una incipiente falta de expectativas vitales, anticipo de lo que mi generación íbamos a vivir prácticamente de ahí en adelante. Además, la rebeldía se acentuaba y también se convertía en una capa de mi personalidad, lo que requería paciencia para tolerarla y buscar soluciones. Y esas soluciones eran las lógicas y coherentes al mundo en el que habían crecido mis padres y que unos años más tarde iban a cambiar radicalmente. Por todo ello, en el primer verano recién cumplidos los 16 años y entrado en la edad legal para trabajar, mis padres tiraron de contactos y me metieron en una cafetería de la Plaza Mayor de Salamanca a trabajar. A currar.

Corría junio de 1999 cuando llegué a Los Escudos sin saber nada, no sólo del negocio hostelero, sino de la más simple y vital existencia. En principio, mis funciones iban a quedar en las de mozo de carga y descarga para sacar del bar la terraza y montarla (mesas, sillas y camarera de servicio); colocar el almacén tras el paso de los repartidores, dejando listas las cajas y bebidas que debían ir reponiendo lo consumido durante el día hasta la carga de las cámaras a la hora de cierre. Una sub-tarea que me hacía gracia era el trabajo como alquimista con un embudo y una botella de gaseosa para transformar el vinacho rosado de la casa de apenas 90 pesetas, en la botella de Cigales y Peñascal de hasta 1600 pesetas. Haría recados como ir a buscar pan y más bollería, llevar los cuchillos a afilar a los soportales, ir a recoger pedidos al Mercado de Abastos, a la ferretería de Morocho o a la licorería de Correhuela. Si no había salidas me tenía que afanar en recoger todos los servicios del turno de desayunos ya servidos y consumidos para tirar a la basura los desperdicios, cargar el lavaplatos y devolver la vajilla limpia de nuevo a su posición de ataque. Todo eso de 7 a 10 de la mañana, y de ahí hasta la 1 del mediodía que acababa mi turno, aprovechar el intervalo entre la hora de los desayunos y la de los aperitivos para que los camareros profesionales me fueran enseñando los pormenores del oficio cara al público: servir un café, servir una mesa, poner una caña, un vino, etc. Y limpiar. Siempre limpiar. Barrer, incluso fregar el estropicio de la mañana en el salón y las mesas, cargar los servilleteros, vaciar las papeleras, etc., etc.

Un contrato de aprendiz (ya desaparecido) bajo la categoría de “ayudante de camarero de barra/mesa” (acabo de buscarlo en la vida laboral online) por media jornada de 7:00 a 13:00, de lunes a sábado por unas, aproximadas y recordadas, 55.000 pesetas que yo veía como un fortunón. Después de un par de semanas de madrugones y autobuses, esfuerzos y sudores, palizas y quemaduras con la cafetera o el lavaplatos industrial, empecé a verlas tan escasas como en realidad eran, pero la novedad de trabajar, junto a su componente identitario de clase, la posibilidad de relacionarse y de aprender, y el hecho de poder gastar (casi) sin mirar, hizo que el oficio me gustará y según adquiría nuevas habilidades comenzaba a verlo, incauto de mi, como un opción posible. Por lo menos para unos años.

Incluso hasta los manuales de la Academia de formación profesional A__m_, que debía estudiar y preparar tanto los test como las prácticas, como parte del contrato de aprendiz, me parecían estimulantes y necesarios. Particularmente me intrigaba el juego que daba la coctelería, aunque mi mayor destreza adquirida fue el montaje de mesas de comedor.

Aquel verano fue el pistoletazo para entrar a trabajar periódicamente, y hasta que completé mi formación académica y profesional como informático (ya hablé de esto), en el sector de la hostelería. Camarero era la profesión y el trabajo, y ya en el siguiente curso (creo recordar que era el segundo de bachiller y durante los dos años de la primera FP que hice) fui en varias ocasiones de extra a los banquetes del Hotel Regio, al que podía ir y volver andando desde mi casa. Acudía a las 10 para montar el comedor, servir mesas durante bodas, comuniones o reuniones empresariales, recogíamos y fin. Cenábamos lo que hubiera sobrado, y 10.000 pesetas por el servicio. Con la llegada del euro nos deflacionó a 50€.

El siguiente verano fue el primero de vuelta a Los Escudos. Repetí la misma modalidad de contrato que podía hacer porque el anterior no había llegado a los 4 meses y porque habían pasado más de 6 desde que finalizó. La novedad vino en que una semana estaría de mañana con el mismo horario que el año anterior y otra de tarde, desde las 15:00 hasta las 21:00. Este año recuerdo que fui aumentando mis prestaciones como camarero. Añadí a mis habilidades la elaboración del café irlandés (lástima que he perdido una fotografía que me hizo “Gabi” el fotógrafo de LaGaceta un día de esos años mientras preparaba 4 a la vez que iban a salir a la terraza). Añadí la preparación de “copas” y empecé a trabajar el tema de los aperitivos que en ese bar fundamentalmente se centraban en el embutido y el queso (por lo que empecé a manejar la cortadora con algún que otro susto), el cuchillo jamonero para ir haciendo mis pinitos como “violinista” de la sal, y el uso de la puntilla para ir deshuesando y cortando las piezas para usar en la cortadora. Empecé a trabajar la plancha, y sobretodo a limpiarla (menudo asco), y por encima de todo comencé mis primeros paseos con la bandeja, poco a poco, añadiendo más volumen y mesas más grandes.

En mis turnos seguía los del “encargado del bar”, un cabronazo con pintas que de buenas deba miedo, pero que cuando estaba de malas ponía firmes hasta los clientes. Y no bromeo. Por supuesto, siempre obraba a favor de empresa hasta que fue despedido, y ni siquiera los ya más que frecuentes impagos al personal o a los proveedores, los saldaba él bajo su autoridad sin que sonase ni las mínima discrepancia. La mejor manera que tuve de conocer como funciona una dictadura o una autocracia fueron estos dos años de experiencia laboral y personal. Y digo dos porque al verano siguiente, en 2001, como ellos estaban contentos con mi labor, a mi me venían bien las demoradas ya 60.000 pesetas y moviéndome en transporte público también me era cómodo, como digo, tras el primer curso de mi primera FP de informática, repetí experiencia en Los Escudos.

Al cuarto año la situación cambió. Yo había acabado esa primera FP y pasado por las prácticas en empresa que resultaron un fiasco mayúsculo. Al segundo día tenía claro que no iban a contratarnos a ninguno de los 4 que fuimos a sacarles tarea ordinaria y extraordinaria sin costarles casi ni un duro, y encima subvencionados. Por lo tanto, cuando me llamaron para reincorporarme en esa tradición veraniega, “el niño” como me llamaban el resto de camareros, ya venía con una intención de trabajar más horas, ganar más dinero e incluso alargar los meses de trabajo dadas las escasas perspectivas de futuro.

Era el 10 de junio de 2002, pleno año de la Capitalidad cultural europea de Salamanca y el calor y el volumen de trabajo en el sector turístico era abrumador como tuve ocasión de comprobar ya el mismo día de re-incorporación.

Ese lunes entré a trabajar a las 8 de la mañana y estuve hasta las 3 de la tarde. Volví a las 19 horas y estuve hasta cierre que se dio más allá de la 1 y media de la mañana cuando me esperaban en la puerta dos alemanas en otra historia paralela que quizás algún día cuente. Cuando comiendo casi a las 4 de la tarde en mi casa, comenté la jugada con el horario esclavo a la que yo había llegado a la conclusión (porque nadie me lo había dicho), mi madre casi se echa a llorar. En total trabajé más de 12 horas, más otra hora y media larga de desplazamientos en bus, y al día siguiente “mi obligación” era entrar de nuevo a las 8 de la mañana y repetir esa semana el mismo turno. Sin posibilidad de día de descanso. Y así las siguientes 6 semanas. Y todo era porque en ese momento en la cafetería de la Plaza Mayor éramos sólo 4 trabajadores, los dos profesionales que abrían o cerraban a turno continuo, yo para echar una mano, y una chica en teoría para la limpieza a la que añadieron sin protesta la tarea de “elaborar pintxos”. Un auténtico despropósito que evidenciaba la nula gestión, las prácticas corruptas y caciquiles propias de un empresaurio que ejercía con autoridad su poder en las relaciones laborales y personales hasta llevarlo al terreno de la mansedumbre y la gleba. La práctica totalidad de los trabajadores había marchado de la empresa o se había colocado en otros bares de la misma, menos concurridos y con mejores condiciones, por lo menos de salubridad, harta ya de los impagos y de una jerarquía empresarial de tintes feudales que replicaba el sometimiento hacia arriba, desde la base hasta la cúspide, en proporción numérica. El ambiente de trabajo era tóxico y nocivo. Si no se pagaban a los trabajadores, y tampoco a varios de los proveedores, mucho menos se acometían las reformas integrales que necesitaba el local, infestado ahora ya sí de ratas, algunas de tamaño de gatos, y tampoco bromeo. El falso techo de escayola sobre el salón del bar eran su ecosistema, y daba pavor escucharlas chillar, pelear, follar o lo que hicieran allí arriba. También detrás de los botelleros y la maquinaria del bar se lo pasaban muy bien calentitas, atentas a cualquier desperdicio que cayese para devorarlo, a un lado u otro de la barra. Hasta que en septiembre no se personó Sanidad y los funcionarios del ay-untamiento de Salamanca, previa denuncia anónima de primeros de julio (que fue mía, ya le quito el anonimato), no se llevaron a cabo unos mínimos trabajos que radicaron en masillar los butrones por los que aparecían, retirar algunos cadáveres que atufaban, duplicar la dosis de mata-ratas que aplicábamos los mismos que manejábamos alimentos para el consumo humano (“tranquilos” que lo hacíamos con unos guantes de fregar dedicados en exclusividad para esta tarea, todo sea por la seguridad), y hacer algo de limpieza general básica del local. Incomprensiblemente recibieron la aprobación de las autoridades y al día siguiente abrieron como si tal cosa. Sigo sin bromear. Para que luego digan estos “empresarios” que no se sienten respaldados por las administraciones. Si tienen contacto directo con ellos y no les aplican las leyes y normativas como a los demás, no me jodas.

Durante las seis o siete primeras semanas de trabajo de aquel verano no descansé ni un día. Ni yo, ni mis dos compañeros. Y las palizas de trabajo eran morrocotudas. Las cajas diarias estaban en torno a los 4.000 recién estrenados euros, subían a 7.000 en fin de semana. Y seguíamos siendo 3 todos los días. Empezaba el día montando la terraza -recuerdo un día que fue tal la paliza que nos dieron en desayunos que la empecé a montar a las 1 del mediodía-, y acababa la jornada recogiéndola y barriendo, como era y es lógico, la parcela. En medio quizás ponía 200 cafés, más o menos 200 cañas y 100 copas de vino. Con su tapa obligatoria con lo que iba a la cortadora de fiambre unas 300 veces y al microondas unas 100. Barría el salón 3 o 4 veces el mismo día, limpiaba la barra y las mesas una docena de veces. Subía al almacén de arriba (donde el falso techo) para cargar cajas y llenar dos o tres veces los botelleros y subía a pulso desde el almacén en el piso inferior 3 o 4 barriles de cerveza de 50 litros cada día. Perfectamente podía subir y bajar 20 o 25 pisos todos los días y bien cargado, y si hubiéramos podido añadir un cuenta pasos me habría ido a más de 15 kilómetros diarios de media. Estoy seguro. Eso sí que eran entrenamientos duros y no la mariconada esa de los marines americanos que llaman crossfit y por la que te cobran una pasta JoséLui.

Todo esto todos lo días y como digo, casi el primer mes y medio sin un día de descanso. Incluyo aquí el célebre viernes de julio en el que tras haber currado por la mañana a mi entrada a partir de las 7 de la tarde, sólo yo sirviendo la terraza, es decir, cogiendo comandas, preparándomelas yo mismo tras la barra, llevándomelas, sirviéndolas, cobrando y recogiéndolas, recaudé más de 3.000 euros, viendo y tocando el primer binladen de los dos que han pasado en todos estos años cerca de mi. Pero es que Javi, sólo en la barra en su turno facturó casi 2.000 euros. Y ahí ya llevábamos 10 días sin cobrar la nómina de junio, por lo que a las bravas, unilateralmente, cogimos la recaudación del día e hicimos 4 sobres con los salarios, la legal de 48 horas semanales más nocturnos de los tres camareros, y la chica que limpiaba y cocinaba, y las de horas extras que eran en negro unos 300 euros por cabeza (una miseria). Firmamos unos pagares a espera de recibir la nómina física. Antes llegó la ira del dueño y su subalterno, aplacada con la pertinente amenaza de denuncia a la Inspección de trabajo.

Las 12 horas de tajo al día no me las quitaba nadie, pero además tenía que añadir hora y media de trayectos en el siempre deficiente bus interurbano de Salamanca a Santa Marta. Cuando salía de cierre si estaba con Javi me acercaba a mi casa en su coche. Si cerraba con José el Cepa me tenía que buscar la vida y alguna vez me fui andando hasta mi casa.

Y aún con todo ser camarero, el oficio, me gustaba. Desde luego reconocía la paliza física y mental. Lo peor sin duda, el aguantar al personal que implicaba ser psicólogo, terapeuta y confesor de los parroquianos y a veces de los que llegaban por accidente a aquella barra o a aquella terraza. El esfuerzo físico era de aúpa, tanto que había días que sudaba dos camisas blancas, una en cada parcial de turno. No digo que lo hiciera con una sonrisa, pero la juventud, divino tesoro, me permitía exprimir el cuerpo al máximo, empezar a tornearlo antes de pisar cualquier gimnasio, sin acumular aparentemente el cansancio. Dormía como un bendito y a la vez, era capaz de empalmar una o dos jornadas enteras de trabajo con sesiones de fiesta en la noche salmantina del 2002. Eso sí, cuando a finales de julio entró más personal y pudieron devolverse los días de descanso me dieron una semana entera libre y el primer día y medio, me lo pase dormido sin levantarme ni a mear. Me mantengo alejado de la broma.

Como digo a mediados de julio incorporaron más personal. Concretamente dos chicas a las que ya sabíamos les pagaban menos fruto del patriarcado, si es que eso era posible. Además, llegaron un par de camareros de los otros bares de la empresa con la intención cada uno de hacerse encargados y dueños y amos del cotarro. Si bien la colaboración de Soraya y Maura fue bienvenida para los sentidos y para aliviar el trabajo, la de los otros dos mendas fue más un incordio que otra cosa, por lo que aunque se ganó en más tranquilidad con más reparto del esfuerzo y se acabó en cierto grado el trabajo a destajo, tampoco la situación fue boyante. De hecho, los impagos de nóminas y sobre en negro se fueron alargando, y con el año nuevo de 2003, al tiempo en el que me convertía en el delegado sindical más joven de la provincia, me cambiaba al restaurante de la marca, en la Plaza la Libertad para trabajar más tranquilo.

Desde entonces y hasta finales de julio de 2003 seguí trabajando de continuo en la hostelería. Después al comenzar la segunda FP de informática aproveche los módulos convalidados de la primera para trabajar en el bar de mi calle los fines de semana y hasta el verano siguiente, con los que reuní otra buena retahíla de grandes momentos en torno al sector hostelero y el oficio de camarero. Y por supuesto, toda experiencia vital, laboral y personal, constituyó mi propio ser e ideología, cimentando mi conciencia como clase trabajadora, con la necesidad y obligación de luchar, y el reconocimiento de quiénes eran y son nuestros enemigos.

Hoy en día, cuando me sirven una consumición y el camarero o camarera me entrega el vaso o la copa donde voy a beber sujeto por arriba; o cuando en un restaurante me llega el plato con el pulgar del camarero marcándose en el borde (tampoco ayuda la vajilla moderna cool imposible de manejar con decencia). O cuando el trabajador o trabajadora huele a sudor porque lleva horas con la misma ropa y añadiendo esfuerzos físicos continuados en un ambiente extenuante y caluroso, pienso en lo dura que es esta profesión. Lo mal pagada que está, lo absolutamente precarizada, con muchísimas trabajadoras, mujeres y también racializado, con personas inmigrantes empleadas con las condiciones leoninas que los nativos quizás ya no estamos dispuestos a soportar, impuestas por empresarios explotadores con la conveniencia de unas autoridades míopes y clasistas.

Estoy harto de escuchar que ya nadie quiere trabajar en la hostelería, que hay muchas paguitas, y que la gente joven ya no quiere esforzarse. Pero lo cierto es que hoy un camarero o camarera difícilmente llegará a las 170.000 pesetas y luego 1.000 o 1.200 euros (más unos 120 en propinas) que cobraba yo en 2002. De hecho, si añadimos la inflación de 20 años de estafa y crisis, evidentemente salen a perder. Desde luego me lo sacaban del cuerpo a hostias, a jornadas durísimas de esfuerzo continuado durante horas en condiciones penosas. La más desagradable de todas aguantar al género humano que como dice Fito con Platero "siempre el cliente no tiene la razón". Si piensas que un trabajador en un restaurante del Pirineo francés o en una taberna en Dublín y te cuentan que ganan entre 3000 y 4000 euros por 5 días de trabajo semanal, -lo sé porque he hablado con ellos en los últimos años-, encuentras normal y hasta lógico que los profesionales españoles emigren al Norte para mejorar sus condiciones vitales y poder ahorrar con este oficio tan antiguo y tan ligado a la prostitución.

Los empresaurios se aprovechan de la situación de vulnerabilidad de todas estas personas para tirar al suelo las condiciones laborales y profesionales del sector, al que se presenta como fundamental en la economía y la productividad nacional. La falta de formación del personal, sobretodo si es eventual y focalizado en la temporada alta, es paralela a la ausencia de consideración y respeto hacia la persona que trabaja y nos sirve en una mesa o en una barra.

Dicen que ya no encuentran camareros como los de antes. Profesionales del boli click que te cantaban la carta acompasada y con tono. Barmans que con solo verte aparecer ya sabían cómo prepararte el carajillo y cómo te gustaba de cargada la copa de sol y sombra. Que ahora es imposible contarle a un chaval de barba hipster, con pendientes (yo ya los llevaba en la oreja izquierda con 18 años), pircings, tatuajes y cresta multicolor lo buena que está la alemana de la terraza, y muchos menos, decirle sandeces a la mujer que está sirviendo o limpiando. Trabajando.

Esos camareros, y si hombres camareros, no mujeres, ya no existen. Son una especie extinguida que no tenía precio. Y como no tenía precio entonces les pagaban una miseria que han heredado los que hoy en día por necesidad o por gusto, caen en este sector productivo y nicho de ocupación. Quizás también se extinguen porque entrar en este sector es sinónimo de adquirir los peores vicios que el cuerpo puede aguantar. Trabajar hasta la extenuación por supuesto, pero sobretodo el tabaco, alcohol, moverse en el mundo nocturno de la fiesta que son gradientes y grilletes para lacerar la vida del camarero y atarlo a su puesto en la galera. Se lamentan porque ya nadie quiere levantarse temprano antes que nadie para servir churros y porras y acostarse tarde, más tarde que todo el mundo, después de servir copas y limpiar las mierdas que dejamos en barras, salones y baños de los bares. Que nadie quiere ya aguantar los humores del personal y su falta acuciante de educación. Y que la gente está harta de limpiar y limpiar que es lo que se hace la mitad del tiempo que se trabaja en la hostelería, porque hay que aguantar mientras este el dueño tomando copazos con los amigotes, o el jefe, o el encargado como doberman o Inspekteur der Konzentrationslager (IKL) -inspectores del campo de concentración de la Alemania nazi-, para que nos vea haciendo algo medianamente productivo, aunque no haya nada que hacer. Y toda esta acumulación de horas legales, a-legales e ilegales pagadas con la voluntad de escamotear a las autoridades laborales se pagan por salarios de miseria, que a duras penas satisfacen esos caprichos comunistas de comer caliente y dormir bajo techo.

Por todo esto, y seguro más cosas que me dejo en el tintero, cada vez les cuesta más encontrar personal. Porque la gente cuando puede elegir huye de este sector precario y esclavizado al que la tecnología no le ha quitado ni penosidad ni esfuerzo, sino que encima le han añadido mucho más trabajo al tener que disponer de más productos, más preparaciones y mayor disponibilidad al pisoteo ajeno no vaya a ser que el cliente se enfade, no vuelva y encima te ponga de vuelta y media en una reseña online. Pues que no vuelva una idiota congénita que va a un mesón maragato a pedir un bloodymary o que no vuelva un muerto de hambre que se cree con derecho de pernada sobre el personal de la cafetería.

Cuando trabajar de noche o en fin de semana o en festivo se paga por poco más que una palmadita en el hombro. Cuando no se legislan ni vigilan las horas extra que se hacen en este sector y estas acaban siendo colosales. Cuando las condiciones laborales se saltan como listones de salto con pértiga que batir por parte de empresaurios (todavía me indigna y a la vez me hace reír los panegíricos que la muerte de “José Manuel” provocó en los medios de comunicación charros, con todos sus pufos, impagos, deudas con Hacienda y la Seguridad Social y sentencias judiciales en contra obviadas) y sus organizaciones (la infausta asociación de la hostelería salmantina enemiga de Salamanca y de los trabajadores). Cuando las facultades profesionales se obvian por parte de todos, incluidas las autoridades, sin tener en cuenta la condición clave que el turismo tiene en la economía española. Cuando trabajas como una mula deslomada por la mitad de horas cotizadas y por un salario que no te garantiza ni un sitio digno donde dormir y descansar. Cuando te roban la dignidad (afortunadamente existen notables excepciones) y así te convierten en una cosa que “les sirve” sin poder siquiera soñar con acceder a ser tú algún día “el servido”. Cuando te quitan todo, incluso hasta el miedo, no tienes nada que perder y el siguiente paso es concienciarse, y aunque sea tarde, luchar.

Retomando el hilo auto biográfico de más de media entrada recuerdo que a finales de mi presencia en Los Escudos me ofrecieron la posibilidad de coger uno de los bares a tiempo completo. Concretamente querían que llevará el de Cuesta Santi Spiritus, o que me pusieran de subalterno de Javi en el de la plaza. También me hicieron una oferta, informal, en el Novelty, cuando Paco Novelty entró en Los Escudos sin equivocarse de local a semanas de acabar el verano de ese 2003 para hablar conmigo. Les gustaba mi forma de trabajar y querían que entrará con ellos a trabajar la terraza. Igual que unos años antes rechacé una oferta del Albense de fútbol sala, ligado al Caja Segovia, para jugar con ellos, también decliné la oferta para seguir estudiando y dedicarme al mundo de la informática. E igual que en la anterior ocasión no se sabe qué hubiera pasado, aunque apuesto a que mi vida habría sido muy diferente.



Editando: Viendo la fotografía de mis andanzas con pelazo y pajarita me vienen más recuerdos y atentados a la dignidad trabajadora. La camarita enfocada a la caja registradora, no fuera que nos diera por "robar". La mini cafetera que tuve que ir a buscar en un renault clio, mi primera conducción tras sacarme el carnet 7 meses atrás, a Ovejero en Garrido para sustituirla por la de 4 puertos que se había chamuscado. Los malabares que había que hacer durante 4 meses para poder servir correctamente con ella y con el volumen de cafés que se pedían ahí. La tenían parada en la reparación por falta de pago del caradura de mi jefe. De hecho limpiar la cafetera era otra de las tareas diarias bien jodidas y penosas que había que hacer, por lo menos un par de veces al día. La pila de bricks de leche para tapar los agujeros en la decoración. La propia decoración viejuna que se caía a cachos. Las noches en que nos quedábamos Javi y yo cazando ratas como si fuera un safarí. Los zapatos que acaban cada verano destrozados. El palo que pegó uno que entró a trabajar y huyo a la carrera al quinto día a mitad de turno con la caja y la recaudación de un número de lotería de Navidad bajo el brazo. Lo bien que me lo pase en las despedidas (y eso que las detesto) sobretodo con las chicas de Medina del Campo. Los chinos desvalijando a turnos las tragaperras para disgusto de mi jefe que tenía esa otra línea de negocio. El queso de oveja macerado en aceite de oliva, joder qué bueno estaba.

y más y más cosas ...


lunes, 14 de abril de 2025

Trabajos de Mierda

 


"Si alguien hubiera deseado proyectar el régimen laboral más adecuado para conservar el poder del capital financiero, resulta difícil imaginar cómo podría haberlo hecho mejor. Los trabajadores productivos que sobreviven son presionados y explotados de forma implacable, mientras que el resto se divide entre el aterrorizado estrato de los universalmente denigrados desempleados y un estrato social algo mayor formado por los que, en esencia, reciben un sueldo por no hacer nada, en puestos concebidos para inducirles a identificarse con las perspectivas y las sensibilidades de la clase dirigente (gestores, administradores, etc.) —y en especial con sus avatares financieros-, y por otro lado para incentivar, al mismo tiempo, un resentimiento larvado contra todo aquel cuyo trabajo tenga un valor social claro e innegable. Por supuesto, tal sistema nunca fue diseñado de manera consciente y surgió como resultado de cerca de un siglo de prueba y error, pero es la única explicación de por qué, pese a los enormes avances tecnológicos, no tenemos todos jornadas laborales de tres o cuatro horas."

Último párrafo del artículo original de David Graeber que dio pie a este libro. El artículo es brillante (Graeber, David (2018). Trabajos de mierda. Ed. Ariel. Barcelona. página: 11).


David Graeber (1961-2020) fue un antropólogo estadounidense de tendencias anarquistas. Célebre por sus estudios sobre las implicaciones antropológicas y sociales que tienen las relaciones económicas entre individuos y grupos. Su tesis doctoral, centrada en la Historia Social de Madagascar demostró cómo y por qué las diferencias de clase sustentadas en los sistemas coloniales y esclavistas, todavía hoy seguían rigiendo las estructuras políticas, económicas y de poder en la nación isla del índico africano. Desde posiciones antifascistas e izquierdistas estudió los orígenes de los conceptos de dinero, propiedad y deuda, logrando desmentir los tópicos de la ciencia económica actual, así como también demostrar que tal posición hegemónica tiene su base en una autoridad basada en la violencia y la guerra. Además, su labor de profesor siempre estuvo implicada en la integración y el activismo para con sus alumnos y las causas justas, como el genocidio palestino o la Guerra de Irak que le valieron un polémico despido de su plaza como profesor en la Universidad de Yale. También se implicó de manera personal y activa en el movimiento Occupy Wall Street, y al mismo tiempo, desarrollando un manual teórico de la indignación y la rebeldía que tituló Somos el 99%. Una historia, una crisis, un movimiento. Por desgracia, falleció en Venecia en septiembre de 2020, víctima de un accidente de tráfico (algún día, alguien debe de investigar las extrañas muertes en accidentes de tráfico de personas brillantes cuando menos, incómodas al sistema).

En 2013, David Graeber publicaba un artículo en la revista Strike, sobre el fenómeno de los trabajos de mierda. Originalmente titulado On the Phenomenon of Bullshit Jobs, el ensayo adquirió una trascendencia inusitada por su brillantez y por acertar de pleno en el espíritu y las opiniones sobre la propia autorrealización personal (y profesional, y laboral) de millones de personas en todo el mundo, pero en especial, y en primer término en Estados Unidos y Reino Unido. Desde las cunas del liberalismo y el neoliberalismo, el texto fue traducido en 12 idiomas, y su premisa principal se lanzó en una encuesta mundial bajo la plataforma Yougov.

La tesis del ensayo es que una gran mayoría de los trabajos actuales, y especialmente, los generados a partir de los años 80 del siglo XX, no tienen una incidencia positiva en la sociedad. No generan riqueza, ni de manera directa, ni indirecta, en el campo de la economía real. En cambio, solo sirven para generar frustración e insatisfacción, tanto en los trabajadores que los llevan a cabo, como en las personas que tienen algún tipo de relación con estos trabajos. Los cambios y avances tecnológicos, la informatización de las tareas y de la propia economía y especialmente los procesos de terciarización de la actividad productiva, habían generado un altísimo desempleo, y en vez de repartir el trabajo entre todos, con menores jornadas laborales, el sistema “se ha inventadomiles de profesiones y puestos que no sirven más que para tener ocupados y subyugados a todos estos trabajadores. Con lo cual, la mejora tecnológica y científica de la economía productiva no ha servido para que la sociedad y los individuos, en general, ganasen o “comprasen” tiempo libre para dedicarlo a actividades creativas y más satisfactorias a nivel personal. Al contrario, las plusvalías extraídas por la élite de estos avances se han re-invertido en la industria y fundamentalmente en el consumo para seguir manteniendo, o quizás hasta devolviendo, a las masas obreras en esclavos pegados al trabajo. Para ello ha resultado fundamental la creación del sector productivo de la publicidad, el mayor ejemplo de trabajos absurdos, nocivos e innecesarios que una sociedad puede tener. Incluso, Graeber se muestra especialmente crítico con la burocracia añadida a trabajos realmente importantes y trascendentes en los ámbitos de la sanidad o la educación, y que solo sirven para deslegitimarlos como valores de igualdad y riqueza y derechos humanos a conservar. Como resultado de la encuesta de Yougov, hasta un 37% de los consultados en Reino Unido estimaba su trabajo como inútil y que “no contribuía en nada a la sociedad”.

Ante el éxito y revuelo provocado por tan brillante texto, David Graeber pasó a profundizar en su tesis. En primer lugar, recabó más testimonios y documentación de varios lugares de Occidente, para ampliar las propias experiencias que se habían plasmado como respuestas directas a la propia publicación del ensayo en 2013. Su bandeja de correo electrónico se llenó con las vivencias de miles de trabajadores, fundamentalmente estadounidenses y británicos, pero no unicamente, que se sentían frustrados y se identificaban con las situaciones y patologías que Graeber exponía. De este modo, ejercitando con maestría la Historia Social David Graeber construía su libro, recopilaba los testimonios y extraía las consecuencias sociales de tal situación.

Para el autor, la mejora de los medios de producción a través de nuevas técnicas y avances tecnológicos no habían satisfecho la profecía de Keynes sobre “las semanas laborales de 15 horas”, y sin embargo, las masas trabajadoras seguían ancladas en largas jornadas a través de trabajos inútiles, innecesarios o incluso perniciosos. Clasificaba a los distintos tipos de trabajadores sin sentido en lacayos, matones, arregla-todo-s, burócratas o capataces, dependiendo del tipo de actividades que se viesen obligados a desempeñar. Estos tipos de trabajadores aparecían fundamentalmente en la empresa privada, pero también cada vez más en la pública, inmersas en el capitalismo competitivo. Esto genera un “feudalismo empresarial” por el que las empresas procuran mantener una distribución jerárquica basada en la autoridad y el estatus más que en el rendimiento productivo. Básicamente, los empleadores necesitan demostrar su poder a través de tener subordinados, que por regla general se encuentran precarizados.

También califica algunos de los sectores productivos modernos como absolutamente innecesarios o incluso ilógicos dentro del propio sistema capitalista, como la publicidad y el marketing, pero también los “innecesarios” sectores de seguros, abogados, o de dirección y que solo tienen función debido a la cada vez más amplia maraña burocrática que las actividades económicas desreguladas precisan. Esta paradoja permite la creación de miles de puestos de trabajo bien remunerados pero absolutamente improductivos, mientras todavía hoy se mantienen puestos fundamentales en la producción de riqueza mal pagados y con condiciones lamentables. Ejercidos especialmente por mujeres y personas racializadas.

Con Trabajos de mierda, David Graeber ataca el individualismo y el puritanismo anglosajón, así como los convencionalismos aceptados sobre el trabajo como valor virtuoso. Pone en cuestión con éxito la autorrealización individual en torno al trabajo, al que presenta como herramienta de desposesión colectiva de las clases trabajadoras. El capitalismo moderno ha atribuido al trabajo, y especialmente a los trabajadores manuales, es decir, a los que no poseen ni medios de producción, ni medios de intervención en la economía (llanamente los que no tienen capital), un deber cuasi religioso. El trabajo se convierte en necesidad y en obligación, y también, en elemento identificativo dentro de la sociedad. De este modo, desautoriza las ideas de John Locke quien en el siglo XVII presentaba de manera radical el trabajo como “deber y virtud” frente a los convencionalismos que lo despreciaban. Así, hoy en día los trabajos han adquirido un estatus de autorrealización que solo sirven para justificar el modo de vida actual. Sin embargo, lo que en realidad estaban provocando en millones de personas era frustración, desmotivación y problemas de salud, tanto de la psíquica y emocional como en la física, debido al estrés, el cansancio, la competitividad y la agresividad. Con esta crítica argumentada no sólo se discute el valor del trabajo y el capitalismo, sino que además se pone en cuestión la construcción de la sociedad actual, ligada al individualismo, el crecimiento económico como paradigma de éxito y a la autoridad del liberalismo clásico.

Al tiempo, que millones de personas se ven obligadas a desempeñar funciones nada productivas en el conjunto de la sociedad y la economía estandarizada, se les roba tiempo que podían dedicar a actividades más satisfactorias a nivel personal, y más productivas y beneficiosas para el conjunto de la sociedad, tanto en círculos cortos (su propio barrio, pueblo) a rangos de mayor amplitud. Con ello se logra la principal motivación política: la desmovilización social. Las masas trabajadoras ocupadas en estos puestos de trabajo, subyugados por un consumismo exacerbado, se sienten individualizados, compiten entre ellos y tienen cada vez menos tiempo para poner en común sus problemas y poder rebelarse. En suma, una explicación detallada y coherente de los profundos problemas de la sociedad actual.

La misma obra no se queda sólo en el análisis del ecosistema productivo y económico moderno, sino que va más allá y plantea soluciones. Por ello, el trabajo de Graeber ha adquirido tanta trascendencia y es tan de vital consulta y ejemplo. Lo hace además construyendo una filosofía propia y muy sólida, con análisis de causas y efectos, y por qué son más que recomendables hasta necesarias políticas y cambios directos en la sociedad. Por todo ello Trabajos de mierda compone un argumentario básico e incuestionable en materias como la dignidad humana, el sentimiento de pertenencia a la clase trabajadora, la necesidad de buscar nuevos o recuperar viejos mecanismos de asociación colectiva y ciudadana en defensa de la igualdad y la justicia social, o en propuestas como la reducción de las jornadas laborales, los sistemas de Renta básica o universal, o las teorías de Decrecimiento que critican los paradigmas del crecimiento como medida de la riqueza de las sociedades y que contemplan expresamente la eliminación de puestos de trabajo improductivos para la economía real o abiertamente nocivos para la sociedad.

Por todo esto, no se puede más que recomendar la lectura y la revisitación constante a Trabajos de mierda, de David Graeber. Una obra básica para entender este tiempo que nos ha tocado vivir, y un ejemplo fundamental para comprender la necesidad de activación social que necesitamos.

 

 

lunes, 19 de septiembre de 2022

Legado de Campeones


Si en 2019 ya sorprendieron a propios y extraños convirtiéndose en Campeones del Mundo, lo conseguido en estas dos semanas de septiembre ha hecho realidad lo inimaginable. La selección masculina absoluta de baloncesto se proclamaba, por cuarta vez, Campeona de Europa, al vencer ayer en la final del Eurobasket 2022, a la víctima propicia, el enemigo íntimo, Francia.

Si lo vivido en China hace tres años ya supuso una gesta en la historia del baloncesto y del deporte, el éxito refrendado ayer es un ejercicio del más difícil todavía, una oda a la rotura de pronósticos. La confirmación de que el baloncesto en España tiene una salud envidiable, fortísima y unas ansías competitivas que trastocan todos los rangos de favoritos y posibles. 

El cambio de ciclo tras los JJOO de Tokio el año pasado aceleraba un cierto pesimismo en torno al equipo que tan sólo unos años antes ganaba brillantemente, y sin Juniors de Oro y una buena retahíla de bajas, el Mundial. Pero aquí estábamos ante el Eurobasket 2022, sin Pau, ni Marc, ni Navarro, ni Chacho,... ni los lesionados Ricky Rubio o Victor Claver. Pero estas ausencias no debían de arrastrar al pesimismo a nadie, y mucho menos, a la federación, su cuerpo técnico, y el núcleo de jugadores que a través de las ventanas FIBA había ido ganando presencia y experiencia a la hora de representar España.

Si algo habíamos aprendido de la experiencia del Mundial de China era que había que confiar en el equipo. Mantener unas expectativas bajas, y una exigencia en torno al crecimiento colectivo e individual y en la ganancia única de competitividad. Eso para los jugadores, mientras que los aficionados debíamos disfrutar y apoyar, y en todo caso, llegada la previsible derrota, asumir la realidad y aprender desde ella.

Pero nada más lejos de la realidad. Sergio Scariolo convocaba la mejor selección posible y se ponía manos a la obra. Lo primero de todo, y ante la baja del único gran generador de juego -Ricky Rubio-, proveer al equipo de una garantía en la creación y anotación desde el puesto de base. Como todo lo que rodea al técnico italiano parece deslizarse en el terreno de la polémica, a modo de urgencia el Consejo de Ministros otorgaba la nacionalización express, a un "desconocido" base americano de 32 años, llamado Lorenzo Brown. Brown, que había coincidido con Scariolo en los Toronto Raptors entró en la dinámica del grupo sin hacer ruido. El barullo ya lo había montado algunas voces autorizadas, como la del capitán Rudy Fernández, que ejemplificaba la desinformación y la frustración con las formas de hacer de la FEB. Una vez más.

El tiempo ha dado, de manera inconmensurable la razón a Scariolo, puesto que Brown se ha erigido en el líder del equipo, dirigiendo casi siempre, y asumiendo la tarea de puntal anotador cuando las circunstancias así lo exigían. Con Brown y en éste Eurobasket, muchos hemos descubierto, a un jugador de otro tiempo: Calmado, paciente, muy interesado en todo momento en incluir a sus compañeros en el juego ofensivo, priorizando el pase a su propio tiro, pero que cuando ha tenido que asumir la responsabilidad, lo ha hecho con pasmosa eficacia. Su lectura es sublime, y esas décimas de segundo que se guarda le hacen encontrar la mejor solución. Parece mentira que un jugador así ya en la treintena haya pasado tan desapercibido hasta ahora. Es como si su juego y dinámica no encajasen en el baloncesto alocado de hoy en día. Y sin embargo, le va como anillo al dedo.

El resto de la selección no tenía demasiadas novedades: Acabada la generación de los Juniors de Oro, eran los hermanos Hernángomez los encargados de liderar el grupo, con el acompañamiento de Rudy Fernández en la figura de capitán y de Sergio Llull como lugarteniente.

Willy Hernángomez ha asumido con una facilidad pasmosa el legado anotador de los Gasol y ha sido el referente continuo del juego del equipo. Su facilidad para anotar ha sido la viga sobre la cual sostener el edificio anotador de la selección, y con el paso de los partidos sus lagunas defensivas, incluida la alergia al contacto, han ido disminuyendo. Con justicia se ha erigido en MVP del Eurobasket 2022.

Juancho por su parte llegaba al torneo perdido. Al igual que pasa con muchos jugadores europeos que marchan jóvenes a la NBA, su progresión estaba estancada; cortada de raíz. Carne de banquillo y traspasos, su última gran aparición había sido en una película sobre el mundo del basket. Todas esas dudas se han ido despejando con bastante lentitud, todo hay que decirlo, a lo largo del torneo. Poco a poco, Juancho, ha ido ganando confianza y haciendo más cosas en el campo, hasta ayer en la final, salirse con 29 puntos, un 7/9 en triples (convirtió 7 seguidos fallando sólo el primero y el último, con 6 seguidos) y ser básico en la victoria.

Rudy Fernández ha entendido muy bien su papel de capitán y líder espiritual del grupo, dando ejemplo, en las facetas de brega y lucha, sin olvidar su capacidad triplista. Puede parecer algo menor en este baloncesto moderno que calcula hasta la milésima, las posesiones, los rendimientos, porcentajes y ocupaciones, pero cuando Rudy Fernández se jugó su espalda tirándose a por un balón que se escapaba por la línea de banda, enchufó a todo el equipo. Un ejemplo inmejorable, con el éxito de ayer completa uno de los palmares más impresionantes del baloncesto de selecciones: Dos veces campeón del mundo, Cuatro veces campeón Europeo (más dos bronces y una plata); dos platas y un bronce olímpicos.

Sergio Llull estaba llamado a ser importante, pese a su titubeante campaña provocada entre otras cosas, por las lesiones. Y una lesión lo sacó de la convocatoria final a una semana de empezar el torneo. Una baja más que por contra propició la recuperación del primer descarte del verano, el base Alberto Díaz. Y Díaz ha sido fun-da-men-tal en este éxito. Sólo un dato: entre 8os, 4os, semis y final, su "Más-Menos" es de 76. Con su intensidad en pista, su capacidad defensiva España se convertía en inexpugnable. En ataque ha dirigido sus minutos con seguridad y cuando ha asumido tiros ha mostrado una gran efectividad. Uno de los hombres señalados con la nacionalización de Brown, se ha cumplimentado con él de forma inmejorable. Atrás queda qué es lo que ha pasado realmente, y es algo que sólo los protagonistas sabrán. Pero si a continuación voy a loar la labor de Sergio Scariolo, no debemos olvidar en su debe, el descarte de Alberto Díaz quien ha sido fundamental.

El resto del equipo buenos jugadores ACB, algunos con más experiencia que otros, y a todos, que les ha costado (les sigue costando) hacerse un hueco con importancia en los equipos de la primera liga española. Es ya la hora de que los clubes profesionales miren al talento local y lo potencien, le dejen trabajar. Está demostrado que da éxitos.

Jaime Fernández (excelso ayer en la final), Darío Brizuela (con rol de microondas), López Aróstegui (buen trabajo defensivo pero debe aportar mucho más en ataque), Joel Parra o Sebas Sáiz (brega y buenos minutos), Pradilla (mucho futuro aquí) y Usman Garuba que llegaba en muy baja forma, tras su primer año NBA (donde apenas ha jugado) y que con el paso de los partidos ha mejorado y ganado enteros en confianza e importancia.

Todos bajo la batuta de Sergio Scariolo. El técnico italiano tenía ante sí un reto mayúsculo, hacer que este grupo compitiera y creciera. Y vaya si lo ha hecho. Sabedor de que el talento, aún importante, era inferior al demostrado por jugadores pasados, Scariolo y su equipo técnico, ha apretado aún más en el apartado táctico.

En un Eurobasket espectacular, con muchos partidos brillantes y memorables, el trabajo defensivo de España ha destacado sobremanera. La variedad en defensas, hombres y planteamientos otorgaban al equipo un plus de competitividad, que unido a la confianza mutua entre jugadores y técnicos, nos ha regalado a los aficionados no sólo unos resultados increíbles. Es que además, España ha jugado muy bien al baloncesto.

El trabajo colectivo, el juego de los cinco jugadores, en defensa y en ataque es lo que ha hecho Campeón a España. Y es una muy buena noticia para todos los que pensamos que el baloncesto es mucho más que un concurso de mates o triples, o la mega estrella jugando al yo-yo durante 20 segundos. Este es un juego rico y completo en el que todas las facetas, la psicológica, la física, la técnica, la táctica, lo individual y lo colectivo se entremezclan haciéndolo, por lo general, imprevisible y apasionante. Por desgracia, estamos acostumbrados a planteamientos que olvidan uno o varios de esos conceptos. Por ello victorias como la de ayer, o la de hace tres años son tan buenas noticias. Incluso para la FIBA.

España ganaba ayer a Francia. El viernes a Alemania. Los dos, buenos grupos de jugadores NBA (y con minutos) y Euroliga. En el caso de Francia, jugando francamente mal y cegados en su superioridad física. Buscando aplicar el relato de los USA team con mucha defensa física pero ningún trabajo colectivo. Alemania, que había jugado muy bien y variado todo el torneo, sucumbió en las trampas de Scariolo que dejo anotar a su base estrella Schroeder a cambio de que no se sumarán más compañeros. Al final, agotado y desquiciado no sumó cuando más falta hacía. España se deshizo de Finlandia en 4os en auténtico partidazo, ante un conjunto, el finés, sin tanta tradición pero con mucho futuro por delante.

Cayó Lituania en 8os, el día clave, por la dureza ya conocida de ese cruce que ya nos íbamos a ver con los equipos del grupo apriori más fuerte. Pero los lituanos, pese a su tradición, presentaban un grupo sin trabajo del colectivo, empeñados en su tremenda calidad individual, pero desperdiciando situaciones con dos pivots que no pueden jugar juntos pese a ser titularísimos NBA (Domantas Sabonis y Valanciunas). Antes en la primera fase en Tiblisi, España dejó buenas sensaciones y margen de crecimiento con victorias ante Bulgaria, Georgia, derrota con Bélgica, y victorias frente a Montenegro y Turquía para ser primera de grupo.

Y cayeron las grandes favoritas: Eslovenia, Serbia y Grecia. Las tres mediatizadas por tener a megaestrellas NBA como Doncic, Jokic o Antetokoumpo, colosales jugadores, pero que no entienden, o han olvidado, que en Europa hay que contar con el colectivo. En el baloncesto FIBA no puedes pretender anotar 30 puntos todos los partidos. Aquí se defiende. Desde el primer partido y desde el primer minuto. Cuando llegaron los cruces varios de estos jugadores presentaban cansancio y dolencias. No habían incluido a más jugadores en el juego ofensivo, entrenados por sospechosos como Pesic o Itoudis (también Ataman que cayó en 8os sin explotar a una selección turca de sobre el papel, notable talento). Fallaron y se vieron superados por muy buenos equipos que están creciendo por la periferia del continente, como Finlandia (impresionante Markanen), la sorpresa en semifinales de Polonia, parece que recuperamos a la mejor Italia o la República Checa.

Frente al individualismo, el colectivo. Frente a la exhibición, la constancia. Ante el marketing y todo lo externo, el trabajo. Hemos vivido un Eurobasket espectacular, coronado por la victoria de la selección española, pero sobretodo hemos visto y vivido que todavía sigue siendo importante tener claro que esto es un juego de cinco jugadores contra cinco jugadores.


Por otro lado, dos apuntes:

1. Con la medalla de ayer, la Federación española termina un verano de ensueño: 10 medallas, 10 finales, en 10 campeonatos, incluidos mundiales y europeos. Hay equipo, hay presente y hay futuro (también en femenino). Sintámonos orgullosos y exijamos a los responsables de los equipos profesionales que apuesten por el producto patrio que hará que haya más público, más expectación, más compromiso y más ingresos.

2. Para desgracia de los aficionados, Mediaset ha retransmitido el Eurobasket una vez más. Parece ser ya la última, ojalá, porque ha sido una tortura aguantar unas retransmisiones que más allá de la señal del propio organizador ha faltado continuamente al respeto al público, al juego y a sus protagonistas. Deseamos que la TV pública recoja el guante y apueste por los torneos internacionales, y los cuide, porque de ser así funcionará.


Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal

Ahora que ya está aquí el veranito con su calor plomizo, pegajoso y hasta criminal, se llenan las terracitas para tomar unas...