Desde
la implantación de la Revolución Industrial y con los
primeros avances tecnológicos siempre el trabajador, la clase
obrera, ha mirado con recelo, cuando no con miedo los avances en
robotización y la inteligencia artificial a los que considera
agentes de intervención con los que es imposible competir a la hora
de optar a un puesto de trabajo.
Tal
sentimiento aunque quizás soterrado en los ingenios de la
neo-lengua, ha permanecido indeleble en el alma del obrero y
perturbando en no pocas ocasiones sus previsiones y ansías de
futuro.
Por
supuesto, no fue una excepción la crisis (estafa) económica de 2008
y en la actual fase de desarrollo, de fingida recuperación económica
cuando no un nuevo engaño, los números avalan la realidad de un
problema social que empieza a cuestionar seriamente el estado de la
producción económica y la ocupación social de los seres humanos.
Baste como ejemplo, el caso de Estados Unidos, donde desde el crack
de 2008, los trabajos creados son mayoritariamente en el sector
servicios y el comercio, siendo puestos mal remunerados, precarios y
con extrema inestabilidad temporal.
En
este contexto, se hace necesario con más ahínco aún si cabe,
retomar el discusión la reducción de la jornada de trabajo a 6
horas diarias (30 semanales). Si es cierto que disminuye el
volumen de trabajo a realizar, tanto por factores estructurales de
largo plazo –porque la automatización creciente de los procesos
productivos hace que se pueda producir lo mismo con menos tiempo de
trabajo humano– como por razones más coyunturales pero igual de
poderosas –el crecimiento débil que parecería haber llegado para
quedarse en las economías más ricas– ¿por qué no repartir el
trabajo social entre todas las manos disponibles?
Por
mucho empeño que la economía mainstream, los medios de
comunicación de masas y los “expertos”, haya puesto en los
últimos 150 años en tratar de refutar a Karl Marx y a
economistas clásicos como David Ricardo y Adam Smith que reconocían
en el trabajo la fuente única del valor –y por lo tanto de la
ganancia– a la hora de la verdad los dueños de los medios de
producción y sus gerentes saben que cada segundo cuenta. Obtener más
trabajo por el salario que se paga es una de las claves para
incrementar la tasa de rentabilidad.
No
sorprende entonces que a pesar de las posibilidades técnicas
planteadas por el incremento de la productividad, en el siglo XXI se
trabaje tanto –o más– que en el siglo XX. Por tomar un ejemplo,
en los EE. UU. la productividad se duplicó entre 1979 y 2016 según
el U.S. Bureau of Labor Statistics (y se triplicó desde
1957). Sin embargo, si al comienzo de este período las horas
trabajadas a la semana en la ocupación principal en los EE. UU. eran
de 37,8, en 2016 fueron de 38,6. Se trabaja más, y no menos, que
hace 40 años.
La
situación no es muy distinta en otros países del llamado primer
mundo. En Francia, que en el 2000 introdujo la semana corta de 35
horas laborales, estas ya casi no se aplican, entre horas extras y
días de vacaciones. El ataque comenzó tempranamente, en 2003 con la
ley Fillon (por el entonces ministro François Fillon, hoy
derrotado de la derecha bipartidista en las elecciones
presidenciales), que cambió las horas extraordinarias aceptadas
desde 130 a 200 al año, y mantuvo la posibilidad de que las empresas
impongan horas extras. En 2015-2016 la ley Macron (ahora
Presidente electo de la República tras estas elecciones) estableció
la obligación de trabajar el domingo en el comercio, igualó el
trabajo nocturno con el trabajo por la tarde (es decir eliminó
complementos salariales de nocturnidad y jornada intensiva) y
extendió el tiempo de la jornada laboral hasta 12 horas diarias y 60
semanales. La decisión posterior del Senado para re-introducir las
39 horas en lugar de 35, fue un paso más en el camino de avalar la
eliminación de todas las barreras legales a la libertad de los
empresarios para explotar el trabajo. Según Eurostat en
Francia trabajan 40,5 horas a la semana. Fillon planteaba antes de
las elecciones pasar a 39 horas semanales, pero pagar solo 37, “para
ganar competitividad”.
En
Alemania, apelando al chantaje de la deslocalización del trabajo
hacia el Este, Siemens impuso en abril de 2004 a los trabajadores de
la fábrica en Bocholt un acuerdo que se consideró “una ruptura
de época en la historia económica de la República Federal”:
el regreso de 35 a 40 horas sin ningún tipo de aumento de los
salarios. En el mismo año Opel obligó a los trabajadores y al
sindicato a acordar una semana de trabajo de 47 horas a cambio de una
promesa –incumplida– de no despedir. Las estadísticas hablan por
sí solas: en Alemania la proporción de trabajadores de sexo
masculino que trabajan entre 35 y 39 horas ha caído de 55 % en 1995
al 24,5 % en 2015; la proporción de los que trabajan 40 horas o más
aumentó en el mismo período del 41 % a 64 %. Tomando el total de
trabajadores, hombres y mujeres, el primer rango cayó de 45 % a 20,8
%, mientras el segundo ascendió de 32,7 % a 46 %.
Sin
embargo y con todo, las relaciones laborales actuales se ajustan a
las necesidades de las empresas que apuntan hacia una mayor
flexibilidad, entendida esta siempre como menos derechos para
los trabajadores y menos obligaciones para los empleadores. Hoy,
una de las principales impugnaciones a la tradicional jornada de 8
horas viene por parte de las propias empresas. Y no precisamente
porque busquen liberar a los asalariados de la pesada carga del
trabajo.
Más
aún, es la propia relación salarial lo que se reformula: empresas
como Uber construyen grandes emporios contando con una plantilla
laboral mínima, mientras el servicio que define a la empresa es
llevado a cabo por trabajadores “independientes”. Esto,
que ha dado en llamarse la “economía gig”, viene
acompañado de nuevas técnicas de persuasión o coacción para
arrancar más trabajo de estos trabajadores independientes. “Les
mostramos a los conductores áreas de alta demanda o los incentivamos
para que conduzcan más”, admite un portavoz de Uber. En el caso de
Amazon, una investigación de la BBC mostró que los conductores
encargados de su reparto, en Gran Bretaña, estaban forzados a
trabajar 11 horas o más, e incluso hacer sus necesidades dentro de
sus vehículos para poder cumplir con las exigentes metas de entregas
de la compañía, que podían llegar hasta 200 paquetes diarios.
Incluso así, a pesar de lograrlo, en muchos casos apenas cubrían el
equivalente a un salario mínimo, ya que debían hacerse cargo de los
costos de alquiler del vehículo (o mantenimiento si era propio) y
seguro. Sí, es la misma Amazon que inauguró un local sin personal
en Seattle, mostrando el rostro real de la virtualización de la
economía y de las relaciones humanas: el de la economía “gig”
como un salto más en la extensión del “precariado”. ¿Qué
tienen en común un caso y el otro, y los de muchísimas empresas
similares en todo el mundo? Que sus “colaboradores” son
contratistas independientes, que carecen por tanto de la mayoría de
las protecciones asociadas con el empleo.
Para
ello se ha hecho necesaria además del desmantelamiento del
asociacionismo sindical, entendido éste de forma horizontal,
revolucionaria, vigilante y defensor de las condiciones laborales
desde lo local hasta lo global, la conveniencia de los gobiernos y de
las entidades económicas supranacionales. La ola de
conservadurismo y neoliberalismo económico motivo a base de
des-regularizaciones de la economía, una hiper financiarización de
la misma, que ayudó a hinchar las burbujas de entre cambio de siglo
que explotaron en 2008. Después lejos de depurar responsabilidades,
las instituciones internacionales como el FMI o la UE presionaron
para que las deudas bancarias se rescataran con dinero público que
se ha ido retrotrayendo del gasto social de los presupuestos
nacionales, abriendo de propina la puerta de nuestros hospitales,
colegios, universidades o asistencias sociales a las empresas
privadas que así encuentran un nicho donde hacer negocio.
Pero
no todo han sido malas noticias en el debate sobre la reducción de
la jornada laboral. Existen varios casos de empresas que han
comenzado a acortar la jornada, a pesar de que cada minuto de trabajo
que sacrifican es un “costo de oportunidad” para los
empresarios. Lo hacen, obviamente, no por ninguna vocación
caritativa sino apuntando a lograr a cambio mayor productividad
durante el tiempo que sus empleados están en el trabajo. Suecia puso
a prueba una iniciativa en el sector público de la asistencia a los
ancianos donde se redujo la jornada a 30 horas semanales (6 horas
diarias). Según la evaluación realizada las enfermeras se
declaraban más felices, mejor remuneradas (es como si la hora de
trabajo se pagara un 33% más) y su productividad aumentó. Aunque su
trabajo le costó más caro a la administración de las empresas, y
esto terminó determinando a comienzos de este año el abandono de
esta experiencia, el cuidado de los pacientes mejoró ya que las
enfermeras se cansaban menos.
En
1930, a un año de iniciada la Gran Depresión, el Lord John Maynard
Keynes publicó “Las perspectivas económicas para nuestros
nietos”, un texto en el que a pesar del penoso presente, se
mostraba confiado sobre las perspectivas futuras que ofrecería en el
futuro el desarrollo de la productividad. “Podría predecir que el
nivel de vida en los países avanzados dentro de cien años será
entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es hoy”. Considerando
esta perspectiva, confiaba en que “turnos de tres horas o semanas
laborales de quince horas” serían más que suficientes para
satisfacer las necesidades económicas. Como ya hemos visto, el
aumento de la productividad le dio la razón a la previsión de
Keynes en la mayor parte de los países ricos, pero no ocurrió lo
mismo con las horas trabajadas.
Las
posibilidades creadas por el desarrollo de la técnica, en manos del
capital, se convierten en una pesadilla para los trabajadores. El
auge de las comunicaciones y el abaratamiento de los costos de
transporte de las últimas décadas no redujeron las horas de
trabajo en los países industrializados, sino que disminuyeron la
cantidad de trabajadores ocupados; en parte por la automatización
de tareas en las actividades productivas que se siguen haciendo en
las economías ricas, y en parte porque los empleos se relocalizaron
en los países donde la fuerza de trabajo es más barata y donde se
la puede hacer trabajar también más horas. El siguiente paso en la
degradación de las condiciones laborales operó aún más en favor
del capital, que ha podido imponer en todo el mundo un “arbitraje
laboral”, haciendo que los trabajadores de los distintos
países compitan cediendo en condiciones de trabajo y remuneración
para asegurar el empleo. Las fuerzas productivas hoy disponibles
permitirían ampliamente ofrecer a toda la humanidad el acceso a los
bienes y servicios fundamentales, al mismo tiempo que reducir para
miles de millones de hombres y mujeres la carga del trabajo. Pero
esto choca con las relaciones de producción capitalistas que
dependen de la explotación de la fuerza de trabajo, arrancándole
plusvalías cada vez más y más abusivas al trabajo, para asegurar
la ganancia que es el motor, que ellos interpretan, de esta sociedad.
Plantear
la reducción de la jornada de trabajo mediante el reparto de las
horas de trabajo entre todas las manos disponibles, sin afectar el
salario (garantizando para todos los ocupados un ingreso acorde
al coste de la vida y a la dignidad personal y colectiva), choca
frontalmente con lo hecho hasta ahora a la hora de afrontar crisis
económicas.
Mientras
que la única respuesta puesta en práctica hasta ahora y esgrimida
por los “expertos” al servicio del empresauriado y la
cohorte neoliberal es la flexibilización de las condiciones del
trabajo y la bajada de salarios aparecen otras propuestas como la
reducción de la jornada laboral sin tocar los salarios que permite
repartir con mayor equidad y justicia social el trabajo disponible,
permitiendo con ello la vida digna.
No
entró a proponer, de momento, la puesta en práctica de una Renta
Básica, un pago periódico y universal para toda la población
que vendría costeándose a través del IRPF (con la necesaria
reforma estructural para aplicar justicia impositiva en este mundo
capitalista). No. Estoy diciendo que en todos los trabajos, de
cualquier graduación, fueran en la empresa privada o en el
funcionariado del Estado y el resto de administraciones. Sin olvidar
a los autónomos, y sin recortar los salarios, se reduzcan a 30
horas semanales laborales, reforzando los mecanismos de
vigilancia y sanción para quien incumpla esta premisa.
Conseguiríamos
en primer lugar que donde trabajan 3 personas a 8 horas diarias,
tuviéramos a 4 trabajando 6. Lo que reduciría el paro. Esta
reducción también favorecería la productividad, como han
demostrado todas las experiencias previas en reducción de jornada
laboral y los estudios publicados sobre la materia. Y como yo puedo
atestiguar: Rindo y mis compañeros también, mucho más, el
viernes trabajando 6 horas, que las tardes de lunes a jueves que
trabajo 8 horas.
Con
ello se recaudaría mucho más por cotizaciones. Se favorecería
de forma notable la conciliación de la vida familiar. Y manteniendo
los sueldos, la gente disponiendo de dinero y de tiempo los emplearía
en su ocio y realización personal, lo que fomentaría más el
consumo, creando a su vez más puestos de trabajo.
Además,
y volviendo a los planteamientos filosóficos, llevar adelante esta
exigencia, significaría además, poner en cuestión la naturalidad
del “ejército industrial de reserva”, término con el que
Marx caracteriza el rol que juega la fuerza de trabajo desempleada o
semiempleada; su existencia es la que permite que los mecanismos de
mercado operen en lo que respecta a los salarios de forma favorable
al capital, limitando el crecimiento de los salarios en los momentos
de auge y facilitando el descenso de los mismos en tiempos de crisis.
Si
están creadas las condiciones para que todos trabajemos menos horas,
pero en manos del capital y para asegurar una ganancia, esto
significa que algunos deben seguir trabajando tantas horas como hace
décadas –o incluso más– mientras una parte creciente de la
población es transformada en “población obrera sobrante”,
entonces lo que debe ser cuestionado es ese monopolio privado sobre
los medios de producción, que choca cada vez más duramente con las
necesidades de una mayoría.
La
propuesta de trabajar menos horas para trabajar todos, sin afectar
negativamente los salarios, pone en cuestión la naturalidad del
“derecho” del empresario a disponer de la fuerza de
trabajo como le plazca en función de acrecentar sus ganancias, en
tanto esta atribución –pilar fundamental para asentar las
relaciones de producción capitalistas– requiere para perpetuarse
un progresivo deterioro para una franja de asalariados. Se trata de
un planteamiento que solo podría realizarse íntegramente por un
gobierno de trabajadores que se proponga hacer saltar –a nivel
internacional– a este sistema basado en la explotación social. Si
el capitalismo ha creado posibilidades –gracias a la tecnología de
reducir el tiempo necesario para asegurar la reproducción de los
bienes socialmente necesarios– que solo pueden llevarse a cabo
cuestionando los mecanismos de explotación que sostienen a este modo
de producción, “no le queda otra que morir”, para abrir paso a
una organización de la producción articulada no en función de la
ganancia privada sino de las necesidades del conjunto social.
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