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lunes, 25 de mayo de 2020

Un paracaidas para la gente corriente


Fuente, Vizcarra en eldiario.es

Si todo va como se prevé -cosa imprevisible resulta éste gobierno en ocasiones- mañana el Consejo de Ministros aprobará la Renta Básica universal. El Ingreso Mínimo Vital como han decidido llamarlo ha encontrado la frontal oposición de la derecha de éste país, tan franquista como siempre y tan ultra liberal como ha estado de moda hasta no hace nada. La califican como “paguita” desde sus tribunas y voceros habituales para darle una deslegitimación y aumentar el desprecio. Quienes más tienen y los herederos de los que más se han empeñado por los siglos de los siglos en oprimir a la mayoría de la población claman envueltos en banderas (pre y post constitucionales) sabedores que está medida va contra la opresión que ejercen que les permite vivir tan cómodamente gracias a las espaldas de los numerosos que malviven.
Los mismos que nunca han defendido la sanidad pública o la educación pública. Los que no han salido a las calles a protestar contra la corrupción, los paraísos fiscales o la hipocresía son los que incendian las redes y molestan en las calles a base de cacerolas y cucharas de plata. Defienden una libertad, la de ir al bar o a jugar al golf. Son poseedores del derecho de ser caritativos, del privilegio de la condescendencia, ejerciendo desde arriba de forma vertical una suerte de redistribución de la riqueza que paradójicamente les beneficia a ellos. No pueden tolerar que el Estado de manera horizontal primando la igualdad y la fraternidad, distribuya una renta que ayuda a garantizar las necesidades mínimas de la población, por mucho que se hagan llamar patriotas.
Porque más que patriotas son patrioteros de tres al cuarto. Durante años bajo el yugo de la austeridad y la contención presupuestaria se ha acentuado la desigualdad hasta cuotas de campeón del mundo. La desregulación financiera y laboral ha convertido el mundo del trabajo (por favor, no lo llaméis mercado, que los trabajadores no somos lechugas o berzas) en un nido de precariedad y esclavitud encubierta. Las empresas ganaron competitividad, suposición está nunca demostrada empíricamente, a costa de los trabajadores a los que nos han condenado no sólo a ser víctimas de la crisis sino también de la recuperación.
El proceso ha sido explicado muchas veces. Los primeros damnificados de la recesión fueron los eventuales, a los que se expulsó del mercado en el primero de los ajustes. Posteriormente, fue el turno de los trabajadores fijos mejor pagados, que desfilaron hacia el paro mientras eran sustituidos por otros con peores condiciones salariales. Finalmente, entró en acción la reforma laboral sin ningún tipo de negociación, sino impuesta a fuego y hierro por la patronal, que incrementó la devaluación salarial al permitir a las empresas hacer de su capa un sayo al desactivar la negociación colectiva. El resultado ha sido demoledor: se produce tanto como antes de la crisis con más de dos millones de trabajadores menos y con un coste salarial notablemente más bajo. En resumen, se crece porque las espaldas de los asalariados son anchas y sus estómagos más pequeños.
Lo que aumentaron fueron las bonificaciones y dividendos, mientras bajaban los costes salariales. El resultado: Adiós a la hucha de las pensiones y a la sostenibilidad de la justicia social, porque el dinero generado con crecimientos al 3% no llegaba a la economía real, se quedaba en paraísos fiscales y en lujos de una minúscula minoría, al tiempo que la inmensa mayoría no podía llenar las arcas del estado pese a los impuestos a clases bajas más altos de Europa: tramos bajos del IRPF, IVA, consumo y cotizaciones sociales.
Si no hay dinero en el bolsillo de las familias trabajadoras, no hay consumo. Es tan sencillo, que abruma que nos hayan llevado a una situación como la que tenemos ahora, y sobretodo teníamos antes del COVID-19.
Y es que ha llegado a un punto en el que subidas salariales pactadas entre los agentes sociales pro-śistema (entre el 2’5 y el 4%) no sirven para sacar a la población de la miseria y la indignidad.
Ese escenario es el que está legando la crisis de un sistema capitalista que se desmorona por momentos. Una globalización que ha hecho universal la precarización, en vez de la mejora de las condiciones de vida. Un modelo político de democracia liberal que prima la libertad individual abriendo las puertas al fascismo y la barbarie. Todos ellos en clara crisis porque sus propuestas se muestran fallidas, causando un dolor cada vez más amplio y cada vez más dramático.
Por eso se hace necesario la inversión en una Renta Básica Universal. Es una opción de gasto, una política tan legítima como la que tuvieron los adalides del modelo ultraliberal de aplicar en Europa, socializando las pérdidas de los bancos, recortando el gasto público, destruyendo los derechos de los trabajadores. Todas ellas indiscutiblemente fallidas.
Ahora aunque sea dentro del capitalismo y dentro del modelo político social liberal es de alabar y de defender por justa y necesaria una medida, la renta básica, que supone un hito más en el compromiso que el ala más a la izquierda del gobierno de coalición por no dejar a nadie atrás y por redistribuir de manera más equitativa la riqueza.
La definición de Renta Básica es concisa y palmaria: se trata de un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho de la sociedad, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta, y sin importar con quién conviva. Más escuetamente: es un pago por el mero hecho de poseer la condición de ciudadanía.

Esta definición la tomo de Daniel Reventós, el mayor experto en España sobre Renta Básica Universal, y de su libro La Renta Básica por una ciudadanía más libre, más igualitaria y más fraterna. Una obra enriquecedora y trascendente en la materia y en la justicia social.

Pero esa definición puedo estructurarla de la siguiente manera:

1) La Renta Básica permite, en primer lugar, en la medida en que constituye una asignación incondicional, garantizada, sortear los elevados costes asociados al examen de recursos que cualquier subsidio condicionado exige; la simplificación administrativa que con la Renta Básica se alcanza puede ser crucial con vistas a una efectiva racionalización de las políticas sociales y de redistribución de la riqueza.
2) El hecho de que la Renta Básica se garantice ex-ante, la convierte en una medida esencialmente preventiva de la exclusión.
3) A diferencia de los subsidios condicionados, la Renta Básica no constituye un techo, sino que define sólo un nivel básico, a partir del cual las personas pueden acumular cualquier otro ingreso.
4) La Renta Básica permite eludir la llamada trampa de la pobreza, la cual aparece cuando la percepción de los beneficios, fiscales o de otro tipo, se halla condicionada a la verificación, por parte de las autoridades, de la suficiencia de los ingresos recibidos dentro del mercado laboral.
5) La incondicionalidad de la Renta Básica trae consigo también la promesa de erradicar o mitigar diversos modos asistenciales fundados en el clientelismo, y en los diversos y nocivos efectos conocidos de éste: formación de una burocracia parasitaria, formal o informal; robustecimiento de las relaciones de dependencia; desorganización de la vida política autónoma de los estratos más pobres o necesitados de la población.
6) Y aun hay que decir, finalmente, que la Renta Básica permite evitar los daños psicológicos y morales vinculados a la estigmatización social del perceptor de un subsidio condicionado.

Y es que las grandes desigualdades sociales son las causas de la falta de libertad y lo que es peor, de la ausencia de fraternidad y de igualdad. Estas grandes desproporciones en la riqueza, estas inmensas bolsas de pobreza, el hambre conviviendo geográficamente con la más insultante opulencia, todo ello provoca falta de libertad para la inmensa mayoría. Igualdad y libertad no son dos variables a elegir, si más de una menos de otra y viceversa. Las grandes desigualdades crean un problema profundo de libertad para la gran mayoría. El que no tiene la existencia material garantizada debe pedir permiso a otro para poder vivir. ¿Qué libertad tiene el trabajador que no sabe si el mes próximo, quizás la semana próxima, seguirá teniendo aquel puesto de trabajo que le proporciona el sustento diario? ¿Qué libertad tiene la mujer materialmente dependiente del marido o amante, que la maltrata, la domina y, a veces, llega a asesinarla? ¿Qué libertad tiene el desempleado que vive marcado con el estigma del subsidio público, si quizás vive en un país europeo, o de la caridad, si vive en un país pobre y tiene algo de suerte? No son libres como no lo es aquella persona que no tiene el derecho a la existencia material garantizada y tiene que pedir permiso a otros para vivir.
Hablamos pues de la renta básica universal como elemento constitutivo de un derecho de ciudadanía. La renta básica es la concreción política de los valores republicanos a los que debe aspirar ver culminados nuestra actual democracia, es decir, los de libertad, igualdad y fraternidad. Fraternidad en cuanto a que la sociedad reparte una porción de la riqueza que genera entre toda la ciudadanía como manera de garantizar su derecho a la existencia, a la vida. Igualdad porque se otorga a toda la ciudadanía, independientemente de cualquier otra condición socio-económica. Libertad a garantizar unas condiciones de vida mínimas que permita a las personas decidir verdaderamente sobre su desarrollo personal o sobre las condiciones de acceso al mercado laboral, sin tener que hipotecar estos derechos ante el chantaje permanente de los poseedores de la riqueza, que la utilizan como una herramienta de sumisión.
Volviendo a la obra de Daniel Reventós indicar como el hace al final de su libro:
No es posible hacer depender los derechos asociados a la ciudadanía del funcionamiento libre del mercado. Hay que recuperar el contenido político de la ciudadanía. Pero hay que recuperarlo en la práctica. Y en la práctica, el ejercicio de la ciudadanía pasa por el acceso a los recursos necesarios para poder vivir con la mayor libertad posible. De ahí la reivindicación de disociar del empleo aquella Renta Básica considerada como mínimo vital para llevar una existencia digna mediante la instauración de alguna forma de Renta Básica. Sus características serían las siguientes: se trata de un ingreso pagado por el gobierno a cada miembro pleno de la sociedad, a) incluso sino quiere trabajar, b) si tener en cuenta si es rico o pobre, c) sin importar con quién vive, y d) con independencia de la parte del país en la que viva (Van Parijs, 1996). Esta Renta Básica no se asienta sobre el valor del trabajo ni puede ser concebida como una remuneración del esfuerzo individual, sino que tiene como función esencial distribuir entre todos los miembros de la sociedad una riqueza que es el resultado de las fuerzas productivas de la sociedad en su conjunto y no de una simple suma de trabajos individuales. Se trata de un ingreso no condicional, lo que lo diferenciaría de los ingresos mínimos de inserción. Al contrario que éstos, no es el subsidio de la marginalidad, sino el salario de la ciudadanía. No es concebido como una provisión (es decir, como una simple cantidad de dinero que el Estado otorga magnánimamente, siempre revisable según la coyuntura), sino como una titularidad, es decir, como un derecho exactamente igual al conjunto de derechos sociales asociados al desarrollo del Estado Social: derecho a la salud, derecho a la educación, etc.

No hay ciudadanía plena sin un nivel de subsistencia garantizado.


jueves, 11 de mayo de 2017

Reducción de la jornada laboral: Una quimera necesaria


Desde la implantación de la Revolución Industrial y con los primeros avances tecnológicos siempre el trabajador, la clase obrera, ha mirado con recelo, cuando no con miedo los avances en robotización y la inteligencia artificial a los que considera agentes de intervención con los que es imposible competir a la hora de optar a un puesto de trabajo.
Tal sentimiento aunque quizás soterrado en los ingenios de la neo-lengua, ha permanecido indeleble en el alma del obrero y perturbando en no pocas ocasiones sus previsiones y ansías de futuro.
Por supuesto, no fue una excepción la crisis (estafa) económica de 2008 y en la actual fase de desarrollo, de fingida recuperación económica cuando no un nuevo engaño, los números avalan la realidad de un problema social que empieza a cuestionar seriamente el estado de la producción económica y la ocupación social de los seres humanos. Baste como ejemplo, el caso de Estados Unidos, donde desde el crack de 2008, los trabajos creados son mayoritariamente en el sector servicios y el comercio, siendo puestos mal remunerados, precarios y con extrema inestabilidad temporal.
En este contexto, se hace necesario con más ahínco aún si cabe, retomar el discusión la reducción de la jornada de trabajo a 6 horas diarias (30 semanales). Si es cierto que disminuye el volumen de trabajo a realizar, tanto por factores estructurales de largo plazo –porque la automatización creciente de los procesos productivos hace que se pueda producir lo mismo con menos tiempo de trabajo humano– como por razones más coyunturales pero igual de poderosas –el crecimiento débil que parecería haber llegado para quedarse en las economías más ricas– ¿por qué no repartir el trabajo social entre todas las manos disponibles?
Por mucho empeño que la economía mainstream, los medios de comunicación de masas y los “expertos”, haya puesto en los últimos 150 años en tratar de refutar a Karl Marx y a economistas clásicos como David Ricardo y Adam Smith que reconocían en el trabajo la fuente única del valor –y por lo tanto de la ganancia– a la hora de la verdad los dueños de los medios de producción y sus gerentes saben que cada segundo cuenta. Obtener más trabajo por el salario que se paga es una de las claves para incrementar la tasa de rentabilidad.
No sorprende entonces que a pesar de las posibilidades técnicas planteadas por el incremento de la productividad, en el siglo XXI se trabaje tanto –o más– que en el siglo XX. Por tomar un ejemplo, en los EE. UU. la productividad se duplicó entre 1979 y 2016 según el U.S. Bureau of Labor Statistics (y se triplicó desde 1957). Sin embargo, si al comienzo de este período las horas trabajadas a la semana en la ocupación principal en los EE. UU. eran de 37,8, en 2016 fueron de 38,6. Se trabaja más, y no menos, que hace 40 años.
La situación no es muy distinta en otros países del llamado primer mundo. En Francia, que en el 2000 introdujo la semana corta de 35 horas laborales, estas ya casi no se aplican, entre horas extras y días de vacaciones. El ataque comenzó tempranamente, en 2003 con la ley Fillon (por el entonces ministro François Fillon, hoy derrotado de la derecha bipartidista en las elecciones presidenciales), que cambió las horas extraordinarias aceptadas desde 130 a 200 al año, y mantuvo la posibilidad de que las empresas impongan horas extras. En 2015-2016 la ley Macron (ahora Presidente electo de la República tras estas elecciones) estableció la obligación de trabajar el domingo en el comercio, igualó el trabajo nocturno con el trabajo por la tarde (es decir eliminó complementos salariales de nocturnidad y jornada intensiva) y extendió el tiempo de la jornada laboral hasta 12 horas diarias y 60 semanales. La decisión posterior del Senado para re-introducir las 39 horas en lugar de 35, fue un paso más en el camino de avalar la eliminación de todas las barreras legales a la libertad de los empresarios para explotar el trabajo. Según Eurostat en Francia trabajan 40,5 horas a la semana. Fillon planteaba antes de las elecciones pasar a 39 horas semanales, pero pagar solo 37, “para ganar competitividad”.
En Alemania, apelando al chantaje de la deslocalización del trabajo hacia el Este, Siemens impuso en abril de 2004 a los trabajadores de la fábrica en Bocholt un acuerdo que se consideró “una ruptura de época en la historia económica de la República Federal”: el regreso de 35 a 40 horas sin ningún tipo de aumento de los salarios. En el mismo año Opel obligó a los trabajadores y al sindicato a acordar una semana de trabajo de 47 horas a cambio de una promesa –incumplida– de no despedir. Las estadísticas hablan por sí solas: en Alemania la proporción de trabajadores de sexo masculino que trabajan entre 35 y 39 horas ha caído de 55 % en 1995 al 24,5 % en 2015; la proporción de los que trabajan 40 horas o más aumentó en el mismo período del 41 % a 64 %. Tomando el total de trabajadores, hombres y mujeres, el primer rango cayó de 45 % a 20,8 %, mientras el segundo ascendió de 32,7 % a 46 %.
Sin embargo y con todo, las relaciones laborales actuales se ajustan a las necesidades de las empresas que apuntan hacia una mayor flexibilidad, entendida esta siempre como menos derechos para los trabajadores y menos obligaciones para los empleadores. Hoy, una de las principales impugnaciones a la tradicional jornada de 8 horas viene por parte de las propias empresas. Y no precisamente porque busquen liberar a los asalariados de la pesada carga del trabajo.
Más aún, es la propia relación salarial lo que se reformula: empresas como Uber construyen grandes emporios contando con una plantilla laboral mínima, mientras el servicio que define a la empresa es llevado a cabo por trabajadores “independientes”. Esto, que ha dado en llamarse la “economía gig”, viene acompañado de nuevas técnicas de persuasión o coacción para arrancar más trabajo de estos trabajadores independientes. “Les mostramos a los conductores áreas de alta demanda o los incentivamos para que conduzcan más”, admite un portavoz de Uber. En el caso de Amazon, una investigación de la BBC mostró que los conductores encargados de su reparto, en Gran Bretaña, estaban forzados a trabajar 11 horas o más, e incluso hacer sus necesidades dentro de sus vehículos para poder cumplir con las exigentes metas de entregas de la compañía, que podían llegar hasta 200 paquetes diarios. Incluso así, a pesar de lograrlo, en muchos casos apenas cubrían el equivalente a un salario mínimo, ya que debían hacerse cargo de los costos de alquiler del vehículo (o mantenimiento si era propio) y seguro. Sí, es la misma Amazon que inauguró un local sin personal en Seattle, mostrando el rostro real de la virtualización de la economía y de las relaciones humanas: el de la economía “gig” como un salto más en la extensión del “precariado”. ¿Qué tienen en común un caso y el otro, y los de muchísimas empresas similares en todo el mundo? Que sus “colaboradores” son contratistas independientes, que carecen por tanto de la mayoría de las protecciones asociadas con el empleo.
Para ello se ha hecho necesaria además del desmantelamiento del asociacionismo sindical, entendido éste de forma horizontal, revolucionaria, vigilante y defensor de las condiciones laborales desde lo local hasta lo global, la conveniencia de los gobiernos y de las entidades económicas supranacionales. La ola de conservadurismo y neoliberalismo económico motivo a base de des-regularizaciones de la economía, una hiper financiarización de la misma, que ayudó a hinchar las burbujas de entre cambio de siglo que explotaron en 2008. Después lejos de depurar responsabilidades, las instituciones internacionales como el FMI o la UE presionaron para que las deudas bancarias se rescataran con dinero público que se ha ido retrotrayendo del gasto social de los presupuestos nacionales, abriendo de propina la puerta de nuestros hospitales, colegios, universidades o asistencias sociales a las empresas privadas que así encuentran un nicho donde hacer negocio.
Pero no todo han sido malas noticias en el debate sobre la reducción de la jornada laboral. Existen varios casos de empresas que han comenzado a acortar la jornada, a pesar de que cada minuto de trabajo que sacrifican es un “costo de oportunidad” para los empresarios. Lo hacen, obviamente, no por ninguna vocación caritativa sino apuntando a lograr a cambio mayor productividad durante el tiempo que sus empleados están en el trabajo. Suecia puso a prueba una iniciativa en el sector público de la asistencia a los ancianos donde se redujo la jornada a 30 horas semanales (6 horas diarias). Según la evaluación realizada las enfermeras se declaraban más felices, mejor remuneradas (es como si la hora de trabajo se pagara un 33% más) y su productividad aumentó. Aunque su trabajo le costó más caro a la administración de las empresas, y esto terminó determinando a comienzos de este año el abandono de esta experiencia, el cuidado de los pacientes mejoró ya que las enfermeras se cansaban menos.
En 1930, a un año de iniciada la Gran Depresión, el Lord John Maynard Keynes publicó “Las perspectivas económicas para nuestros nietos”, un texto en el que a pesar del penoso presente, se mostraba confiado sobre las perspectivas futuras que ofrecería en el futuro el desarrollo de la productividad. “Podría predecir que el nivel de vida en los países avanzados dentro de cien años será entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es hoy”. Considerando esta perspectiva, confiaba en que “turnos de tres horas o semanas laborales de quince horas” serían más que suficientes para satisfacer las necesidades económicas. Como ya hemos visto, el aumento de la productividad le dio la razón a la previsión de Keynes en la mayor parte de los países ricos, pero no ocurrió lo mismo con las horas trabajadas.
Las posibilidades creadas por el desarrollo de la técnica, en manos del capital, se convierten en una pesadilla para los trabajadores. El auge de las comunicaciones y el abaratamiento de los costos de transporte de las últimas décadas no redujeron las horas de trabajo en los países industrializados, sino que disminuyeron la cantidad de trabajadores ocupados; en parte por la automatización de tareas en las actividades productivas que se siguen haciendo en las economías ricas, y en parte porque los empleos se relocalizaron en los países donde la fuerza de trabajo es más barata y donde se la puede hacer trabajar también más horas. El siguiente paso en la degradación de las condiciones laborales operó aún más en favor del capital, que ha podido imponer en todo el mundo un “arbitraje laboral”, haciendo que los trabajadores de los distintos países compitan cediendo en condiciones de trabajo y remuneración para asegurar el empleo. Las fuerzas productivas hoy disponibles permitirían ampliamente ofrecer a toda la humanidad el acceso a los bienes y servicios fundamentales, al mismo tiempo que reducir para miles de millones de hombres y mujeres la carga del trabajo. Pero esto choca con las relaciones de producción capitalistas que dependen de la explotación de la fuerza de trabajo, arrancándole plusvalías cada vez más y más abusivas al trabajo, para asegurar la ganancia que es el motor, que ellos interpretan, de esta sociedad.
Plantear la reducción de la jornada de trabajo mediante el reparto de las horas de trabajo entre todas las manos disponibles, sin afectar el salario (garantizando para todos los ocupados un ingreso acorde al coste de la vida y a la dignidad personal y colectiva), choca frontalmente con lo hecho hasta ahora a la hora de afrontar crisis económicas.
Mientras que la única respuesta puesta en práctica hasta ahora y esgrimida por los “expertos” al servicio del empresauriado y la cohorte neoliberal es la flexibilización de las condiciones del trabajo y la bajada de salarios aparecen otras propuestas como la reducción de la jornada laboral sin tocar los salarios que permite repartir con mayor equidad y justicia social el trabajo disponible, permitiendo con ello la vida digna.
No entró a proponer, de momento, la puesta en práctica de una Renta Básica, un pago periódico y universal para toda la población que vendría costeándose a través del IRPF (con la necesaria reforma estructural para aplicar justicia impositiva en este mundo capitalista). No. Estoy diciendo que en todos los trabajos, de cualquier graduación, fueran en la empresa privada o en el funcionariado del Estado y el resto de administraciones. Sin olvidar a los autónomos, y sin recortar los salarios, se reduzcan a 30 horas semanales laborales, reforzando los mecanismos de vigilancia y sanción para quien incumpla esta premisa.
Conseguiríamos en primer lugar que donde trabajan 3 personas a 8 horas diarias, tuviéramos a 4 trabajando 6. Lo que reduciría el paro. Esta reducción también favorecería la productividad, como han demostrado todas las experiencias previas en reducción de jornada laboral y los estudios publicados sobre la materia. Y como yo puedo atestiguar: Rindo y mis compañeros también, mucho más, el viernes trabajando 6 horas, que las tardes de lunes a jueves que trabajo 8 horas.
Con ello se recaudaría mucho más por cotizaciones. Se favorecería de forma notable la conciliación de la vida familiar. Y manteniendo los sueldos, la gente disponiendo de dinero y de tiempo los emplearía en su ocio y realización personal, lo que fomentaría más el consumo, creando a su vez más puestos de trabajo.
Además, y volviendo a los planteamientos filosóficos, llevar adelante esta exigencia, significaría además, poner en cuestión la naturalidad del “ejército industrial de reserva”, término con el que Marx caracteriza el rol que juega la fuerza de trabajo desempleada o semiempleada; su existencia es la que permite que los mecanismos de mercado operen en lo que respecta a los salarios de forma favorable al capital, limitando el crecimiento de los salarios en los momentos de auge y facilitando el descenso de los mismos en tiempos de crisis.
Si están creadas las condiciones para que todos trabajemos menos horas, pero en manos del capital y para asegurar una ganancia, esto significa que algunos deben seguir trabajando tantas horas como hace décadas –o incluso más– mientras una parte creciente de la población es transformada en “población obrera sobrante”, entonces lo que debe ser cuestionado es ese monopolio privado sobre los medios de producción, que choca cada vez más duramente con las necesidades de una mayoría.
La propuesta de trabajar menos horas para trabajar todos, sin afectar negativamente los salarios, pone en cuestión la naturalidad del “derecho” del empresario a disponer de la fuerza de trabajo como le plazca en función de acrecentar sus ganancias, en tanto esta atribución –pilar fundamental para asentar las relaciones de producción capitalistas– requiere para perpetuarse un progresivo deterioro para una franja de asalariados. Se trata de un planteamiento que solo podría realizarse íntegramente por un gobierno de trabajadores que se proponga hacer saltar –a nivel internacional– a este sistema basado en la explotación social. Si el capitalismo ha creado posibilidades –gracias a la tecnología de reducir el tiempo necesario para asegurar la reproducción de los bienes socialmente necesarios– que solo pueden llevarse a cabo cuestionando los mecanismos de explotación que sostienen a este modo de producción, “no le queda otra que morir”, para abrir paso a una organización de la producción articulada no en función de la ganancia privada sino de las necesidades del conjunto social.

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