Mostrando entradas con la etiqueta reducción. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta reducción. Mostrar todas las entradas

jueves, 27 de marzo de 2025

Una vuelta utópica a la necesaria reducción de la jornada laboral


Como es ya habitual, fruto por una parte de la siempre exacerbada alta política en España, y por otra, de la aceleración de los tiempos, la actualidad se vuelve vertiginosa y los temas se crean, se transforman y diluyen. Los problemas se perpetúan. Las propuestas, escasas, se desvanecen y ni siquiera permean. Y las soluciones sobre el terreno acaban posponiéndose. Una de ellas, todas la que tienen que ver con la racionalización de los horarios, y en particular, con la reducción de la jornada laboral es un perfecto ejemplo.

Como radical y rebelde defensor de esta medida de dignidad, pero también de productividad, de la clase trabajadora ya he hablado en varias ocasiones de este tema. Aquí dejo ambos enlaces interrelacionados y sobre los que voy a partir para actualizar la propuesta:

- Reducción de la jornada laboral: Una quimera necesaria

- Una vuelta filosófica a la necesaria Reducción de la Jornada Laboral


Si vuelvo al tema en este momento es porque mientras entran y salen nuevos y viejos problemas, una de las medidas estrella del grupo político Sumar en el gobierno de coalición era la reducción de la jornada laboral, que ha quedado, parece, en el limbo, mientras se negocia con otras fuerzas y se trata de sacar unos más que necesarios presupuestos.

Hay quienes parten de ciertas evidencias y noticias sobre un futurible escenario de abundancia en el que planteamientos de reducción de la jornada laboral serían más que evidentes. Se habla de avances tecnológicos y científicos que abaratarian casi hasta el coste cero la producción de energía, que además serían limpias y renovables. Se apunta el progreso en materias de biotecnología, y en sus distintas ramas, que nos llevarían a un mundo de alimentación ilimitada, creada en laboratorio, que reduciría el impacto medioambiental y en el bienestar animal. Se pone como ejemplo el avance exponencial de la Inteligencia Artificial y la digitalización de la economía. Ejemplos todos estos y más, de que en teoría, nos vamos hacia una sociedad opulenta, en la que los límites económicos y ecosistémicos serían superados por el ingenio humano y la tecnología. En cualquier caso, me parece que plantear estas ensoñaciones de recursos ilimitados cuando es bien evidente la naturaleza finita del medio natural y de la propia vida, es, por lo pronto una utopía, cuando no una cháchara mentirosa y auto-complaciente.

Porque, a parte de la realidad de un mundo de necesidades permanentemente ilimitadas y satisfechas con recursos cada vez más escasos, existe una sobreponderancia del beneficio económico. No parece muy inteligente creer que porque se construya un mundo de abundancia infinita y eficiencia absoluta, el reparto de estos beneficios vaya a ser equitativo, o cuando menos social. Lo que nos enseña la Historia y la experiencia (y por ejemplo, no hace tanto de la pandemia de covid-19) es que todo avance económico y tecnológico ha devengado en un ejercicio especulativo colosal del que se han beneficiado las élites que ya estaban o que se creaban por su dominio previo de los condicionantes de tal beneficio.

Las utopías se volverán distopías, y la vida para el grueso de la población, decena de mil millones de personas al paso que vamos, se medira en dolor y en injusticia. Por ello las políticas activas que planteen modelos alternativos son la solución. Puede ser el Decrecimiento o la inclusión de sistemas de Renta Universal. Acciones en favor de derechos tangibles de ciudadanía (alimento, vestido, vivienda, cultura), y políticas de dignidad por las condiciones materiales de las clases trabajadoras (o bajas o populares) como pueda ser la reducción de la jornada laboral, y la puesta en marcha de políticas urbanísticas y de movilidad que devuelvan tiempo a las y los trabajadores.

Sin duda, la propuesta gubernamental actual es muy tímida, por no llamarla directamente cobarde o una estafa. Una reducción de apenas 30 minutos al día (total de 2.5 horas a la semana en la joranda máxima de 40 horas que pasaría a 37.5), al tiempo que en otra negociación planifican con la patronal y los sindicatos mayoritarios una ampliación de la edad de jubilación hasta los 72 años. Una vergüenza que partidos, y me da igual que sean nuevos, que ya no estén en el gobierno, o viejos se denominen "de izquierdas" y permitan tal atropello.

Esta no es la solución que se necesita y reclama. No. Todo lo contrario. En el contexto económico y productivo actual el camino es reducir agresivamente la duración de la jornada laboral, llevando la jornada laboral máxima diaria a 6 horas. La semanal a 30. Favoreciendo el establecimiento de semanas de 4 días laborables. Prohibiendo las horas extraordinarias y persiguiéndolas. Alentando una mayor creación de empleo y promoviendo las jornadas intensivas, incluidas las de los servicios nocturnos y de guardias, para que sean bien remuneradas. Favoreciendo con ello aspectos como la conciliación familiar y la satisfaccion vital. Y por supuesto, bajando la edad de jubilación para que las clases trabajadoras, productoras, puedan disfrutar de una vejez con salud y dignidad. Todo ello, por supuesto, sin disminuir los salarios y pensiones, es decir, las rentas del trabajo.

En conjunto, se trata no de regalar tiempo, ni tampoco dinero al grueso de la población, sino de devolver la dignidad que se han ganado, y aumentar la productividad. Sin olvidar, como decía ayer, el trabajo de las mujeres que se dedican a las labores de cuidados y mantenimiento de domicilios, incluidas las personas que llevan a cabo las tareas de su propio hogar.

Según diversos estudios actuales, de organizaciones poco-dudosas de pertenecer a sindicatos o partidos de izquierdas, como Cotec o Sigma2, hasta un 81% de la población apoyaría la reducción de la jornada laboral sin pérdida de salario. Han aparecido en estos meses en los que se ha planteado la reducción de la jornada laboral hasta los 37,5 horas a la semana, una reducción como digo muy tímida, consensuada con la patronal en ese infausto clima para las clases trabajadoras de falsa paz o diálogo social. Por lo que no han aparecido debates, ni oposiciones. Es decir, hay consenso.

En este sentido, es evidente pensar que propuestas más radicales y obreristas como las que planteó un par de párrafos arriba si generarían acaloradas respuestas y debates enconados. Permítame dudarlo.

Al mismo tiempo que millones de chinos viajan por Europa gracias a su jubilación a los 55 años, la reducción de la jornada laboral se está llevando a cabo en todo el mundo. Existen experiencias, tanto empresariales como gubernamentales que avalan el éxito y la necesidad de esta medida. En Islandia, en Finlandia, en Francia, en Alemania, en Irlanda, en Japón, en Australia o Nueva Zelanda. La normativa impulsada por el último gobierno socialista en Portugal hacia las 35 horas semanales o el año pasado la propuesta de Berni Sanders por una ley de las 32 horas semanales en Estados Unidos. Y todas estas experiencias demuestran la racionalidad en términos éticos y de justicia social, pero también productivos y económicos de esta medida.

Partamos por definir que es el tiempo de la jornada laboral:

En esencia, cada trabajador o trabajadora “vende” en el mercado laboral su tiempo, su “vida”, con un gradiente de valor añadido en base a la experiencia o la formación profesional o académica que posee. Es decir, la fuerza de trabajo es la capacidad individual de producir (en un entorno concreto) y se mide por el número de horas que nuestro cuerpo y nuestra mente, pueden ser productivos. Esta relación se formaliza en un contrato de trabajo y fomenta una retribución por el tiempo efectivo de trabajo (NO el dedicado en ir o venir al puesto de trabajo). Todo ello queda regulado en estatutos de los trabajadores, convenios profesionales, tablas salariales y reglamentaciones de seguridad laboral. En conjunto, lo que provoca es que el o la trabajadora se conviertan en factores de producción, como las máquinas, las herramientas, las materias primas o la energía. Suponen un coste para el empresario y por lo tanto, las personas que trabajan se convierten en “cosas” (cosificación de los trabajadores, en palabras del filósofo marxista Lukács).

En el afán por luchar contra esto, y en volver a ser más personas, más humanos, entran las luchas por la reducción de la jornada laboral (o la disminución de la edad de jubilación).

Llevamos ya más de 100 años con reglamentaciones que fijan en 40 horas semanales el tope de las jornadas laborales. Llegaron con tremendos sacrificios y dolor de las clases de trabajadoras conscientes de su situación de indignidad, pero también de su poder como fuerza productiva y también revolucionaria. Sabedores de su componente internacional. Su éxito se fraguó en normativas como la Ley de las 40 horas, impuesta en Estados Unidos en 1922, o la Ley del trabajo de las Cortes de la Segunda República en 1931 que fijaban en 40 horas el máximo y la obligación de devolución de las horas extraordinarias por parte del empresario.

Cien años después no hay que ser un marxista declarado, ni un comunista convencido para entender que vivimos una auténtica injusticia, que además, tiene un componente de irracionalidad y de crueldad. No se explica que trabajemos las mismas horas, o incluso más, o muchas más si incluimos los tiempos de traslado a los centros de trabajo, hoy en día, momento de la economía digitalizada y mecanizada, de la industria tecnológica y de los procesos mecanizados, que cuando la electricidad y los motores de explosión eran la novedad en las cadenas de producción. Aquí pareciera que los propietarios del siglo XIX que protestaban ante las huelgas de sus trabajadores para rebajar jornadas laborales de 14 o 16 horas diarias, hubieran acabado ganando el debate. Cuando llevan 200 años cacareando las mismas nefastas consecuencias, profecías, evidentemente desmentidas por la Historia y por la razón.

Vuelvo a citar aquí a Keynes quien en 1930, un año después del crack bursátil, ya aventuraba que para este momento histórico, para la actualidad, las jornadas laborales serían de 15 horas semanales, debido a la mejora tecnológica y en las formas de producir. Si parte de los trabajos, cuando no tareas productivas completas, son realizadas por máquinas o algoritmos informáticos, lo lógico es que las personas trabajen menos horas y puedan absorberse esos parados de más producidos por el avance tecnológico, con un reparto equitativo del volumen de horas de trabajo necesarias.

Sin embargo, el economista británico falló. Desgraciadamente no contó con otros factores históricos y sociales como la absoluta laminación de los tejidos reivindicativos laborales. La disolución cuasi plena de las clases trabajadoras, atomizadas por un consumismo enfermizo, enfrentadas entre ellas por país, por raza, por género, por sexo, por edad o por profesión, compitiendo entre ellas. Secuestrados en el miedo y en la cultura de masas de raíz burguesa. Individualizados los trabajadores, carentes de una ideología de clase que los ampare tras la desintegración del proyecto socialista de la Unión Soviética y de los sindicatos y partidos de clase, convertidos hoy en engranajes del régimen burgués.

Tampoco ha sido predicho o profetizado qué iba a ocurrir con el tiempo de las clases trabajadoras. Sólo así se entiende el actual ritmo de vida de las clases trabajadoras en Occidente, que lejos de frenarse va en aumento, añandiendo estrés, frustación y diversos problemas de salud. En su recomendable obra, La fábrica del Emprendedor, el sociólogo Jorge Moruno aporta los datos y hechos que explican la situación actual. Este párrafo es ilustrativo:

Vivimos en un país donde la Agencia de Seguridad Alimentaria está controlada por Coca-Cola; el ministro de Economía, Luis de Guindos, viene del Consejo Asesor de Lehman Brothers a nivel europeo y de ser director en España y Portugal; y la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, tiene una empresa denunciada por no pagar a sus trabajadores. Relax era un conocido tema de los años ochenta, relaxing cup of café con leche, de Ana Botella, es la consigna del esperpento posmoderno español. Según el Comité Español de Acreditación Medicina del Sueño (CEAMS), los españoles duermen de media una hora menos que el resto de ciudadanos europeos, y según la Organización Mundial de la Salud (OMS), dormimos 53 minutos menos al día que la media de la UE. El tiempo medio que tardamos en ir y venir del trabajo en España es de 57 minutos, en Barcelona asciende a 68 minutos, y en Madrid, a 71, como destaca un estudio de La Caixa. Otro estudio de la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios en España afirma que se dan «jornadas interminables que inhabilitan a los trabajadores para conseguir una completa conciliación de su vida laboral con su vida personal y familiar». La Fundación Pfizer diagnosticaba en 2010 que un 44% de los españoles y las españolas sufría más estrés que en 2008. Esto se traduce en el consumo de 52 millones de tranquilizantes, colocándonos a la cabeza de los países de la OCDE. También aumenta con la crisis el consumo de hipnosedantes, pasando del 5,1% en 2005 a un 11,4% en 2011.

(Moruno, J. (2015), "Capítulo III. Proletarii". La fábrica del emprendedor. Ed. Akal. p. 33).

Duele encontrar un panfleto de 1998 de Izquierda Unida en el que abogaba por “trabajar menos para trabajar todos”, campaña por las 35 horas, y hoy, nos vayamos a dar un canto en los dientes si acabamos con una jornada de 37,5 horas.

Era el trabajar menos para trabajar todos, pero ya hoy es trabajar menos para vivir más.

Y es que la pandemia de covid de 2020 lo ha cambiado todo. Íbamos a salir mejores. Millones de personas han descubierto que quiere reducir su tiempo de trabajo y ampliar el de su vida, ganar trascendencia con ello. Llegan nuevas generaciones que están aprendiendo y deseando concebirse como personas, y no tanto como trabajadores. Definirse más por quiénes son o quieren ser, y no por a qué se dedican. No deja de ser una notificación de individualismo, alejada de los patrones de solidaridad obrera, pero puede ser la brecha con la que quienes sabemos de la importancia y del sentimiento de pertenencia obrera podamos penetrar y generar una mayor conciencia y articular procesos de lucha que de verdad cambien las cosas.

No se puede olvidar uno de que hoy en día el número de trabajadores, que en el estado español, pero también en todo Occidente, están condenados a la pobreza pese a tener un puesto de trabajo. Una década de crisis neoliberal, sumada a unas políticas criminales de adelgazamiento de los servicios públicos, más la citada pandemia, han legado legislaciones laborales abusivas por parte de una patronal crecida que ha impuesto marcos, sin negociación, sin diálogo y sin paz social, que no han sido contestados por las fuerzas obreras. Bien por inacción de sus teóricos representantes o por desánimo o desconocimiento de los propios trabajadores afectados.

Hoy y todos estos años, el ecosistema laboral es de la sub-contratación y los falsos autónomos, el de los becarios y contratos en prácticas, el de los contratos temporales y a tiempo parcial. El de la indefensión del trabajador frente al patrón. El de la falta de seguridad laboral. El de una precariedad laboral que se convierte en vital cuando hablamos de los jóvenes que se incorporan a un “mercado laboral”, que ya ha conseguido su objetivo: deshumanizar el trabajo y la economía productivas, para convertirlas en bienes especulativos y financieros. Es decir, en dinero.

Se lucha desde la élite contra las subidas del salario mínimo interprofesional o de las pensiones mínimas, pero no se entra en el fraude fiscal, en las excesivas plusvalías o en el capitalismo de amiguetes tan profundo y arraigado en el estado español. Quedan en suspenso las luchas contra los fraudes laborales, las agencias privadas de empleo (verdadero cáncer de las relaciones capital-trabajo) y contra las plataformas “colaborativas” de internet que han deslegitimado la organización obrera, aumentando la precariedad hasta niveles distópicos.

Por ello, hoy es vital que los trabajadores se organicen alrededor de un programa de lucha contra los despidos, contra el trabajo precario y contra el paro, que señale claramente que nuestras vidas valen más que sus ganancias. Hay que reducir la jornada laboral sin merma del salario ni de las cotizaciones, y también hay que disminuir la edad de jubilación. Sin medias tintas, ni concesiones.


¿Una utopía? Posible, justa y necesaria

Imaginad. Imaginad que tenéis, por fin, tiempo y dinero para vuestra vida. Que cumplimos, como individuos y como sociedad, el axioma de trabajar para vivir. No al revés. Imaginad que el sueldo por hora trabajada es justo y adecuado. Permite satisfacer las necesidades vitales desde la base hasta la cúspide de la famosa pirámide de Maslow. Necesidades en última instancia de carácter cultural y de autorrealización para las que en el contexto actual es necesario tanto tiempo como dinero. Pues imaginad un “mundo” en el que tenemos tiempo para una vez siendo adultos seguir aprendiendo. Estudiar otras cosas para sentirnos satisfechos y realizados. Cosas de esas que los gurús económicos llaman “improductivas”, como las artes, la Historia o la Filosofía, pero que son en esencia las que nos distinguen de los primates simples. Imaginad que por fin podéis iniciar ese curso de idiomas o de pintura. Ese taller de lectura y escritura. Poder entrenar y practicar el deporte o tarea física que nos gusta y motiva. O realizar ya ese voluntariado con mayores, niños, con dependientes… Trabajar en un tiempo libre más amplio y desatado de las ligaduras del estrés del empleo y los transportes para generar cooperativas y mejorar el asociacionismo en nuestro entorno. En el de cada uno. Imaginad que por fin tenéis tiempo cada día para mejorar ese entorno. Tanto el urbano como el rural. Limpiando espacios naturales. Trabajando, por qué no, en desescombrar solares y habilitar nuevos espacios, nuevas viviendas.

Imaginad que tenéis tiempo para esto y para más. Para viajar. Para leer. En definitiva, para consumir más. Esto generará, indudablemente, más puestos de trabajo que tendrán que ser satisfechos respetando la duración de la jornada laboral. La economía mejoraría. La sociedad sería más plena y estaría más satisfecha de si misma y de sus expectativas. Más preparada ante crisis de cualquier tipo.

Imaginad que un día cualquiera tenemos y tenéis tiempo para visitar, cuidar y pasarlo con nuestros familiares. Padres, abuelos y también los propios hijos. Imaginad que ya no tienen nuestros progenitores que encargarse de nuestros vástagos. Imaginad que ya por fin pueden viajar. A los fiordos de Noruega o a la isla fluvial del pueblo de al lado. Da igual. Es su tiempo. Imaginad, pues, que no hicieran ya falta “políticas de conciliación familiar” porque la principal, la más justa y garantista, que es la reducción de la jornada laboral ya satisfacería esta necesidad. Ya podríamos conciliar, sin pérdidas de sueldo o de sueño. Sin necesidad de delegar, ni de hacer equilibrismos con calendarios, agendas y relojes.

Imaginad que las empresas, de cualquier sector, públicas y privadas, pueden ya funcionar, de hecho si que pueden, con jornadas intensivas. Con trabajadoras y trabajadores concentrando su esfuerzo productivo en esas 5 o 6 horas diarias (¿por qué no apostar ya por las semanas laborales de 4 días?), o quizás en menos, siendo más rentables para la propia empresa y para la economía en general. Personas que para desplazarse al centro de trabajo como tienen más tiempo quizás puedan también desentenderse del coche y el tráfico. Con turnos rotativos de dos diurnos y sumar uno o dos nocturnos (siempre pagados con dignidad y justicia) dependiendo del tipo de empresa que se trate. Con un reparto del trabajo disponible para hacer nuestro país más grande y mejor.

Imaginad, en definitiva, el mundo del mañana si se pone en marcha una reducción de la jornada laboral justa, sin merma del sueldo o las cotizaciones sociales. Un mundo de personas autorrealizadas, satisfechas consigo mismas, su entorno y su sociedad. Dispuestas a emplearse en mejorarlas y en no dejar a nadie atrás. Imaginaros unidos, en la diversidad, pero reconociendo que formás parte de algo grande, en el que persiste la cooperación. Un mundo de colaboración y no de competencia. Pensad ahora ese nuevo mundo libre, y en cómo estaríamos en él, con confianza y respeto. Pensad en ello, y seguro que llegáis a la misma conclusión que yo: Y es que quienes no quieren que reduzcamos la jornada laboral, quienes desean seguir teniendo gente esclavizada e idiotizada, no nos quieren libres (por mucho que se llenen la boca con la bella libertad), ni autorrealizados. No nos quieren dignos, sino cohibidos. Y no nos quieren con seguridad, sino con miedo. Por ello el mal es fácilmente identificable. Los tenéis ahí.

Es el tiempo de hacer de esta utopía algo real y tangible. Porque es posible, porque es justo y porque es necesario. Sí a la reducción de la jornada laboral sin merma del sueldo ni las cotizaciones.


jueves, 11 de mayo de 2017

Reducción de la jornada laboral: Una quimera necesaria


Desde la implantación de la Revolución Industrial y con los primeros avances tecnológicos siempre el trabajador, la clase obrera, ha mirado con recelo, cuando no con miedo los avances en robotización y la inteligencia artificial a los que considera agentes de intervención con los que es imposible competir a la hora de optar a un puesto de trabajo.
Tal sentimiento aunque quizás soterrado en los ingenios de la neo-lengua, ha permanecido indeleble en el alma del obrero y perturbando en no pocas ocasiones sus previsiones y ansías de futuro.
Por supuesto, no fue una excepción la crisis (estafa) económica de 2008 y en la actual fase de desarrollo, de fingida recuperación económica cuando no un nuevo engaño, los números avalan la realidad de un problema social que empieza a cuestionar seriamente el estado de la producción económica y la ocupación social de los seres humanos. Baste como ejemplo, el caso de Estados Unidos, donde desde el crack de 2008, los trabajos creados son mayoritariamente en el sector servicios y el comercio, siendo puestos mal remunerados, precarios y con extrema inestabilidad temporal.
En este contexto, se hace necesario con más ahínco aún si cabe, retomar el discusión la reducción de la jornada de trabajo a 6 horas diarias (30 semanales). Si es cierto que disminuye el volumen de trabajo a realizar, tanto por factores estructurales de largo plazo –porque la automatización creciente de los procesos productivos hace que se pueda producir lo mismo con menos tiempo de trabajo humano– como por razones más coyunturales pero igual de poderosas –el crecimiento débil que parecería haber llegado para quedarse en las economías más ricas– ¿por qué no repartir el trabajo social entre todas las manos disponibles?
Por mucho empeño que la economía mainstream, los medios de comunicación de masas y los “expertos”, haya puesto en los últimos 150 años en tratar de refutar a Karl Marx y a economistas clásicos como David Ricardo y Adam Smith que reconocían en el trabajo la fuente única del valor –y por lo tanto de la ganancia– a la hora de la verdad los dueños de los medios de producción y sus gerentes saben que cada segundo cuenta. Obtener más trabajo por el salario que se paga es una de las claves para incrementar la tasa de rentabilidad.
No sorprende entonces que a pesar de las posibilidades técnicas planteadas por el incremento de la productividad, en el siglo XXI se trabaje tanto –o más– que en el siglo XX. Por tomar un ejemplo, en los EE. UU. la productividad se duplicó entre 1979 y 2016 según el U.S. Bureau of Labor Statistics (y se triplicó desde 1957). Sin embargo, si al comienzo de este período las horas trabajadas a la semana en la ocupación principal en los EE. UU. eran de 37,8, en 2016 fueron de 38,6. Se trabaja más, y no menos, que hace 40 años.
La situación no es muy distinta en otros países del llamado primer mundo. En Francia, que en el 2000 introdujo la semana corta de 35 horas laborales, estas ya casi no se aplican, entre horas extras y días de vacaciones. El ataque comenzó tempranamente, en 2003 con la ley Fillon (por el entonces ministro François Fillon, hoy derrotado de la derecha bipartidista en las elecciones presidenciales), que cambió las horas extraordinarias aceptadas desde 130 a 200 al año, y mantuvo la posibilidad de que las empresas impongan horas extras. En 2015-2016 la ley Macron (ahora Presidente electo de la República tras estas elecciones) estableció la obligación de trabajar el domingo en el comercio, igualó el trabajo nocturno con el trabajo por la tarde (es decir eliminó complementos salariales de nocturnidad y jornada intensiva) y extendió el tiempo de la jornada laboral hasta 12 horas diarias y 60 semanales. La decisión posterior del Senado para re-introducir las 39 horas en lugar de 35, fue un paso más en el camino de avalar la eliminación de todas las barreras legales a la libertad de los empresarios para explotar el trabajo. Según Eurostat en Francia trabajan 40,5 horas a la semana. Fillon planteaba antes de las elecciones pasar a 39 horas semanales, pero pagar solo 37, “para ganar competitividad”.
En Alemania, apelando al chantaje de la deslocalización del trabajo hacia el Este, Siemens impuso en abril de 2004 a los trabajadores de la fábrica en Bocholt un acuerdo que se consideró “una ruptura de época en la historia económica de la República Federal”: el regreso de 35 a 40 horas sin ningún tipo de aumento de los salarios. En el mismo año Opel obligó a los trabajadores y al sindicato a acordar una semana de trabajo de 47 horas a cambio de una promesa –incumplida– de no despedir. Las estadísticas hablan por sí solas: en Alemania la proporción de trabajadores de sexo masculino que trabajan entre 35 y 39 horas ha caído de 55 % en 1995 al 24,5 % en 2015; la proporción de los que trabajan 40 horas o más aumentó en el mismo período del 41 % a 64 %. Tomando el total de trabajadores, hombres y mujeres, el primer rango cayó de 45 % a 20,8 %, mientras el segundo ascendió de 32,7 % a 46 %.
Sin embargo y con todo, las relaciones laborales actuales se ajustan a las necesidades de las empresas que apuntan hacia una mayor flexibilidad, entendida esta siempre como menos derechos para los trabajadores y menos obligaciones para los empleadores. Hoy, una de las principales impugnaciones a la tradicional jornada de 8 horas viene por parte de las propias empresas. Y no precisamente porque busquen liberar a los asalariados de la pesada carga del trabajo.
Más aún, es la propia relación salarial lo que se reformula: empresas como Uber construyen grandes emporios contando con una plantilla laboral mínima, mientras el servicio que define a la empresa es llevado a cabo por trabajadores “independientes”. Esto, que ha dado en llamarse la “economía gig”, viene acompañado de nuevas técnicas de persuasión o coacción para arrancar más trabajo de estos trabajadores independientes. “Les mostramos a los conductores áreas de alta demanda o los incentivamos para que conduzcan más”, admite un portavoz de Uber. En el caso de Amazon, una investigación de la BBC mostró que los conductores encargados de su reparto, en Gran Bretaña, estaban forzados a trabajar 11 horas o más, e incluso hacer sus necesidades dentro de sus vehículos para poder cumplir con las exigentes metas de entregas de la compañía, que podían llegar hasta 200 paquetes diarios. Incluso así, a pesar de lograrlo, en muchos casos apenas cubrían el equivalente a un salario mínimo, ya que debían hacerse cargo de los costos de alquiler del vehículo (o mantenimiento si era propio) y seguro. Sí, es la misma Amazon que inauguró un local sin personal en Seattle, mostrando el rostro real de la virtualización de la economía y de las relaciones humanas: el de la economía “gig” como un salto más en la extensión del “precariado”. ¿Qué tienen en común un caso y el otro, y los de muchísimas empresas similares en todo el mundo? Que sus “colaboradores” son contratistas independientes, que carecen por tanto de la mayoría de las protecciones asociadas con el empleo.
Para ello se ha hecho necesaria además del desmantelamiento del asociacionismo sindical, entendido éste de forma horizontal, revolucionaria, vigilante y defensor de las condiciones laborales desde lo local hasta lo global, la conveniencia de los gobiernos y de las entidades económicas supranacionales. La ola de conservadurismo y neoliberalismo económico motivo a base de des-regularizaciones de la economía, una hiper financiarización de la misma, que ayudó a hinchar las burbujas de entre cambio de siglo que explotaron en 2008. Después lejos de depurar responsabilidades, las instituciones internacionales como el FMI o la UE presionaron para que las deudas bancarias se rescataran con dinero público que se ha ido retrotrayendo del gasto social de los presupuestos nacionales, abriendo de propina la puerta de nuestros hospitales, colegios, universidades o asistencias sociales a las empresas privadas que así encuentran un nicho donde hacer negocio.
Pero no todo han sido malas noticias en el debate sobre la reducción de la jornada laboral. Existen varios casos de empresas que han comenzado a acortar la jornada, a pesar de que cada minuto de trabajo que sacrifican es un “costo de oportunidad” para los empresarios. Lo hacen, obviamente, no por ninguna vocación caritativa sino apuntando a lograr a cambio mayor productividad durante el tiempo que sus empleados están en el trabajo. Suecia puso a prueba una iniciativa en el sector público de la asistencia a los ancianos donde se redujo la jornada a 30 horas semanales (6 horas diarias). Según la evaluación realizada las enfermeras se declaraban más felices, mejor remuneradas (es como si la hora de trabajo se pagara un 33% más) y su productividad aumentó. Aunque su trabajo le costó más caro a la administración de las empresas, y esto terminó determinando a comienzos de este año el abandono de esta experiencia, el cuidado de los pacientes mejoró ya que las enfermeras se cansaban menos.
En 1930, a un año de iniciada la Gran Depresión, el Lord John Maynard Keynes publicó “Las perspectivas económicas para nuestros nietos”, un texto en el que a pesar del penoso presente, se mostraba confiado sobre las perspectivas futuras que ofrecería en el futuro el desarrollo de la productividad. “Podría predecir que el nivel de vida en los países avanzados dentro de cien años será entre cuatro y ocho veces más alto de lo que es hoy”. Considerando esta perspectiva, confiaba en que “turnos de tres horas o semanas laborales de quince horas” serían más que suficientes para satisfacer las necesidades económicas. Como ya hemos visto, el aumento de la productividad le dio la razón a la previsión de Keynes en la mayor parte de los países ricos, pero no ocurrió lo mismo con las horas trabajadas.
Las posibilidades creadas por el desarrollo de la técnica, en manos del capital, se convierten en una pesadilla para los trabajadores. El auge de las comunicaciones y el abaratamiento de los costos de transporte de las últimas décadas no redujeron las horas de trabajo en los países industrializados, sino que disminuyeron la cantidad de trabajadores ocupados; en parte por la automatización de tareas en las actividades productivas que se siguen haciendo en las economías ricas, y en parte porque los empleos se relocalizaron en los países donde la fuerza de trabajo es más barata y donde se la puede hacer trabajar también más horas. El siguiente paso en la degradación de las condiciones laborales operó aún más en favor del capital, que ha podido imponer en todo el mundo un “arbitraje laboral”, haciendo que los trabajadores de los distintos países compitan cediendo en condiciones de trabajo y remuneración para asegurar el empleo. Las fuerzas productivas hoy disponibles permitirían ampliamente ofrecer a toda la humanidad el acceso a los bienes y servicios fundamentales, al mismo tiempo que reducir para miles de millones de hombres y mujeres la carga del trabajo. Pero esto choca con las relaciones de producción capitalistas que dependen de la explotación de la fuerza de trabajo, arrancándole plusvalías cada vez más y más abusivas al trabajo, para asegurar la ganancia que es el motor, que ellos interpretan, de esta sociedad.
Plantear la reducción de la jornada de trabajo mediante el reparto de las horas de trabajo entre todas las manos disponibles, sin afectar el salario (garantizando para todos los ocupados un ingreso acorde al coste de la vida y a la dignidad personal y colectiva), choca frontalmente con lo hecho hasta ahora a la hora de afrontar crisis económicas.
Mientras que la única respuesta puesta en práctica hasta ahora y esgrimida por los “expertos” al servicio del empresauriado y la cohorte neoliberal es la flexibilización de las condiciones del trabajo y la bajada de salarios aparecen otras propuestas como la reducción de la jornada laboral sin tocar los salarios que permite repartir con mayor equidad y justicia social el trabajo disponible, permitiendo con ello la vida digna.
No entró a proponer, de momento, la puesta en práctica de una Renta Básica, un pago periódico y universal para toda la población que vendría costeándose a través del IRPF (con la necesaria reforma estructural para aplicar justicia impositiva en este mundo capitalista). No. Estoy diciendo que en todos los trabajos, de cualquier graduación, fueran en la empresa privada o en el funcionariado del Estado y el resto de administraciones. Sin olvidar a los autónomos, y sin recortar los salarios, se reduzcan a 30 horas semanales laborales, reforzando los mecanismos de vigilancia y sanción para quien incumpla esta premisa.
Conseguiríamos en primer lugar que donde trabajan 3 personas a 8 horas diarias, tuviéramos a 4 trabajando 6. Lo que reduciría el paro. Esta reducción también favorecería la productividad, como han demostrado todas las experiencias previas en reducción de jornada laboral y los estudios publicados sobre la materia. Y como yo puedo atestiguar: Rindo y mis compañeros también, mucho más, el viernes trabajando 6 horas, que las tardes de lunes a jueves que trabajo 8 horas.
Con ello se recaudaría mucho más por cotizaciones. Se favorecería de forma notable la conciliación de la vida familiar. Y manteniendo los sueldos, la gente disponiendo de dinero y de tiempo los emplearía en su ocio y realización personal, lo que fomentaría más el consumo, creando a su vez más puestos de trabajo.
Además, y volviendo a los planteamientos filosóficos, llevar adelante esta exigencia, significaría además, poner en cuestión la naturalidad del “ejército industrial de reserva”, término con el que Marx caracteriza el rol que juega la fuerza de trabajo desempleada o semiempleada; su existencia es la que permite que los mecanismos de mercado operen en lo que respecta a los salarios de forma favorable al capital, limitando el crecimiento de los salarios en los momentos de auge y facilitando el descenso de los mismos en tiempos de crisis.
Si están creadas las condiciones para que todos trabajemos menos horas, pero en manos del capital y para asegurar una ganancia, esto significa que algunos deben seguir trabajando tantas horas como hace décadas –o incluso más– mientras una parte creciente de la población es transformada en “población obrera sobrante”, entonces lo que debe ser cuestionado es ese monopolio privado sobre los medios de producción, que choca cada vez más duramente con las necesidades de una mayoría.
La propuesta de trabajar menos horas para trabajar todos, sin afectar negativamente los salarios, pone en cuestión la naturalidad del “derecho” del empresario a disponer de la fuerza de trabajo como le plazca en función de acrecentar sus ganancias, en tanto esta atribución –pilar fundamental para asentar las relaciones de producción capitalistas– requiere para perpetuarse un progresivo deterioro para una franja de asalariados. Se trata de un planteamiento que solo podría realizarse íntegramente por un gobierno de trabajadores que se proponga hacer saltar –a nivel internacional– a este sistema basado en la explotación social. Si el capitalismo ha creado posibilidades –gracias a la tecnología de reducir el tiempo necesario para asegurar la reproducción de los bienes socialmente necesarios– que solo pueden llevarse a cabo cuestionando los mecanismos de explotación que sostienen a este modo de producción, “no le queda otra que morir”, para abrir paso a una organización de la producción articulada no en función de la ganancia privada sino de las necesidades del conjunto social.

Camareros: Necesarios, degradados y precarios. Una experiencia personal

Ahora que ya está aquí el veranito con su calor plomizo, pegajoso y hasta criminal, se llenan las terracitas para tomar unas...