lunes, 20 de febrero de 2023

Ir al cine: Un suplicio


 

Ayer decidimos ir al cine a ver As Bestas la formidable y más que recomendable película de Rodrigo Sorogoyen. Y si ahora tengo que ponerme a la tarea de juntar unas letras con un poco de coherencia y sentido, no es por comentar y dar trascendencia a la película, que claramente me ha impactado y sugerido muchas cosas, y sí dar salida al notable cabreo que llevo encima.

Ir al cine ha sido el acto social más común por el que la cultura de masas, pero también el arte, se han acercado a las clases trabajadoras. Al menos desde finales de los años 50 para acá, hasta hace un puñado de años. Normalmente era el acontecimiento semanal de esparcimiento y socialización más importante para las familias, pero también para las parejas, de cualquier edad y la forma de acercarse a mundos distintos al de la rutina.

Sin embargo, hoy en día esa función se ha disipado totalmente. No debería ser malo per se, porque hay que ser consciente de que las sociedades cambian, sus ritmos varían y la naturaleza y el sentido de las cosas, ni se transmiten, ni perduran del mismo modo según pasa el tiempo y las generaciones. El problema estalla cuando el acto de ir al cine se convierte en un tormento que desluce el buen desempeño que una película en concreto pueda tener. Esto aunque no nos pasó anoche y As Bestas reluce por encima de todo lo demás, de mala gana nos quitó parte del disfrute de la obra.

Cada vez voy menos al cine. Y no de ahora. Y no sólo yo. Muchos de mis conocidos y desde hace algunos años pasamos a contar con los dedos de una mano las veces que vamos al cine al año. A veces ni alzamos dedos. Habrá que analizar por qué.

Lo primero de todo es el mero de hecho de encontrar una película que sea atractiva para poder ser vista ante el estreno y en formato grande, de cine. Para rescatar una obra que me pueda siquiera medio seducir, antes hay que descartar cientos de pelis instranscendentes. La película clónica de superheroes de cada semana. El mismo guión sobre el mismo croma verde, con efectos digitales y de sonido pensados para idiotizar al personal. El shump estalla tras los bufles en nuestros oídos, aturdiéndonos con la única intención de evitar que reflexionemos sobre la inconsistencia de la historieta que estamos viendo y el absurdo del planteamiento manido y ya trillado hasta la saciedad. También hay que evitar la comedia bobalicona y la comedia de gracietas con el famoso de televisión. Bochorno en cantidades industriales. Y por último, no menos evitables son la catarata de películas pretenciosas que lo que realmente buscan es facturar ego, y principalmente beneficios a costa de otra sarta de posturetas que se creen la quinta esencia del arte.

Si se encuentra la película que a priori reúne las condiciones necesarias como para molestarse a ir al cine el siguiente paso es desplazarse hasta la sala. Se trata de ir al lugar donde han quedado ya la práctica totalidad de cines en nuestras ciudades. Alojados en los asquerosos centros comerciales, monumentos al consumo masivo y a la irracionalidad del capitalismo a la que se han sumado como buen rebaño, la mayoría de la población. En ese espacio la transmutación del hecho cultural de ver cine se escenifica a la transacción económica que es para lo que han quedado las películas. La socialización ni se busca, ni se desea, menos aún se la espera, porque toda confraternización es susceptible de provocar algaradas y tumultos. La liturgia previo paso por caja es hacer cola. Hacer cola al coger la salida y rotondas al dichoso centro comercial. Hacer cola al aparcar. Hacer cola al coger la entrada, ir al baño y si quieres una botella de agua.

En este punto, no está de más indicar que ya estoy hasta las narices, y ya me ha pasado en otros tipos de establecimientos, de tener que esperar a que el dependiente termine de actualizar sus privadas comunicaciones sociales de su móvil. Si tan ocupado está, en la cola del paro tendrá tiempo de sobra para atender al pedulante whatsapp entrante, la actualización que no puede esperar o a la interacción que parece tiene segundo de caducidad. Pero en el trabajo no, cojones.

Pasemos a la sala. De acuerdo que vi As Bestas en una sala de un multicine de una pequeña ciudad no capital de provincia, pero ¿en serio crees qué es buena idea poner esta película, inmediatamente después de la proyección de una película infantil? ¿te parece normal juntar en el mismo espacio y casi en el mismo tiempo a los dos tipos de público más distinto que se te van a juntar? Sin ni tan siquiera tener 5 minutos para limpiar la sala.

Esa es otra. A ver, gente que vais a los cines: Palomitas no. Jamás. Nunca.

Ya lo he dicho. El alimento o aperitivo más sobre valorado de la historia. No es ya que tengan un sabor repulsivo, que lo tienen, o que sea un atraco pagar por semejante bazofia. Es lo que atenta al resto que tienen que sufriros, joder. Me importa un huevo de escarabajo lo que os metáis en la boca, pero por qué coño si voy a ver una película tengo que aguantar el murmullo de la mano hurgando en el vaso de cartón, el ruido de masticar papel revenido, de tragar manteca rancia. Qué ya es un drama tener que soportar el hedor del aliento palomitero (si va regado con refrescos azucarados la cosa induce al vómito), contra más no poder disfrutar del sonido de la película, diálogos incluidos, porque haya unos gañanes deglutiendo una basura cuqui. O notar como los zapatos se pegan al suelo ante las pisadas grasientas, o como las manos quedan embadurnadas al entrar en contacto con las butacas, los pasamanos y manillares de las puertas Y eso por no hablar de cuando las viandas son patatas en bolsa, nachos con queso, gominolas y otra sarta de guarrerías que por salud deberían estar prohibidas, pero que por buen gusto y vivir en sociedad tendrían que llevaros a la tortura medieval.

A un cine debería de valerle con la película para ser rentable y pagar a sus trabajadores decentemente, incluido aquel personal que vele por la seguridad y el disfrute de los que van a ver una película.

Para continuar metiéndome con el populacho podemos hablar de las pintas en bambas, en chándals y con gorras, que dan auténtico asco, premios compartidos al mal gusto y la chabacanería. Por supuesto, que no se trata en ir al cine de gala, pero entre ir al gimnasio e ir al cine, un armario que se precie debería tener varios separadores, y su dueño o dueña o dueñe, ser capaz de deducir qué atuendo es más acorde a la situación social que va a vivir.

Y el puto móvil qué. Vuelvo al tema del smartphone del que se ve que no sois capaces de despegaros ni dos putas horas. Estoy hasta los huevos de ir al cine y tener que sufrir cada dos por tres, el timbrecito de la notificación entrante. Que pongáis la luz para leer la chorrada que ha llegado o para iluminar el suelo y la butaca porque habéis perdido una lentilla, el himen o un diente de cremallera.

Cuando los teléfonos estaban atados los libres éramos nosotros, no como ahora que no podéis pasar sin mirar la pantalla por si os ha escrito algún miserable como vosotros. Y cuando los móviles eran zapatofonos el aviso a la entrada de la sala era contundente y tajante: Teléfonos apagados. Y se respetaba coño. Y si no puedes ir a ver una película porque necesitas, por vicio, necesidad o imbecilidad, estar constantemente pegado al teléfono te quedas en tu casa, que telemierda y antenabazofia siempre maquinan una programación ajustada para tu gusto.

Y qué me decís de los comentaristas durante la película. Que está claro, ¡faltaría más!, que todo el mundo hace un comentario o una broma con la persona que le acompaña, pero a un volumen adecuado, lindando con el susurro y de forma muy esporádica. Nadie va al cine y pide que le conecten la pista con los comentarios del director para cada escena y cada diálogo. Si no me interesa lo que pueda querer decirme directamente el realizador, cómo me va a importar lo que opine un matao cualquiera.

Qué no estáis solos en el cine, cojones. Qué compartís un espacio con más personas, y que vuestra libertad, termina donde empieza la mía, y viceversa, y en ambos casos, el umbral lo marca el disfrute de todo lo que ofrece la película y la experiencia de verla en el cine.

No puedo tampoco olvidar el hecho de ver una película fantástica con una ambientación sobresaliente y donde el audio, tanto con los silencios, los tonos en los diálogos, la música y el propio sonido ambiente, es parte decisiva del entendimiento y disfrute de la obra en su totalidad. Para que tuviéramos una peor sensación también ayudó el tener una sala indebidamente insonorizada y que se fuera colando el audio de la sala de al lado. Para coronar la proyección, encender las luces justo en la escena final pretendía hacerme rabiar con la película de Sorogoyen. Por fortuna no lo consiguieron.

Está claro que el mundo cambia y las costumbres y rutinas lo hacen a través del tiempo y de las generaciones. No sé en qué punto se ha borrado la educación, el respeto y el saber estar de las interacciones sociales. Cuando estos comportamientos que facilitaban vivir en sociedad y garantizaban que podías salir de casa, cambiar la rutina y disfrutar de las cosas buenas de la vida se cambiaron y se esfumaron.

Tengo claro que el individualismo exacerbado en el que vivimos, en este ultraliberalismo depredador y egoísta y en un capitalismo atroz funciona eliminando lo que nos convierte en seres sociales, los comportamientos más intrínsecos del ser humano, para tenernos atomizados e idiotizados. Con miedo y más y más necesidades continuas, imposibles de satisfacer. Pero que ya no puedas ir al cine a ver una película sin que te molesten me parece el colmo de una pseudo sociedad que se va a la basura. De esto en parte también habla As Bestas.

Hoy en día, los cines están condenados. Van a ser un espacio del pasado. Una sala de un museo, físico o virtual, donde antiguamente se reunía la gente para ver películas. ¿Quién va a querer ir a un cine a pasar un mal rato?

Ahora tienes casi, instantáneamente las películas de estreno (o estrenos directamente) en las plataformas al acceso en tu casa gracias a la línea de internet. Ya no hay que descargarlas (bien han hecho en cargarse millones de servidores que permitían aquel añorado lujo) y las puedes ver con las mejores calidades que la tecnología digital -y poder pagárselo- pueden permitir. Si quieres tumbarte en el sofá de tu casa puedes hacerlo. Si apetece taparse con una manta y meterse mano con tu pareja no hay problema. Si queremos cenar guarrerías o picotear frutos secos viendo la película no pasa nada porque es mi sofá, mi casa y yo limpiaré mi mierda. Y si tenemos que parar la película para ir al baño, contestar al móvil o lo que sea, lo hacemos y no molestamos a nadie. Contra esto es muy difícil que los cines puedan competir, más aún, en el caso de personas que quizás buscamos películas buenas, originales, que nos diviertan y que nos hagan pensar un poquito. Son dos formas de consumir cine totalmente distintas que coinciden en el mismo producto (el cine, y más una película concreta) y que no pueden competir. Porque las comodidades de estar en tu casa sin que nadie te moleste bien valen el hecho de esperar a que el ansiado estreno llegué a casa o a que lo tengamos que ver en un salón pequeño y en una televisión convencional.

Frente a esto, las empresas que poseen los cines (un oligopolio) han decidido apostar todo a una carta: el consumo. Junto a las productoras y distribuidoras tienes una batería semanal de películas infantiles y de blockbusteres de superheroes para aburrir. Ahí tenéis las dos categorías principales del cine hoy en día. Si te sales de estos márgenes vas a tener problemas. Y si reclamas unas condiciones mínimas, que en el caso de las personas con las que he hablado este tema van en que no te estorben el resto de espectadores para poder disfrutar una película te puedes dar por jodido (o jodida, o jodide).

Por cierto, una última cosa. Antes de que alguien salga con el manido paternalismo y el choque generacional de andar por casa, decirle que en la sala en la que se proyectó As Bestas anoche en Alcoy, éramos 12 o 15 personas. Y las dos más jóvenes éramos mi chica y yo que rondamos los 40. Ahí había una buena sarta de boomers dando por culo y comportándose como críos de parvulario y como cerdos de cochiquera.

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