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jueves, 27 de julio de 2023

El derecho al deporte


 El frontón municipal de Santa Marta de Tormes al aire libre

 

La pelota rueda por la tierra, choca con un montículo de arena y tierra apelmazada de las lluvias de hace unos días. Apenas queda luz solar y las farolas simplemente aciertan a delimitar la línea de banda, a veces peligrosamente próxima a la carretera comarcal. El balón bota por menos de un palmo antes de que el joven empeine la propulse hacia la portería delimitada por dos mochilas y la imaginación de los escolares. El balón apenas se separa del suelo pero adquiere gran velocidad. El cautivo portero sabe que va a ser gol en cuanto identifica la trayectoria que lleva, y que pararla, implicaría lanzarse al suelo, poniendo en peligro la integridad física, y mucho más importante en aquellos años: la integridad del chándal que le regalaron sus padres en su último cumpleaños. El simulado intento de intercepción fracasa como no podía ser de otra manera y se suma un nuevo tanto al marcador recordado. “16-12”. Se oye decir. “Vale, empezados de 0 y el primero que llegue a 3 gana”.



El corto relato del párrafo superior compone un pequeño recuerdo de infancia. En realidad, un recuerdo que repetido infinidad de tardes de otoño e invierno, y también de primavera y verano, se han grabado en mi memoria, perfeccionado y seleccionado, hasta hacerlo parte imperecedera de mi persona, y mi pasión por la práctica deportiva.

Jugar al fútbol era el principal pasatiempo de los chavales de mi generación, de las previas, y de una o dos posteriores. Si, estaban los recreativos y también los juegos infantiles callejeros (impagable folclore popular que merece toda nuestra atención y que ayudaba a mejorar las destrezas físicas, psíquicas y también las relaciones sociales, incluidas con el sexo complementario), pero juntarse en la era, o incluso en una calle por la que de vez en cuando pasaba el tráfico rodado, se componía en el pasatiempo favorito de los niños de este país y de Europa en general.

Hoy en día, si vas por África, Latino América u Oriente próximo y medio, siguen improvisándose terrenos de juego y porterías, y sin distinciones de edad o nivel se echan partidos de más de dos horas. Pero aquí ya no.

La escena relatada se daba en nuestro país con precisión extrema. En mi infancia, e incluida la adolescencia, quedar con los amigos (mi círculo de amistad vital) e ir a las pistas era el plan día sí y día también. Tocaba saltar las vallas de los colegios públicos. Estar atentos a la pelota y a si la policía local aparecía. Muchas veces me tocó correr y un par de ellas acabé en el coche, aquel vetusto seat málaga gris, de vuelta a casa. No había canchas de acceso libre y los descampados todos estaban vedados para la próxima obra o sin mantenimiento lo que hacía imposible jugar ahí.

Era eso: jugar. Practicar deporte. Sin molestar a nadie. Sin gastar un duro. Disfrutar del tiempo y el aire libre. Ganar en salud: Muscular, anaeróbica, mejorar las destrezas, la fuerza, la velocidad, la habilidad, la visión espacial, la coordinación, el equilibrio… y también salud mental y social. Tejiendo pequeñas redes, que por aquel entonces, por supuesto, no les daba importancia y no las identificaba, pero que hoy, visto en perspectiva componían un tejido cooperativo de primera magnitud y que podía, debía haber trascendido el mero juego infantil para algo más.

Más tarde ya casi en la juventud comencé a jugar al baloncesto, nunca de manera reglada pero si juntarse con gente en torno a una canasta, deporte que me enamoró a través de la televisión (hay que hablar mucho de esto) y unos años más tarde visitando a un equipo profesional en vivo.

Sin embargo, estas ensoñaciones de mi infancia y juventud ya no se pueden reproducir en los que hoy son niños y adolescentes. Ya no hay pachangas en las calles, ni en los parques y pistas protagonizadas por gente joven. Y eso que ahora se han construido infinidad de pistas de furbito o fútbol sala, basket, voley, etc. y que en teoría, están disponibles para quien quiera usarlas. Llama poderosísimamente la atención el hecho de que las pistas las reservan personas plenamente adultas, por muy pocas, escasísimas horas a la semana, muchas veces pertenecientes a colectivos de inmigrantes, y aparecen prohibidas y vedadas a los que, potencialmente, deberían ser sus principales “consumidores”. Las pistas de juego se alquilan, se mercantilizan, unas pocas horas a la semana, y el resto del tiempo no tienen función. Vacías se deterioran como lo hace el nivel de salud general de la gente joven.

A un grupo de niños o jóvenes les falta el número de miembros y la cantidad económica necesaria para disponer de estas instalaciones con libertad, el tiempo y el momento necesario para realizar la actividad que les gusta. Es una absoluta injusticia social. No digo que no deban de dejarse unas horas para disposición de adultos, y que paguen, por el consumo eléctrico de la iluminación, el agua o cosas así, una cantidad que favorezca su mantenimiento. Sin extridencias, ni aprovechamientos.

Lo que digo es que debe de fomentarse el uso de estas instalaciones públicas por la gente joven, facilitando su acceso y disposición para que puedan jugar, practicar deporte y relacionarse. Y deben hacerlo las administraciones públicas sin dilación y como parte de sus responsabilidades y compromisos.

Hoy en día, sin embargo, se ha generado un ecosistema en las que las relaciones sociales tienen que estar controladas por las autoridades, reguladas y mercantilizadas en favor del dinero. Las y los jóvenes ya sólo pueden relacionarse en el contexto fiesta en discotecas y bares. El alcohol es la droga legal que favorece el control social.

Ahora voy a relatar algo que me ocurrió el otro día en el ascensor:

La puerta doble del ascensor se desliza. En su interior mi vecina del piso superior y su hijo de 8 años. Van al camping de fútbol. En las seis plantas de descenso al vestíbulo me cuenta “qué es el último día”; “qué con lo que ha costado y las vueltas que tuvieron que dar sólo ha durado tres semanas, y a ver qué hacen ahora con el crío”; “qué el niño está triste porque no va a poder seguir jugando con sus amigos”; Suelto “Disfruta del último día e intentar quedar más días para jugar. Seguro que hay pistas e instalaciones para jugar”. La madre me mira extrañada, pero notó como se le ha encendido una bombilla.



El deporte queda excluido. El derecho al deporte en España también ha pasado a ser un negocio. Y al igual que sucede con el contexto de fiesta las relaciones sociales que se tejen en ese ámbito entre los participantes, se circunscriben a los límites de la práctica en cuestión. Es decir, quienes se conocen de fiesta, se verán de y para la fiesta, hablarán de fiesta y organizarán la fiesta. Por lo general, no se admiten y no se favorece la inclusión de otras esferas de asociacionismo, compañerismo o de actividades fuera de ese círculo. Con el deporte mercantilizado en su base pasa lo mismo. Es una brillante consecuencia de la inclusión del dinero en las relaciones humanas: la limitación de las relaciones personales al marco que tiene un precio.

Hoy en día los niños, y niñas, no quedan para jugar al fútbol. Tienen que ir al club del barrio o de la ciudad, contra más elitista y más caro mejor, para relacionarse. Tienen que pasar por caja. Matrículas y pagos por ficha que llegan hasta los 500€ por practicar fútbol. Sí, te dan el chándal y ropa deportiva con el emblema del club seguramente cosida por otros infantes del otro lado del mundo. Todo es profesionalizado hasta el absurdo. Se alimenta una burbuja que aliena a los jóvenes y embrutece a los padres convencidos de haber procreado a la nueva estrella. El individualismo es lacerante, la competitividad el motor, vencer y humillar al rival los objetivos. Queda prohibido juntarse, conocerse y cooperar. Se busca la competitividad entre iguales y la posterior, en realidad desde el primer momento, exclusión de los que son diferentes, primero por pobres y luego por "malos".

No digo que pasar por caja sea malo per sé. Lo que me niego a defender es que esa sea la única manera de relacionarse y hacer deporte. No es malo que haya asesoramiento y supervisión profesional por la práctica deportiva. Ni que haya un seguro de responsabilidad que es lo que implica la tenencia de una ficha, tras pagar. El problema surge cuando es la única manera de acceder al deporte y a sus ventajas. Meter el mercado en absolutamente todo lo relacionado con nuestras vidas genera desigualdades y aumenta la falta de oportunidades. Empobrece la vida.

Las instalaciones deportivas públicas, gratuitas, en buen estado de conservación y accesibles son parte del patrimonio que las administraciones, esencialmente los ayuntamientos, pero también las educativas ponen a disposición de la población con el ánimo necesario de hacer a estas personas más libres, independientes, seguras y responsables.También son fundamentales la profusión, a través de la vía pública, de escuelas deportivas, no limitadas a los menores, sino a todo el público y actividades físico-deportivas para mejorar la salud de la población. Tanto física, mental como social. En conjunto, van a ayudar a enlazar una sociedad mucho más rica, inclusiva, atenta y sana. Son espacios públicos que garantizan el encuentro de las personas sin el concurso del dinero, sin transacción económica. Son en esencia garantistas e igualitarias, y por ende, favorecen el espíritu social y la democracia. En este punto es preciso recordar la necesidad vital e identitaria de conservar y favorecer el conocimiento sobre el patrimonio deportivo ancestral y etnográfico que conservamos en nuestro país.

Un modelo que propone el ocio y el conocimiento entre iguales, frente al modelo fomentado por las administraciones capitalistas y neoconservadoras, elitista y cimentado en el negocio. No se trata de crear deportistas profesionales, campeones de todo. Ganador sólo hay uno, y el resto son perdedores, por eso se trata de educar en valores a todas los participantes, y hacer del deporte algo importante de sus vidas, que les haga mejores como personas y les ayude tener un futuro mejor, más pleno.

El artículo 43.3 de la Constitución Española establece que “los poderes públicos fomentarán la educación sanitaria, la educación física y el deporte. Asimismo facilitarán la adecuada utilización del ocio” como principio ordenador de la política económica y social”.

No es el único artículo de nuestra Consti que los poderes públicos y sus partidos adosados al Régimen del 78, se saltan a la torera. Pero éste tiene la virtud de que podía ser fácilmente cumplido. Simplemente con abrir las puertas de las pistas, y quizás añadir un fuente de agua y sombra cerca, y hacer promoción de estos espacios para el libre uso y disfrute de la población.

Ya los antiguos griegos, como en tantas cosas, muchas de ellas grabadas a fuego y mármol en nuestra idiosincrasia, defendían el ideal de la práctica deportiva como parte fundamental de una educación que formará a los jóvenes para que pudieran conseguir una vida lo más plena posible.

En un muy recomendable libro de Henri Irénéé Marrou de 1948, titulado Historia de la educación, en su capítulo IV, La Antigua educación ateniense, muestra como el planteamiento educativo ateniense se convierte en un modelo para el resto de polis de la Grecia clásica, y como “la práctica de la hoplomaquia (el antecesor directo de la esgrima clásica de invención hispana en el siglo XVII), el atletismo y la gimnasia eran baluartes educativos, principios ineludibles en la labor de una sociedad para educar a sus jóvenes, tanto desde el punto de vista de la salud y el bienestar como en la transmisión de valores cívicos, sociales y democráticos” (pág. 69). De esta manera “el pueblo ha conquistado, por una extensión gradual, no solamente los privilegios, los derechos y los poderes políticos, sino también el acceso a este tipo de vida, de cultura, a este ideal humano hasta entonces de disfrute exclusivo de la aristocracia” (pág. 71). Como manifestaba Platón “la gimnasia para el cuerpo y la música para el alma” (pág. 73). Estos valores se mantuvieron hasta la proliferación de las teorías educativas sofistas en torno a mediados del siglo V a. C., para recuperarse una vez, comprobados los nefastos resultados que el elitismo sofista provocó en la salud democrática de la sociedad ateniense (pág. 97).

Por todo ello es importante favorecer la práctica deportiva, de todas las disciplinas posibles, sin limitaciones de ningún tipo, y mucho menos las económicas. Particularmente el fútbol que es el deporte más practicado, más seguido y al mismo, el más odiado. Sobretodo la parte hiper profesionalizada, arrodillada ante el capital y los intereses publicitarios. Los clubes han dejado de ser ingredientes en la identidad de los pueblos y barrios para convertirse en máquinas engrasadas de ganar dinero. Han prescindido conscientemente de su labor educativa, con el descaro de no renunciar a la remuneración vía subvención de esas funciones que ya han desestimado por no rentables. Han dejado y dejan a miles de niños y niñas sin poder jugar, junto a sus amigos y en su espacio más próximo. Se han perdido los valores, la comunidad y se han vaciado las gradas y el espectáculo no llega, ni de lejos, al nivel de antaño. El fútbol es aburrídisimo de ver. Y sin embargo, es un deporte, cuya práctica es divertida y garantiza un buen tono general y saludable para quien lo ejercita. Si te dejan, claro.

Cuando pasó el primer confinamiento recuperar la posibilidad de salir al aire libre era el tesoro que volvíamos a abrazar a nuestro pecho. Una verdadera necesidad, no valorada por el capitalismo, que tras la traumática experiencia del encierro por la pandemia, poníamos en la escala necesaria. En muchos lugares nos hemos encontrado con que se ha acelerado la apisonadora capitalista que desmonta los mecanismos asociativos que tenemos. Y el deporte no ha sido una excepción.

Es labor y frente común recuperar la práctica del deporte como un derecho cívico, como una necesidad ciudadana que garantiza la salud y el bienestar y favorece la profusión de unas relaciones sociales sanas en base a la vecindad, la cooperación y los intereses comunes.

Este valor y compromiso que he aprendido de muchos monitores y trabajadores del ámbito deportivo y educativo de Salamanca, es el propuesto por el alemán Horst Wein en su modelo de escuela deportiva cívica, y fue el motor que movía buena parte de mi acción política cuando fui concejal. Estas ideas con el deseo de promover una escuela deportiva municipal para Santa Marta de Tormes, abierta a todas las edades, sexos, niveles y contra más actividades deportivas mejor, están plasmadas en las actas de muchos de los plenos en los que participé, así como en la hemeroteca del boletín informativo que desde Izquierda Unida Santa Marta de Tormes, creábamos y repartíamos. Aquí dejo un pequeño extracto de un artículo en el que criticaba la forma de "promover deporte" del club de fútbol de la localidad:


En los últimos plenos de la pasada legislatura se convirtió en una costumbre la batería de preguntas y requerimientos por parte del Grupo Municipal de Izquierda Unida – Los Verdes sobre la situación del convenio firmado por el anterior equipo de gobierno y la Unión Deportiva Santa Marta (UDSM) . Entre las cuestiones planteadas y todavía a día de hoy, no resueltas, esta la relación de niños censados en el municipio que forman parten de los distintos equipos de base de la UDSM.

No es baladí esta información, toda vez que son constantes las quejas de padres y madres cuyos hijos son descartados por la gerencia técnica de la UDSM y cuyas plazas son ocupadas por niños y jóvenes que provienen de otras localidades. Se hace por lo tanto difícil pensar en la justificación de una subvención municipal por parte del Ayuntamiento a un club deportivo, que concibe el deporte de base ya como un deporte de competición en el que priman los resultados deportivos sobre la función social, educativa y de inclusión en hábitos saludables y amor al deporte, que son primordiales para una escuela deportiva.

Especialmente sangrante es el caso de los niños descartados en categoría benjamín, toda vez que la UDSM los captó como pre-benjamines (posiblemente optando a las subvenciones que la RFEF otorga a los clubes que trabajan estas edades). Prescindir de niños en torno a 7 años, porque no llegan a un rendimiento deportivo tiene un impacto sumamente negativo en la moral del niño, por no hablar del trastorno que puede ocasionar a los padres, vecinos de Santa Marta, que tienen entonces que organizar una agenda especial para que el niño pueda seguir practicando el fútbol.

La subvención municipal que recibe el club debido al convenio firmado es de 75.000€ (a la que habría que sumar el importe, unos 15.000 en gastos de mantenimiento e iluminación que también asume el ayuntamiento y el montante por publicidad o el uso del Alfonso San Casto por otros clubes y ligas de aficionados del que el club hace uso sin ni siquiera argumentar cantidades) bien vendría al resto de iniciativas deportivas de la ciudad que si funcionan como Escuelas Deportivas.

Si ya es lacerante que un club con el potencial de la UDSM no disponga y facilite equipos femeninos, más lo es si cabe, cuando se aprovecha así de los recursos públicos de todos, para el beneficio de un club privado que ni trata a los niños como mercancía despegándose del sentido educativo y de inserción social que implica el deporte.

Por eso desde Izquierda Unida – Los Verdes hacemos un llamamiento para que se den a conocer el número de niños censados en Santa Marta que juegan en la UDSM, además de invitar a todos a la reflexión para ofrecer un modelo de Escuelas Deportivas que mejoren nuestra sociedad a través de la práctica deportiva, la educación social y la mejora de la confianza de nuestros jóvenes, niños y niñas.

 

 


lunes, 20 de febrero de 2023

Ir al cine: Un suplicio


 

Ayer decidimos ir al cine a ver As Bestas la formidable y más que recomendable película de Rodrigo Sorogoyen. Y si ahora tengo que ponerme a la tarea de juntar unas letras con un poco de coherencia y sentido, no es por comentar y dar trascendencia a la película, que claramente me ha impactado y sugerido muchas cosas, y sí dar salida al notable cabreo que llevo encima.

Ir al cine ha sido el acto social más común por el que la cultura de masas, pero también el arte, se han acercado a las clases trabajadoras. Al menos desde finales de los años 50 para acá, hasta hace un puñado de años. Normalmente era el acontecimiento semanal de esparcimiento y socialización más importante para las familias, pero también para las parejas, de cualquier edad y la forma de acercarse a mundos distintos al de la rutina.

Sin embargo, hoy en día esa función se ha disipado totalmente. No debería ser malo per se, porque hay que ser consciente de que las sociedades cambian, sus ritmos varían y la naturaleza y el sentido de las cosas, ni se transmiten, ni perduran del mismo modo según pasa el tiempo y las generaciones. El problema estalla cuando el acto de ir al cine se convierte en un tormento que desluce el buen desempeño que una película en concreto pueda tener. Esto aunque no nos pasó anoche y As Bestas reluce por encima de todo lo demás, de mala gana nos quitó parte del disfrute de la obra.

Cada vez voy menos al cine. Y no de ahora. Y no sólo yo. Muchos de mis conocidos y desde hace algunos años pasamos a contar con los dedos de una mano las veces que vamos al cine al año. A veces ni alzamos dedos. Habrá que analizar por qué.

Lo primero de todo es el mero de hecho de encontrar una película que sea atractiva para poder ser vista ante el estreno y en formato grande, de cine. Para rescatar una obra que me pueda siquiera medio seducir, antes hay que descartar cientos de pelis instranscendentes. La película clónica de superheroes de cada semana. El mismo guión sobre el mismo croma verde, con efectos digitales y de sonido pensados para idiotizar al personal. El shump estalla tras los bufles en nuestros oídos, aturdiéndonos con la única intención de evitar que reflexionemos sobre la inconsistencia de la historieta que estamos viendo y el absurdo del planteamiento manido y ya trillado hasta la saciedad. También hay que evitar la comedia bobalicona y la comedia de gracietas con el famoso de televisión. Bochorno en cantidades industriales. Y por último, no menos evitables son la catarata de películas pretenciosas que lo que realmente buscan es facturar ego, y principalmente beneficios a costa de otra sarta de posturetas que se creen la quinta esencia del arte.

Si se encuentra la película que a priori reúne las condiciones necesarias como para molestarse a ir al cine el siguiente paso es desplazarse hasta la sala. Se trata de ir al lugar donde han quedado ya la práctica totalidad de cines en nuestras ciudades. Alojados en los asquerosos centros comerciales, monumentos al consumo masivo y a la irracionalidad del capitalismo a la que se han sumado como buen rebaño, la mayoría de la población. En ese espacio la transmutación del hecho cultural de ver cine se escenifica a la transacción económica que es para lo que han quedado las películas. La socialización ni se busca, ni se desea, menos aún se la espera, porque toda confraternización es susceptible de provocar algaradas y tumultos. La liturgia previo paso por caja es hacer cola. Hacer cola al coger la salida y rotondas al dichoso centro comercial. Hacer cola al aparcar. Hacer cola al coger la entrada, ir al baño y si quieres una botella de agua.

En este punto, no está de más indicar que ya estoy hasta las narices, y ya me ha pasado en otros tipos de establecimientos, de tener que esperar a que el dependiente termine de actualizar sus privadas comunicaciones sociales de su móvil. Si tan ocupado está, en la cola del paro tendrá tiempo de sobra para atender al pedulante whatsapp entrante, la actualización que no puede esperar o a la interacción que parece tiene segundo de caducidad. Pero en el trabajo no, cojones.

Pasemos a la sala. De acuerdo que vi As Bestas en una sala de un multicine de una pequeña ciudad no capital de provincia, pero ¿en serio crees qué es buena idea poner esta película, inmediatamente después de la proyección de una película infantil? ¿te parece normal juntar en el mismo espacio y casi en el mismo tiempo a los dos tipos de público más distinto que se te van a juntar? Sin ni tan siquiera tener 5 minutos para limpiar la sala.

Esa es otra. A ver, gente que vais a los cines: Palomitas no. Jamás. Nunca.

Ya lo he dicho. El alimento o aperitivo más sobre valorado de la historia. No es ya que tengan un sabor repulsivo, que lo tienen, o que sea un atraco pagar por semejante bazofia. Es lo que atenta al resto que tienen que sufriros, joder. Me importa un huevo de escarabajo lo que os metáis en la boca, pero por qué coño si voy a ver una película tengo que aguantar el murmullo de la mano hurgando en el vaso de cartón, el ruido de masticar papel revenido, de tragar manteca rancia. Qué ya es un drama tener que soportar el hedor del aliento palomitero (si va regado con refrescos azucarados la cosa induce al vómito), contra más no poder disfrutar del sonido de la película, diálogos incluidos, porque haya unos gañanes deglutiendo una basura cuqui. O notar como los zapatos se pegan al suelo ante las pisadas grasientas, o como las manos quedan embadurnadas al entrar en contacto con las butacas, los pasamanos y manillares de las puertas Y eso por no hablar de cuando las viandas son patatas en bolsa, nachos con queso, gominolas y otra sarta de guarrerías que por salud deberían estar prohibidas, pero que por buen gusto y vivir en sociedad tendrían que llevaros a la tortura medieval.

A un cine debería de valerle con la película para ser rentable y pagar a sus trabajadores decentemente, incluido aquel personal que vele por la seguridad y el disfrute de los que van a ver una película.

Para continuar metiéndome con el populacho podemos hablar de las pintas en bambas, en chándals y con gorras, que dan auténtico asco, premios compartidos al mal gusto y la chabacanería. Por supuesto, que no se trata en ir al cine de gala, pero entre ir al gimnasio e ir al cine, un armario que se precie debería tener varios separadores, y su dueño o dueña o dueñe, ser capaz de deducir qué atuendo es más acorde a la situación social que va a vivir.

Y el puto móvil qué. Vuelvo al tema del smartphone del que se ve que no sois capaces de despegaros ni dos putas horas. Estoy hasta los huevos de ir al cine y tener que sufrir cada dos por tres, el timbrecito de la notificación entrante. Que pongáis la luz para leer la chorrada que ha llegado o para iluminar el suelo y la butaca porque habéis perdido una lentilla, el himen o un diente de cremallera.

Cuando los teléfonos estaban atados los libres éramos nosotros, no como ahora que no podéis pasar sin mirar la pantalla por si os ha escrito algún miserable como vosotros. Y cuando los móviles eran zapatofonos el aviso a la entrada de la sala era contundente y tajante: Teléfonos apagados. Y se respetaba coño. Y si no puedes ir a ver una película porque necesitas, por vicio, necesidad o imbecilidad, estar constantemente pegado al teléfono te quedas en tu casa, que telemierda y antenabazofia siempre maquinan una programación ajustada para tu gusto.

Y qué me decís de los comentaristas durante la película. Que está claro, ¡faltaría más!, que todo el mundo hace un comentario o una broma con la persona que le acompaña, pero a un volumen adecuado, lindando con el susurro y de forma muy esporádica. Nadie va al cine y pide que le conecten la pista con los comentarios del director para cada escena y cada diálogo. Si no me interesa lo que pueda querer decirme directamente el realizador, cómo me va a importar lo que opine un matao cualquiera.

Qué no estáis solos en el cine, cojones. Qué compartís un espacio con más personas, y que vuestra libertad, termina donde empieza la mía, y viceversa, y en ambos casos, el umbral lo marca el disfrute de todo lo que ofrece la película y la experiencia de verla en el cine.

No puedo tampoco olvidar el hecho de ver una película fantástica con una ambientación sobresaliente y donde el audio, tanto con los silencios, los tonos en los diálogos, la música y el propio sonido ambiente, es parte decisiva del entendimiento y disfrute de la obra en su totalidad. Para que tuviéramos una peor sensación también ayudó el tener una sala indebidamente insonorizada y que se fuera colando el audio de la sala de al lado. Para coronar la proyección, encender las luces justo en la escena final pretendía hacerme rabiar con la película de Sorogoyen. Por fortuna no lo consiguieron.

Está claro que el mundo cambia y las costumbres y rutinas lo hacen a través del tiempo y de las generaciones. No sé en qué punto se ha borrado la educación, el respeto y el saber estar de las interacciones sociales. Cuando estos comportamientos que facilitaban vivir en sociedad y garantizaban que podías salir de casa, cambiar la rutina y disfrutar de las cosas buenas de la vida se cambiaron y se esfumaron.

Tengo claro que el individualismo exacerbado en el que vivimos, en este ultraliberalismo depredador y egoísta y en un capitalismo atroz funciona eliminando lo que nos convierte en seres sociales, los comportamientos más intrínsecos del ser humano, para tenernos atomizados e idiotizados. Con miedo y más y más necesidades continuas, imposibles de satisfacer. Pero que ya no puedas ir al cine a ver una película sin que te molesten me parece el colmo de una pseudo sociedad que se va a la basura. De esto en parte también habla As Bestas.

Hoy en día, los cines están condenados. Van a ser un espacio del pasado. Una sala de un museo, físico o virtual, donde antiguamente se reunía la gente para ver películas. ¿Quién va a querer ir a un cine a pasar un mal rato?

Ahora tienes casi, instantáneamente las películas de estreno (o estrenos directamente) en las plataformas al acceso en tu casa gracias a la línea de internet. Ya no hay que descargarlas (bien han hecho en cargarse millones de servidores que permitían aquel añorado lujo) y las puedes ver con las mejores calidades que la tecnología digital -y poder pagárselo- pueden permitir. Si quieres tumbarte en el sofá de tu casa puedes hacerlo. Si apetece taparse con una manta y meterse mano con tu pareja no hay problema. Si queremos cenar guarrerías o picotear frutos secos viendo la película no pasa nada porque es mi sofá, mi casa y yo limpiaré mi mierda. Y si tenemos que parar la película para ir al baño, contestar al móvil o lo que sea, lo hacemos y no molestamos a nadie. Contra esto es muy difícil que los cines puedan competir, más aún, en el caso de personas que quizás buscamos películas buenas, originales, que nos diviertan y que nos hagan pensar un poquito. Son dos formas de consumir cine totalmente distintas que coinciden en el mismo producto (el cine, y más una película concreta) y que no pueden competir. Porque las comodidades de estar en tu casa sin que nadie te moleste bien valen el hecho de esperar a que el ansiado estreno llegué a casa o a que lo tengamos que ver en un salón pequeño y en una televisión convencional.

Frente a esto, las empresas que poseen los cines (un oligopolio) han decidido apostar todo a una carta: el consumo. Junto a las productoras y distribuidoras tienes una batería semanal de películas infantiles y de blockbusteres de superheroes para aburrir. Ahí tenéis las dos categorías principales del cine hoy en día. Si te sales de estos márgenes vas a tener problemas. Y si reclamas unas condiciones mínimas, que en el caso de las personas con las que he hablado este tema van en que no te estorben el resto de espectadores para poder disfrutar una película te puedes dar por jodido (o jodida, o jodide).

Por cierto, una última cosa. Antes de que alguien salga con el manido paternalismo y el choque generacional de andar por casa, decirle que en la sala en la que se proyectó As Bestas anoche en Alcoy, éramos 12 o 15 personas. Y las dos más jóvenes éramos mi chica y yo que rondamos los 40. Ahí había una buena sarta de boomers dando por culo y comportándose como críos de parvulario y como cerdos de cochiquera.

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