Una de las señas que nos está dejando la “nueva normalidad” es el botellón. Macrofiestas y aglomeraciones tumultuosas de jóvenes -y no tan jóvenes- que organizan quedadas en espacios públicos en los que el alcohol es el aglutinante de un lienzo en el que se plasma diversión, ruido, coqueteos con otras sustancias, molestias, disturbios, violaciones y situaciones de riesgo.
La pandemía no ha terminado pero estamos inmersos en un contexto en el que nos han exigido convivir con el virus para no lastrar más las pérdidas del capital. El riesgo de contagio sigue siendo alto y pese al éxito de la vacunación y el abnegado trabajo de los servicios de salud, una transmisión vírica sin controlar puede ocasionar un tremendo trastorno que se lleve vidas por delante. No lo olvidemos.
Pero la relajación de las restricciones, el verano, las “no” fiestas y fenómenos similares que han venido adheridos a la excepcional situación que llevamos viviendo año y medio no han provocado un fenómeno nuevo y que no conozcamos. No. El botellón lleva mucho tiempo instalado en nuestras sociedades. En las mentes de adolescentes que ven como sus condiciones de vida y futuro se han ido lastrando en lo que va de siglo. Que no tienen alternativas de ocio salvo la de deambular por bares y discotecas abrazados a un vaso de tubo. Que se han acercado a la primera madurez habiendo pasado meses encerrados, perdiendo oportunidades. Y al mismo tiempo, recibiendo muy mala información sobre las consecuencias de la COVID y su supuesta levedad para con ellos.
Pero no quiero descargar de responsabilidad a la juventud. Si con lo que ha sucedido, con decenas de miles de fallecidos -seguro que algunos conocidos- no eres capaz de ver el peligro y muestras esta inmadurez, esta carencia de empatía y solidaridad tienes un problema. Porque si eres mayor para beber también debes de serlo para reconocer en que contexto estás y que tus acciones, aunque no lo parezcan, tienen consecuencias. Y algunas pueden ser irremediables.
Y no me vale eso tan manido, ese buen rollismo mediocre, paternalista y ex culpador, de "¿qué hacías tu de joven? Como si no hubieras bebido y hecho el gamberro". Por supuesto que lo hice, pero lo siento, si fue en una época más amable o mejor. No teníamos como sociedad y como juventud, el marrón que tenemos hoy en día para que el plan de finde sea cogerse una cogorza. De hecho ese nunca fue mi plan y el de mis amigos (no discuto que pudiera ser el de alguien incluso el de una mayoría). Por lo tanto, no comulgo con que esta vaya a ser la actitud y una plaga irremediable contra la que no vale rebelarse o luchar. Porque si algo, lo único, que he aprendido de aquellas noches, es de su inutilidad; de que no merece la pena. Pensaba (quizás el problema este ahí en esa ilusión) que las nuevas generaciones “las más preparadas de la historia” serían capaces de darse cuenta de esto, de huir, de auto-organizarse para no cometer los mismos errores y ser capaces así de dominar su destino y cambiar las cosas.
Yo he hecho botellones en mi vida. Al principio, recién inaugurada la mayoría de edad, nos íbamos a un parque aislado. Era el calentamiento a un concierto o a acudir a algún pub chulo de aquella Salamanca. Donde no molestásemos. Sin coche, sin ninguna luz salvo la de una triste farola. Noches de invierno cerca del río. Paseos a la gasolinera de la Avenida de la Paz a comprar el hielo y unas pastillas para la barbacoa para hacer un pequeño fuego en un bidón que encontramos. Un par de botellas para cinco o seis y ya calientes ir a algún bareto de Varillas previo paso de los contenedores de basura. Más tarde, conocimos a unas chicas universitarias que vivían en pisos de estudiantes. Lugar perfecto para hacer botellón calentitos. Bebíamos huyendo de la policía, de los vecinos, de los viandantes, de otros grupos de jóvenes bebiendo, de las aglomeraciones y de los precios abusivos y el garrafón.
Porque el botellòn no es un fenómeno nuevo. No es una consecuencia de la pandemia, ni siquiera del estado de las cosas en este país de empleo escaso y precario, vivienda inasumible y futuro oscuro. El botellón lleva prohibido por ley desde 2002. Ya entonces era un problema de orden social el que la gente libremente se reuniera en el espacio público y decidiera hacer lo que quisiera hacer sin pasar por los bares.
La ocupación del espacio público por parte de los jóvenes resulta un reto para unas administraciones que siguiendo un mantra liberal quieren comercializar, sacar hasta el último euro, de las calles. Me resulta curioso y escandaloso que mientras se ha deshumanizado la ciudad, llenándose de terrazas, los mismos que han permitido esto (y cobrado por ello), se escandalicen porque un sábado por la noche haya gente que se reúna a empinar el codo. Cuando no sólo no han provisto una alternativa de ocio, sino que además han animado a que la gente consuma.
Ahora se ha puesto en la picota el fenómeno del botellón para explicar puntuales aumento de contagios de la covid, como si sólo fueran los jóvenes que salen de noche los que pudieran transmitirla o como si haber lanzando llamamientos al turismo de borrachera para los extranjeros dejando excluidos a los locales, fuera inocuo.
Los medios y las policías locales han recogido el guante y crispado a la sociedad al tema con sus videos de móvil de disturbios y los recuentos de robos y altercados. Todo ello sin profundizar en las causas y mucho menos en valorar y avanzar posibles soluciones. Porque el objetivo no es ese. El objetivo es caldear un miedo colectivo que lleve a la sociedad a implorar medidas coercitivas, el reforzamiento de las estructuras policiales y la puesta en marcha de legislaciones aún más restrictivas en cuanto a derechos y libertades.
El principal problema es por qué el único catalizador social de la juventud es el alcohol. ¿Por qué los jóvenes no pueden reunirse y generar ocio desde si mismos a través de la cultura, el deporte o la activación política, laboral y estudiantil? ¿Por qué el consumo de alcohol, reglado en una barra de bar o a través de la compra en un 24horas, es la única alternativa que la juventud tiene? ¿Es acaso la válvula de escape a un futuro tenebroso donde la precariedad, la inestabilidad laboral, personal y afectiva y la indefinición continua les espera? ¿Por qué necesitamos el alcohol para relacionarnos?. Para conocer gente, especialmente del sexo opuesto. Lo necesitamos para follar y para tener pareja. Para divertirnos y reír las gracias a los amigos y allegados. Seguro también para olvidar la mierda de mundo que nos han dejado las generaciones previas. ¿Por qué hemos permitido que el alcohol sea la gasolina de todas las fiestas?. Religiosas o paganas. Patronales o universitarias. Personales o multitudinarias.
Lo único bueno que tiene el botellón es que, antes y después, discute el uso capitalista del espacio público. Y pone en la palestra los problemas comunicativos y de expectativa que tiene una juventud que no puede pagarse una entrada en una discoteca “para conocer gente”, y mucho menos la de un piso. Porque no sólo son derechos a una vida digna, un futuro optimista con garantías laborales y de bienestar gracias a unos servicios públicos. Es también el derecho a poder socializar al que se contrapone un miedo histórico a la masa social, heredado desde el siglo XIX cuando las clases altas veían con estrés y pánico la revolución que podía surgir de una confluencia masiva de gentes heterogéneas que comprendían allí que compartían los mismos problemas.
El fantasma de la aglomeración es también el de no pasar por caja. Y en un ciclo que se repite también lo hacen los argumentos en contra (disturbios, molestias, ruidos, basuras) de un botellón que con su simpleza cumple a la perfección en su mensaje de deshumanización. De convertirlo en un problema lo que sobretodo es la respuesta de un colectivo (la juventud) frente a la desposesión del espacio público y del ocio que se han convertido en réditos del capital.
Al final, el botellón aparece cíclicamente en nuestras vidas. Mejor dicho. Aparece en los medios cada cierto tiempo con una clara finalidad de instaurar un pánico social que haga aceptar más controles, mordazas y gastos extra en seguridad. Siempre hay quien hace de altavoz a esta patronal chusquera de la noche, lobby cutre y rapaz que se ha erigido en vanguardia de la empresa españistaní. Eso explica muchas cosas. Luego vienen los pobres vecinos que les toca aguantar las noches de insomnio y las mañanas de asombro por ver cómo ha quedado su parque y su barrio. Y por último, los lamentos y bravuconadas de polituchos que no han tenido problemas en echar a la calle a las gentes al grito de consumo y alcohol, y ahora se escandalizan cuando la propuesta les hace boomerang.
Y en lo que tampoco cambia es que el botellón es un coñazo irremediable. Y he vivido y bebido bastantes de ellos para saberlo perfectamente.
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