El miércoles 6 de enero de 2021 ya es historia.
Estados
Unidos
vivía en sus carnes lo que tantas veces ha provocado en otras partes
del mundo para alimentar su maquinaria económica y de guerra. Un
golpe de estado.
Fallido o cuando menos sofocado, si, pero un golpe de estado en toda
regla con el Asalto
al capitolio
protagonizado por las huestes del presidente saliente, Donald
Trump,
que no admite su derrota electoral el pasado noviembre, y que apenas
un par de horas antes del asalto jaleaba a sus bases al grito de
“nada
nos va a parar”.
El
populismo de extrema derecha
ha sido una más de las señas de identidad de la presidencia de Donald Trump, postulándose como la amalgama de sentimientos y
emociones que ha movilizado a una parte importante del electorado
estadounidense estos últimos 6 años. No podemos olvidar el profundo
personalismo de la línea política del ex presidente, como tampoco
desdeñar su capacidad comunicativa tan particular, peligrosa y a la
vez, tremendamente exitosa.
La
violencia
ha sido el aglutinador de la comunicación de Trump desde el primer
momento en que apareció como outsider
de la política en las primarias del partido Republicano en 2014.
Bien fuera para jalear la dureza en la represión de sus seguidores
sobre los manifestantes que interrumpían sus actos o marcando en la
agenda ese American
First,
la
violencia ha estado siempre presente como expresión de la
rabia contenida de los desheredados de la America blanca y
trabajadora,
olvidada en el devenir del capitalismo ultraliberal y que tan bien ha
sabido manejar Trump estos años.
La
pandemia del coronavirus
con la
negación de
su existencia y la infravaloración de sus
consecuencias en el bienestar del país supuso el primer golpe duro a
las posibilidades
de reelección de Trump.
Ya entonces el fantasma de la manipulación
electoral
para arrebatarle la Casa Blanca se convirtió en el mantra
que cerraba todas las críticas. No importaba para el equipo del
presidente, ni para él mismo, desprestigiar su propio sistema
político, la democracia estadounidense, tan expuesta como ejemplo
por la élite.
Las
huestes de la izquierda en Estados Unidos ya estaban movilizadas ante
la reelección de un mandatario que ha mantenido secuestrada la
acción política de las cámaras de representantes. El
presidencialismo no era nuevo en la política americana, ni mucho
menos, pero si que lo han sido las acciones impulsivas de un
presidente que no ha dejado de mirar a sus negocios particulares y
sobretodo a sus problemas con la justicia y la hacienda
estadounidense.
La
violencia
policial contra las minorías
con un nuevo caso de brutalidad policial frente a la población
afroamericana fue la espoleta que despertó la conciencia de una
victoria electoral. El mayor autoritarismo y la defensa a ultranza
del entramado policial por parte de Trump terminó por aglutinar a
toda la izquierda del país que venía seriamente lastrada por las
maniobras del partido demócrata para fomentar un candidato
pro-sistema (Joe Biden a la postre, nuevo presidente) frente a las
corrientes socialdemócratas (Ocasio-Córtez o Bernie Sanders).
Ante
la movilización
de toda la izquierda
(de
todo el espectro desde el centro a la extrema izquierda) en
común para sacar
a Trump de la Casa Blanca,
el partido republicano hacía suya la política comunicativa del
presidente, empeñado en anunciar el fraude electoral como causa de
su derrota y en complicar el voto a millones de sus compatriotas a los que anticipaba hostiles, y junto a él, el llamamiento a sus seguidores para
mantenerse alerta ante lo que pudiera suceder.
Ni
siquiera los datos macro
económicos
al alza salvaban el bagaje presidencial de Trump, ya que esta mejora
en los grandes
números no se ha traducido en mejoras sustanciales en el día a día
de los trabajadores, en especial de la mayoría
blanca desclasada su
principal bastión electoral,
y junto a las consecuencias de la pandemia (y la inacción federal
ante el avance de contagiados y fallecidos) y el problema del racismo
marcaba como complicada la reelección.
En
las elecciones
de noviembre
ambos candidatos computaban un voto numerosísimo (ambos son los más
votados en la historia del país en números absolutos) pero en el peculiar sistema americano, era Biden el que
sumaba el mayor número de representantes para proclamar vencedora su candidatura.
Tras
varias semanas de recuento y confirmación de los datos, con
intervención directa de la presidencia y el Tribunal Supremo (de
marcado acento derechista puesto que Trump se ha dedicado con empeño
en plagar de correligionarios las altas instancias funcionariales del
país) se confirmaba la victoria
demócrata.
Sirve de poco pero es necesario comentar aquí el nefasto sistema
electoral americano abierto a corruptelas de todo tipo y que sólo
sirve de ejemplo de cómo no se tienen que hacer las cosas.
Trump
no aceptaba la derrota.
Clamaba fraude electoral y robo de papeletas, urnas y mandatos de los
tribunales tanto estatales como federales. Y anunciaba
movilizaciones para la fecha de proclamación de la candidatura en el
colegio electoral en Washington DC el 6 de enero.
Llegaron a la capital miles de fanáticos del ex presidente para marchar por
la Avenida Potomac hasta
la Avenida Pennsylvania hacía
el Congreso. Jaleados
ante la Casa Blanca por el propio Trump
que los llamo a la movilización animándolos hasta la lucha final.
Unas horas después centenares de ultraderechistas asaltaban el
Capitolio de los Estados Unidos con la intención clara no sólo de
paralizar el protocolo de proclamación del Presidente y los
resultados electorales, sino de ajustar las cuentas con congresistas
rivales, así como “dar
valentía a los republicanos para que supieran qué hacer”.
Destaca
la
pasividad policial
(parece
que no sólo es cosa de España, el fascismo instalado en las fuerzas
del orden) que contrastaba con la movilización y extrema violencia
con la que respondieron a las manifestaciones de junio de quienes
clamaban por el fin del racismo, la xenofobia y la brutalidad
policial.
El
espectáculo era retransmitido por las televisiones y los teléfonos
móviles de testigos y asaltantes componiendo un retrato a
veces
irreal, pero
siempre terrorífico. Las banderas y pancartas de ultra derecha,
conspiranóicos, con uniformes militares, gorras rojas y disfraces
como el ya célebre de la piel y cuernos de bisonte. Estados Unidos ya tiene su desfile de camisas
negras
o de camisas
pardas
y antorchas.
Una demostración de fuerza del fascismo en el país que obligó a
escoltar al vicepresidente Mike Pence, que siempre había sido el más
fiel colaborador de Trump y que presidía cumpliendo su misión
constitucional el proceso que debía ratificar los resultados
electorales. Fue necesaria la intervención de la Guardia Nacional
para ir recobrando la normalidad, mientras los congresistas huían y
se escondían, se decretaba el toque de queda en la capital. Trascendían las imágenes de asaltantes con los
pies en la mesa de la presidenta del congreso o llevándose el atril
federal como souvenir, al tiempo que al ya ex-presidente le cerraban la cuenta en Twitter, algo así como ponerle un bozal.
Un
asalto que violó el símbolo de la soberanía popular en Estados
Unidos y que constituyó un Golpe
de Estado
o cuando menos un intento serio de subvertir el orden constitucional.
Un paso más en la algarada ultra derechista en el país de las
barras y estrellas en un devenir que viene marcado desde hace dos
décadas, desde el ataque del 11S y desde que se hizo patente la
decadencia del Imperio y con ella, la reacción de una oligarquía
que trata de imponer su visión de país valiéndose de la
movilización cada vez mayor, de sectores de población seriamente
oprimidos y que han vivido y están viendo como sus condiciones de
vida empeoran presidente a presidente, año a año.
En
el Asalto
al Capítolio
se vieron muchas banderas fascistas. También muchas gorras rojas que
han sido siempre símbolo de la presidencia Trump. A muchos rednecks,
los obreros y granjeros blancos en torno a los 50 años o más,
predominantemente del medio este que han perdido sus trabajos (y con
ellos sus seguros sociales) y que han sido desde siempre un bastión
electoral importante para Trump. Muchos ex-combatientes, veteranos de
Afganistán e Irak que están siendo incapaces de incorporarse a la
vida civil. Y también muchos fanáticos religiosos adheridos a
teorías conspiranóicas y evangelistas y que llaman claramente a la
revolución fundamentalista, con la intención de convertir a Estados
Unidos en una república cristiana teocrática. Todo ellos armados
con armas de asalto y munición de combate.
De todos ellos se ha aprovechado Trump desde su incursión en las
primarias republicanas componiendo una marea intolerante y muy
peligrosa que es preciso erradicar ya.
El
futuro de Trump
debe de pasar por el juicio político y civil como instigador de un
golpe de estado. Un delito
de sedición
y traición.
El Congreso a través del Impeachment
tiene
las herramientas para ensombrecer el legado de Trump y sobretodo
para proceder a la inhabilitación evitando así su candidatura en
2024. El objetivo también debe de ser luchar desde la democracia,
desde el partidismo
y
desde la sociedad civil,
contra este movimiento violento y fascista sin olvidar a los
promotores en la sombra, los oligarcas que se ven beneficiados de la
deriva ultra.
En
ese sentido, el partido
Republicano
se encuentra ante una encrucijada muy difícil de resolver. Ir contra
Trump y hacer valer el sentido de estado y un compromiso fiel y claro
con la Constitución y la democracia, es a la vez ir contra unas
bases electorales tremendamente movilizadas, sobretodo en estados
clave como Texas o Florida, y
también contra una buena parte del aparato del partido que durante
estos años ha podido transformar a su gusto el ex presidente.
El
nuevo presidente tiene la misión de unir al país en un momento de
crisis
colosal.
Ante el claro
declive de Estados Unidos
como potencia única en un mundo unipolar le tiene que sumar la
gestión de una pandemia que está dejando todavía más claro lo
erróneo y falso de un sistema económico (y político asociado a él)
basado en el egoísmo y el individualismo. Por si todo esto fuera
poco, el reto de hacer justicia con lo acontecido el 6 de enero,
recomponer
el país a pie de calle
y en sus instituciones y trabajar por unir a toda la ciudadanía en
un futuro menos intolerante, con menos racismo y menos elitismo, lo opuesto a lo promovido por Trump y sus secuaces, una respuesta fácil y exculpatoria al capitalismo deprador.
Parece imposible para un señor de 78 años y un partido, el
demócrata, profundamente neoliberal (tanto o más que el
republicano) cuyas bases y corrientes claman un acercamiento a lo que
podríamos llamar socialdemocracia cada vez mayor.
A través del cine habíamos visto como rusos, árabes, chinos e incluso marcianos habían asaltado la Casa Blanca y el Congreso de los Estados Unidos. Lo que Hollywood no nos había mostrado era a propios compatriotas americanos franquear las barreras y correr por los pasillos, entrar en los despachos y en la cámara de la soberanía nacional, en actitud violenta y poniendo en peligro la seguridad nacional, y por ende y nuclear, la mundial. No hubo un héroe que devolviera la normalidad y el golpe de estado, costumbre yankee perpetrada como antojo en muchas democracias del mundo, quedó en susto y aviso a navegantes.
La mayor democracia del mundo lleva décadas mofándose del término, ejerciendo una oligarquía que mantiene cautiva la voluntad popular y que emplea los recursos del estado, sobretodo diplomáticos, mediáticos y militares, para hacerse cada vez más ricos. Aunque eso haya supuesto infestar el mundo de cadáveres y títeres, así como colocar la diana a todo lo que sea americano.
El sistema de partidos ha sustentado con gusto el estado de las cosas en una huída hacia adelante, relativizando hasta el absurdo de Trump, la figura del presidente, por donde han pasado actores malos, niños de papa, magnates del petróleo y figuras de marketing. El resultado ha sido convertir a Estados Unidos en esas óperas bufas que durante 50 años han ido instalando por el mundo como repúblicas bananeras.
El devenir ultra liberal está dejando el mundo hecho unos zorros y ya es hora de que construyamos desde la activación política, un sistema más humano, social y justo. Los retos son enormes empezando por esta pandemia que nos asfixia, el cambio climático que nos va a ahogar y la desigualdad económica que nos lastra y amenaza. Si no lo hacemos, nos arrasará la extrema derecha, el neo fascismo como falso populismo, como salto hacia adelante de los poderosos en su afán de ganar más y más.
Nos jugamos mucho y el Asalto al Capitolio es una muestra del dolor que pueden causar. Aquí ya estamos hartos del blanqueamiento del franquismo, de la equiparación entre extrema izquierda y extrema derecha, y de la permisividad del fascismo en las fuerzas armadas. No pasarán. No pueden pasar.