viernes, 29 de enero de 2021

El Asalto al Capitolio

 




El miércoles 6 de enero de 2021 ya es historia. Estados Unidos vivía en sus carnes lo que tantas veces ha provocado en otras partes del mundo para alimentar su maquinaria económica y de guerra. Un golpe de estado. Fallido o cuando menos sofocado, si, pero un golpe de estado en toda regla con el Asalto al capitolio protagonizado por las huestes del presidente saliente, Donald Trump, que no admite su derrota electoral el pasado noviembre, y que apenas un par de horas antes del asalto jaleaba a sus bases al grito de “nada nos va a parar”.

El populismo de extrema derecha ha sido una más de las señas de identidad de la presidencia de Donald Trump, postulándose como la amalgama de sentimientos y emociones que ha movilizado a una parte importante del electorado estadounidense estos últimos 6 años. No podemos olvidar el profundo personalismo de la línea política del ex presidente, como tampoco desdeñar su capacidad comunicativa tan particular, peligrosa y a la vez, tremendamente exitosa.

La violencia ha sido el aglutinador de la comunicación de Trump desde el primer momento en que apareció como outsider de la política en las primarias del partido Republicano en 2014. Bien fuera para jalear la dureza en la represión de sus seguidores sobre los manifestantes que interrumpían sus actos o marcando en la agenda ese American First, la violencia ha estado siempre presente como expresión de la rabia contenida de los desheredados de la America blanca y trabajadora, olvidada en el devenir del capitalismo ultraliberal y que tan bien ha sabido manejar Trump estos años.

La pandemia del coronavirus con la negación de su existencia y la infravaloración de sus consecuencias en el bienestar del país supuso el primer golpe duro a las posibilidades de reelección de Trump. Ya entonces el fantasma de la manipulación electoral para arrebatarle la Casa Blanca se convirtió en el mantra que cerraba todas las críticas. No importaba para el equipo del presidente, ni para él mismo, desprestigiar su propio sistema político, la democracia estadounidense, tan expuesta como ejemplo por la élite.

Las huestes de la izquierda en Estados Unidos ya estaban movilizadas ante la reelección de un mandatario que ha mantenido secuestrada la acción política de las cámaras de representantes. El presidencialismo no era nuevo en la política americana, ni mucho menos, pero si que lo han sido las acciones impulsivas de un presidente que no ha dejado de mirar a sus negocios particulares y sobretodo a sus problemas con la justicia y la hacienda estadounidense.

La violencia policial contra las minorías con un nuevo caso de brutalidad policial frente a la población afroamericana fue la espoleta que despertó la conciencia de una victoria electoral. El mayor autoritarismo y la defensa a ultranza del entramado policial por parte de Trump terminó por aglutinar a toda la izquierda del país que venía seriamente lastrada por las maniobras del partido demócrata para fomentar un candidato pro-sistema (Joe Biden a la postre, nuevo presidente) frente a las corrientes socialdemócratas (Ocasio-Córtez o Bernie Sanders).

Ante la movilización de toda la izquierda (de todo el espectro desde el centro a la extrema izquierda) en común para sacar a Trump de la Casa Blanca, el partido republicano hacía suya la política comunicativa del presidente, empeñado en anunciar el fraude electoral como causa de su derrota y en complicar el voto a millones de sus compatriotas a los que anticipaba hostiles, y junto a él, el llamamiento a sus seguidores para mantenerse alerta ante lo que pudiera suceder.

Ni siquiera los datos macro económicos al alza salvaban el bagaje presidencial de Trump, ya que esta mejora en los grandes números no se ha traducido en mejoras sustanciales en el día a día de los trabajadores, en especial de la mayoría blanca desclasada su principal bastión electoral, y junto a las consecuencias de la pandemia (y la inacción federal ante el avance de contagiados y fallecidos) y el problema del racismo marcaba como complicada la reelección.

En las elecciones de noviembre ambos candidatos computaban un voto numerosísimo (ambos son los más votados en la historia del país en números absolutos) pero en el peculiar sistema americano, era Biden el que sumaba el mayor número de representantes para proclamar vencedora su candidatura.

Tras varias semanas de recuento y confirmación de los datos, con intervención directa de la presidencia y el Tribunal Supremo (de marcado acento derechista puesto que Trump se ha dedicado con empeño en plagar de correligionarios las altas instancias funcionariales del país) se confirmaba la victoria demócrata. Sirve de poco pero es necesario comentar aquí el nefasto sistema electoral americano abierto a corruptelas de todo tipo y que sólo sirve de ejemplo de cómo no se tienen que hacer las cosas.

Trump no aceptaba la derrota. Clamaba fraude electoral y robo de papeletas, urnas y mandatos de los tribunales tanto estatales como federales. Y anunciaba movilizaciones para la fecha de proclamación de la candidatura en el colegio electoral en Washington DC el 6 de enero.

Llegaron a la capital miles de fanáticos del ex presidente para marchar por la Avenida Potomac hasta la Avenida Pennsylvania haa el Congreso. Jaleados ante la Casa Blanca por el propio Trump que los llamo a la movilización animándolos hasta la lucha final. Unas horas después centenares de ultraderechistas asaltaban el Capitolio de los Estados Unidos con la intención clara no sólo de paralizar el protocolo de proclamación del Presidente y los resultados electorales, sino de ajustar las cuentas con congresistas rivales, así como “dar valentía a los republicanos para que supieran qué hacer”.

Destaca la pasividad policial (parece que no sólo es cosa de España, el fascismo instalado en las fuerzas del orden) que contrastaba con la movilización y extrema violencia con la que respondieron a las manifestaciones de junio de quienes clamaban por el fin del racismo, la xenofobia y la brutalidad policial.

El espectáculo era retransmitido por las televisiones y los teléfonos móviles de testigos y asaltantes componiendo un retrato a veces irreal, pero siempre terrorífico. Las banderas y pancartas de ultra derecha, conspiranóicos, con uniformes militares, gorras rojas y disfraces como el ya célebre de la piel y cuernos de bisonte. Estados Unidos ya tiene su desfile de camisas negras o de camisas pardas y antorchas. Una demostración de fuerza del fascismo en el país que obligó a escoltar al vicepresidente Mike Pence, que siempre había sido el más fiel colaborador de Trump y que presidía cumpliendo su misión constitucional el proceso que debía ratificar los resultados electorales. Fue necesaria la intervención de la Guardia Nacional para ir recobrando la normalidad, mientras los congresistas huían y se escondían, se decretaba el toque de queda en la capital. Trascendían las imágenes de asaltantes con los pies en la mesa de la presidenta del congreso o llevándose el atril federal como souvenir al tiempo que al ya ex-presidente le cerraban la cuenta en Twitter, algo así como ponerle un bozal.

Un asalto que violó el símbolo de la soberanía popular en Estados Unidos y que constituyó un Golpe de Estado o cuando menos un intento serio de subvertir el orden constitucional. Un paso más en la algarada ultra derechista en el país de las barras y estrellas en un devenir que viene marcado desde hace dos décadas, desde el ataque del 11S y desde que se hizo patente la decadencia del Imperio y con ella, la reacción de una oligarquía que trata de imponer su visión de país valiéndose de la movilización cada vez mayor, de sectores de población seriamente oprimidos y que han vivido y están viendo como sus condiciones de vida empeoran presidente a presidente, año a año.

En el Asalto al Capítolio se vieron muchas banderas fascistas. También muchas gorras rojas que han sido siempre símbolo de la presidencia Trump. A muchos rednecks, los obreros y granjeros blancos en torno a los 50 años o más, predominantemente del medio este que han perdido sus trabajos (y con ellos sus seguros sociales) y que han sido desde siempre un bastión electoral importante para Trump. Muchos ex-combatientes, veteranos de Afganistán e Irak que están siendo incapaces de incorporarse a la vida civil. Y también muchos fanáticos religiosos adheridos a teorías conspiranóicas y evangelistas y que llaman claramente a la revolución fundamentalista, con la intención de convertir a Estados Unidos en una república cristiana teocrática. Todo ellos armados con armas de asalto y munición de combate. De todos ellos se ha aprovechado Trump desde su incursión en las primarias republicanas componiendo una marea intolerante y muy peligrosa que es preciso erradicar ya.

El futuro de Trump debe de pasar por el juicio político y civil como instigador de un golpe de estado. Un delito de sedición y traición. El Congreso a través del Impeachment tiene las herramientas para ensombrecer el legado de Trump y sobretodo para proceder a la inhabilitación evitando así su candidatura en 2024. El objetivo también debe de ser luchar desde la democracia, desde el partidismo y desde la sociedad civil, contra este movimiento violento y fascista sin olvidar a los promotores en la sombra, los oligarcas que se ven beneficiados de la deriva ultra.

En ese sentido, el partido Republicano se encuentra ante una encrucijada muy difícil de resolver. Ir contra Trump y hacer valer el sentido de estado y un compromiso fiel y claro con la Constitución y la democracia, es a la vez ir contra unas bases electorales tremendamente movilizadas, sobretodo en estados clave como Texas o Florida, y también contra una buena parte del aparato del partido que durante estos años ha podido transformar a su gusto el ex presidente.

El nuevo presidente tiene la misión de unir al país en un momento de crisis colosal. Ante el claro declive de Estados Unidos como potencia única en un mundo unipolar le tiene que sumar la gestión de una pandemia que está dejando todavía más claro lo erróneo y falso de un sistema económico (y político asociado a él) basado en el egoísmo y el individualismo. Por si todo esto fuera poco, el reto de hacer justicia con lo acontecido el 6 de enero, recomponer el país a pie de calle y en sus instituciones y trabajar por unir a toda la ciudadanía en un futuro menos intolerante, con menos racismo y menos elitismo, lo opuesto a lo promovido por Trump y sus secuaces, una respuesta fácil y exculpatoria al capitalismo deprador. Parece imposible para un señor de 78 años y un partido, el demócrata, profundamente neoliberal (tanto o más que el republicano) cuyas bases y corrientes claman un acercamiento a lo que podríamos llamar socialdemocracia cada vez mayor.

A través del cine habíamos visto como rusos, árabes, chinos e incluso marcianos habían asaltado la Casa Blanca y el Congreso de los Estados Unidos. Lo que Hollywood no nos había mostrado era a propios compatriotas americanos franquear las barreras y correr por los pasillos, entrar en los despachos y en la cámara de la soberanía nacional, en actitud violenta y poniendo en peligro la seguridad nacional, y por ende y nuclear, la mundial. No hubo un héroe que devolviera la normalidad y el golpe de estado, costumbre yankee perpetrada como antojo en muchas democracias del mundo, quedó en susto y aviso a navegantes.

La mayor democracia del mundo lleva décadas mofándose del término, ejerciendo una oligarquía que mantiene cautiva la voluntad popular y que emplea los recursos del estado, sobretodo diplomáticos, mediáticos y militares, para hacerse cada vez más ricos. Aunque eso haya supuesto infestar el mundo de cadáveres y títeres, así como colocar la diana a todo lo que sea americano.

El sistema de partidos ha sustentado con gusto el estado de las cosas en una huída hacia adelante, relativizando hasta el absurdo de Trump, la figura del presidente, por donde han pasado actores malos, niños de papa, magnates del petróleo y figuras de marketing. El resultado ha sido convertir a Estados Unidos en esas óperas bufas que durante 50 años han ido instalando por el mundo como repúblicas bananeras.

El devenir ultra liberal está dejando el mundo hecho unos zorros y ya es hora de que construyamos desde la activación política, un sistema más humano, social y justo. Los retos son enormes empezando por esta pandemia que nos asfixia, el cambio climático que nos va a ahogar y la desigualdad económica que nos lastra y amenaza. Si no lo hacemos, nos arrasará la extrema derecha, el neo fascismo como falso populismo, como salto hacia adelante de los poderosos en su afán de ganar más y más.

Nos jugamos mucho y el Asalto al Capitolio es una muestra del dolor que pueden causar. Aquí ya estamos hartos del blanqueamiento del franquismo, de la equiparación entre extrema izquierda y extrema derecha, y de la permisividad del fascismo en las fuerzas armadas. No pasarán. No pueden pasar.

 

 

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