Me
resulta divertido que justo cuando algo llamado coronavirus
hace estallar los convencionalismos
que el liberalismo, el neoliberalismo y el ultraliberalismo han
impuesto a hierro y recorte en la sociedad, la corona, la Casa Real,
se desmorone desde dentro hacia afuera.
El
virus de la corona
se tambalea ante los retrovirales de un periodismo
independiente
y que no le debe pleitesía -el extranjero y unos pocos ejemplos
nacionales-, y de una opinión
pública harta
de los usos y abusos de esta gentuza y que acallábamos al mismo
tiempo su mensaje manido con nuestras abolladas cacerolas.
Una
vez más los silencios del Rey fueron más importantes que lo que
dijo. Porque lo que dijo no valía para nada. No tiene que venir el
borbón a sus 50 años y su “fantástica” preparación a decirnos
lo que ya sabemos. Lo que hemos visto muchos durante toda nuestra
vida y bastantes más están comprobando con cuatro
días de confinamiento.
Que la sanidad
pública
no es un lujo; es un bien supremo del estado, una columna de carga de
la democracia. Y que contra más fuerte sea la sanidad pública mejor
pasará todas las crisis. Justo lo contrario que nos han vendido los
adalides del mercado durante tantos años.
Y
también que es la clase trabajadora la que con su esfuerzo y talento
mueve el país. Porque no es el dinero el motor de la economía, ni
tan siquiera su gasolina. Es la gente que madruga y que trasnocha
para que lleguen los productos a las tiendas; para que se mantengan
limpian las estaciones y medios de transporte. Las que se empeñan en
los cuidados de nuestros pequeños, mayores y de nosotros mismos.
Felipe
VI habló, por lo visto, del valor del personal sanitario y movió
mucho las manos para hacer ver que sólo unidos superaremos la crisis
actual. Pero no se refería al coronavirus,
y si al virus
de la corona.
Hablaba de mantenerse en el poder, sabedor que si hoy sigue en la
Zarzuela no es por su mensaje, y si por el confinamiento que nos
impide salir a la calle, porque si por nosotros fuera ya estaba
poniendo rumbo al exilio como su bisabuelo hace 89 años. Por el contrario podía haber criticado y censurado el desmantelamiento de la Sanidad Pública que tanto tiempo la derecha ha llevado a cabo. Podía haber pedido un consenso general para cambiar la Constitución y fortalecer Sanidad y Educación en la Carta Magna. Podía haber anunciado una donación de toda la fortuna de la familia borbónica (buena parte de ella viene de corruptelas de su padre o de su cuñado) a la Sanidad Pública. Pero no lo hizo.
El
Rey perdió una oportunidad de oro para explicarnos por qué no fue a
las autoridades al conocer los tejemanejes de su padre. Ante el delito de encubrimiento su
inmunidad puede que lo ampare ante la ley, pero no ante un pueblo
cansado y hastiado de tanto latrocinio y tanta deslealtad para el
país. Perdió
la oportunidad para excusarse sin tratarnos como idiotas y admitir lo evidente: que conocía la naturaleza de las actividades de su padre y
el origen y tamaño de una fortuna ilegal, inmoral y encima
anticonstitucional.
Hoy,
en un giro argumental soberbio y que no se le hubiera ocurrido al
mejor guionista de House
of Cards
o de Breaking
Bad,
al Rey y su institución lo mantiene una enfermedad vírica con la
que comparte una similitud en el nombre. El único apoyo con el que cuenta es el del
conservadurismo más rancio, un franquismo que sabe que con la corona
se pueden tambalear sus privilegios. El coronavirus
pospone la apertura de un proceso para construir un nuevo país, más
social, más fraterno, donde el modelo de estado territorial y el
modelo de estado en su composición estarán en debate y en cambio.
Pero también, junto de la mano, vendrá un cambio para fortalecer
por encima de todo lo demás, y sobretodo del mercado y de la
corrupción, la sanidad y los servicios públicos.
Un
país, por mucho que nos quieran hacer lo contrario, no se construye
poniendo banderas en los balcones. Un país se construye a base de
estructuras que den igualdad de oportunidades a todos y todas sus
habitantes. Una educación pública. La sanidad
pública.
Los servicios sociales. La seguridad. Los transportes. Hay
mucho más país en una sábana de un hospital público que en las
banderas gigantescas.