miércoles, 30 de abril de 2025

Tarde de apagón

 

El manuscrito de la tarde del lunes 28 de abril, día del gran apagón de España

 

Al abrir la nevera el click que se iluminó fue el de su cerebro que echaba de menos el encendido de la bombilla interior. El sombrío de dentro del electrodoméstico contrastaba con la luz solar del mediodía que llenaba la ventana. Rápidamente se fijó en el horno eléctrico enclaustrado entre los muebles de la cocina. Apagado no marcaba ni la hora, ni el estado. Salió de la cocina. Miró el router sin luces, ni permanentes ni intermitentes. Lo mismo el reloj despertador al lado de la cabecera de la cama de matrimonio, al otro lado del pasillo. Por fin tocó un interruptor sin más señal que el cliqueteo de la llave dentro-fuera, pero sin atisbo de iluminar la instancia del baño contiguo. Se había ido la luz.

Volvió a la habitación de invitados que hacía las veces de pequeño despacho desde el que tele-trabajaba dos días a la semana. El ordenador se había ido a negro, mientras la tablet seguía encendida. Al acercarse la comprobó inútil porque había perdido la señal de red. Las aplicaciones dejaron de funcionar porque no tenían datos con los que actualizarse en las poleas del subir y bajar información. De manera imprevista y repentina se terminó la jornada de trabajo en casa. A ver cuándo volvía la energía y cuándo y de qué manera apretarían los múltiples jefes, jefecillos y demás encargados en querer recuperar tiempo y productividad.

Iba por su pasillo hacia la entrada en búsqueda de la caja de diferenciales a ver si había saltado algún interruptor. A en caso negativo, abrir la puerta y ver si tampoco había luz en la escalera. Sin embargo, al pasar por el salón vio como el mediodía mediterráneo llenaba el piso de luz natural salió al balcón.

Contrastaban los semáforos apagados sin vida y el tráfico que seguía impertérrito ante esta eventualidad acostumbrados ya los conductores a ignorar la señalización luminaria. El apagón no se circunscribía a la frontera interior del hogar, ni tampoco a la escalera del bloque. Cuando menos tomaba el apellido de barrio o incluso hasta municipal.

En la época de la comunicación petulante, instantánea y constante de la telefonía móvil y los tres, cuatros o cincos “Ges” no se había hecho consciente de que había perdido la posibilidad de hacer y recibir llamadas, y lo mismo con los mensajes. Las interacciones de redes sociales se estancaron. Y se tardó mucho en descubrir que aquel apagón no era una cosa sola de su pequeña ciudad, sino que abarcaba todo el territorio nacional.

Había pasado ya la primera hora sin energía eléctrica. Y la segunda avanzaba hasta convertirse en la tercera. Pensaba en cómo sobreviven desde hace años sin energía en los barrios de chabolas de Madrid. O en lugares en guerra como Gaza, Yemen o Ucrania cayéndoles además las bombas. Entonces recordó tener un pequeño transistor de aquellos a pilas que servían para oír el carrusel de partidos de fútbol de los domingos, cuando aquel deporte, aquella comunicación por las ondas y aquel momento de la semana pertenecía a la gente. Enchufó el aparato y aquello parecía que estaba también ausente de corriente en sus entrañas. Una y dos veces deslizó el pequeño interruptor de encendido a derecha e izquierda, al tiempo que calibrando el peso del aparato discernió que carecía de pilas.

En el mismo aparador donde se hallaba la vetusta radio encontró un paquete de pilas sin estrenar. Colocó dos alternando polos como marcan las instrucciones y ahora sí, al pulsar a la derecha el botón de encendido, el led rojo se iluminó y el sonido de niebla se hizo presente por el altavoz.

Moduló la señal hasta la emisora nacional de noticias y ya se sabía qué pasaba. O casi. Apagón nacional. Todo el territorio de la península estaba sin energía desde hacia una hora y media. No sé sabían las causas y en ese momento se intuían las consecuencias. Las voces del otro lado elucubraban los posibles porqués, los probables para cuándo, al tiempo que desde los púlpitos de las autoridades se llamaba al orden y la calma.

Mientras se repetía la alocución en la radio y las informaciones y primicias se volvían ya sabidas, cavilaba qué podía pasar. Cómo estaban mis padres, mi hermano. Mis suegros. Habría algún ataque terrorista y bélico al país. Algún ciber-ataque.

Había visitado la cocina y la nevera para empezar a preparar la comida. Al volver se convenció que no podría hacerlo porque la moderna vitrocerámica seguía sin respuesta a demandas ni planes. Cayó en la cuenta que para hervir unas patatas y unas zanahorias con la vetusta camping-gas que usaba de vez en cuando en sus cada vez más separadas visitas al campo sobraba. La buscó en el armario con los trastos y parafernalias de las escapadas y junto a ella una botella de gas a medio vaciar encontró una caja de cerillas de seguridad con la portada medio borrada por el tiempo. Las llevo a la cocina e insertó en su clavija la botella. Abrió el pasante y percibió el sonido del gas fluyendo hacia el quemador. Frotó una, dos y tres veces la cabeza del fósforo con la caja y la chispa se convirtió en mecha. Al acercarla al surtidor de gas se transformó en llama.

Bajo al mínimo el fuego y se apresuró llenar una olla con agua con sal puesta a hervir y a pelar las hortalizas que introdujo en su interior. En media hora debería estar listas para una ensaladilla. Lapsus temporal suficiente para volver a la ventana. La brisa y el calor se sienten al tiempo del fluir constante del tráfico. Coches y motos. Y autobuses. Algún furgón e incluso un tráiler. La ausencia de energía no aminora el ritmo de conducción. Los peatones se desplazan aceras arriba y abajo. Se apelmazan en torno al paso de cebra, esperando que algún conductor les deje pasar. Comentan si ¡éste va a parar!, o ¡el del otro lado!, ¡cuidado que parece que no para!. Se preguntan por qué no funcionan los semáforos.

A medio elaborar una sabrosa ensaladilla, las llaves de la puerta resuenan. Las reconoce y también los pasos que las acompaña. Él ya está aquí.

¡Si. Me han dejado salir antes!... Sin luz no se puede hacer nada... He cogido el bus y luego venido andando porque no me fiaba de que la puerta del garaje se pudiera abrir... Ya veré cuando voy a por el coche.

Comen. Tranquilos, con pausa, sin prisas. Saboreando. Degustando. Se llegan a coger de la mano. Recogen la mesa. Lavan a mano cuatro cacharros. Y se toman el café sin calentar. Se sientan en el sofá, se vuelven a coger de la mano. Es pronto, más que un día normal, el primero de muchos que pueden compartir sobremesa sin agobios de vueltas al trabajo. Él le pide que ella se tumbe y ponga sus piernas sobre su regazo. Abraza, amasa y acaricia sus pies. ¡Hacía tanto que no tenían un momento así que celebran el apagón y no se acuerdan de los temores por el suceso y sus consecuencias!

De tal guisa se quedan ambos dormidos. Recobran el sentido pasados tres buenos cuartos de hora. El tráfico sigue imposible, y los bocinazos, acelerones y frenazos suenan incluso superando la barrera del climalit.

Se incorporan y tienen la tarde libre. Cada uno toma una lectura y devoran páginas sin preocupaciones ni prisas. Él toma la publicación póstuma de una de las mejores escritoras contemporáneas del país. Ella continua con su lectura de uno de los grandes literatos españoles del siglo XIX que a modo de crónicas acostumbra a diseccionar con maestría y precisión la forma de ser de las gentes de estas tierras.

Se distraen. Se divierten. Vuelven a los brazos el uno de la otra, pasado un buen rato y más de 70 páginas en cada caso. Se besan. Se tocan. Van fluyendo ambos mientras suben la temperatura y la fricción sobre el sofá. Las manos investigan bajo las ropas. Las curvas y rectas de los cuerpos se mezclan. Los sabores se huelen y los olores se palpan.

Terminan de desnudarse al ritmo de su excitación in crescendo. Hacen el amor con detalle. Degustando el tiempo. Disfrutando. Con mimo y dedicándose su placer y al de su pareja. Se satisfacen y se premian. No se separan y bajo una vieja manta se abrazan como el primer día. Se han amado y probablemente nunca tanto como en ese instante.

A la vuelta a la consciencia tras el sublime momento de trascendencia comprueban que el sol ha ganado momentáneamente su batalla dentro del salón. Por los pequeños agujeros de la persiana se cuela tanta luz que les obliga a levantarse y vestirse. Vuelven a la ventana.

Ahora no hay ya tanto tráfico. Hay menos que el de un día normal. Sin embargo, en el parque del barrio lo ven más lleno que nunca. Hay decenas, casi un centenar de niñas y niños. De todas las edades. No habían visto tantos juntos desde que ellos mismos formaban parte de la masa infantil. No sabían que hubiera tantos en “su barrio”. ¿De dónde han salido? Y sobretodo, ¿por qué no van al parque el resto de días?

Deciden bajar y dar una vuelta aprovechando el solecito primaveral. Salen cada uno con su móvil en la mano, armatoste inútil sin señal por el apagón de energía, pero del que quieren disponer en caso de recuperarla. Al poco tiempo cae en un bolsillo y se olvida.

Se sorprenden de volver a ver colas en torno al súper mercado de la esquina y en la tienda regentada por una pareja de hermanos chinos. De un sitio vuelven a ver salir a la gente cargados de papel higiénico, agua embotellada y de aceite de oliva. Del otro parece que han acabado con las existencias de pilas y de baterías, también de pequeños electrodomésticos como relojes, radios y lámparas a pilas. Vuelve la irracionalidad del consumo como cuando la covid.

El parque está lleno. Juegan multitud de críos y criás. Algunos niños muy pequeños junto a sus padres. Se juegan tres o cuatro partidos de fútbol simultáneos. Incluso uno de ellos en modalidad “mixta”. Hay niñas jugando a la comba. Y también se ve a unos críos tirarse un frisby. Se maravillan al verse disfrutando de poner atención en una competición “de corre que te pillo” que descubren como un escondite tradicional. Parece que nadie lo había inventado ya, y las niñas y niños, y también chicos y chicas más mayores disfrutan de estar en la calle, jugando y conversando. No son los únicos. Hasta los perros pasean y juegan con esa “sonrisa” suya en la cara.

El sendero del parque está concurrido de adultos que conversan entre ellos. Algunos lo hacen alrededor de un transistor compartido. Escuchan y comentan las últimas novedades e incidencias de un apagón colosal, nacional e histórico. Se va a tardar unas horas en recobrar el servicio y no está claro cuál es la causa de tal avería. Por fortuna, no se oyen los ya típicos exabruptos contra los políticos que no nos gustan.

Los grupos son heterogéneos. Hay hombres y mujeres en ellos, y también diversas edades, aunque llama la atención el que faltan mujeres jóvenes. En torno a uno de los bancos ven una mesa redonda formada. Mujeres mayores se han sentado y comentan la situación y lo que pasa, hoy y en la vida. Ocupan los puestos del banco, pero han bajado también sus propias sillas y se han sentado bajo el viejo olmo del parque. Disfrutan y ríen. Incluso dos de ellas lo hacen sin perder un punto de su labor en lana.

La pareja se acerca y escuchan. Preguntan qué tal están y si necesitan algo. Comprenden al momento que viendo a la gente, recuperan el interés en el prójimo, en el otro y la otra, y en la educación, la solidaridad y el bien común como engranajes de una sociedad sana. El por qué no lo hacen cuando el flujo de energía eléctrica no se detiene no saben responderlo.

Cae otra hora, y una segunda de paseo. Han sobrepasado el parque por el lado contrario y caminado hacia la vega del rio sin dejar de ver a personas ocupando las calles, las aceras y los espacios. Gente conversando. Gente haciendo deporte. E incluso, gente haciendo arte y cultura en la calle. En la plaza del barrio se ha improvisado una asamblea vecinal que está tratando los problemas del día a día, de cuando la luz baja y sube por los cables. Al otro lado hay un cuenta-cuentos improvisado que embelesa a unos cuantos niños.

De vuelta en el parque las mesas de juegos están llenas. Unos chicos jóvenes usan una de ping pong para jugar un Risk. Otros parece que han extendido una sabana en el suelo y la están decorando con sprays. Hay varias partidas de ajedrez en marcha, y más conversaciones. Apenas se oyen coches y si pájaros que pian y pian en su efervescencia primaveral.

Por la acera pasean y dialogan las personas. No consumen. No hay terrazas, ni motos de repartidores. Las personas caminan, se saludan, intercambian impresiones y se ofrecen ayuda. Ya han oído en un par de ocasiones que hay quienes ponen sus cocinas de gas a disposición de quienes la necesiten para hacer una cena caliente.

Cuando enfilan su calle hacia el portal sonríen y se sienten conectados con la sociedad. En una paradoja el móvil lleva 8 horas sin dar señal de vida, y hacia tiempo, mucho tiempo, que no experimentaban la sociedad como construcción humana, de carácter cooperativo y solidario. Que no estimaban la presencia de extraños que no son más que semejantes, con los mismos temores y problemas que ellos mismos. Desdeñan la sociedad actual, moderna, tecnológica, hiper-conectada, una vez más antes de entrar en el portal. Les hace gracia esa revelación porque les libra del pesar por tener que subir el ascensor 6 pisos, aunque no de la fatiga.

Al entrar en su casa ya no hay luz natural. En la penumbra recuperan los frontales con los que salían a la montaña, una linterna y media docena de velas de distintos tamaños. Conjugan estos elementos para iluminar la encimera de la cocina y preparar unas tostas frías. Han rayado un tomate y acabado con el tupper de queso fresco de cabra. Han abierto el paquete de salmón ahumado y van a tirar de latas de anchoas y de los pepinillos agridulces. Un poco de jamón y de queso siempre vienen bien. Cenan.

Ya de noche cuando terminan de recoger su cocina. Él toma papel y bolí y esboza unas ideas que comienza a escribir a la luz de una vela. Ella sale al balcón y se asombra y reclama que la acompañe. La oscuridad es total. Y en el cielo se empiezan a dibujar estrellas. Estrellas que no se ven cuando solo se ven farolas y focos de vehículos. Es cierto que algún coche o moto pasan por la calle, y también, que algún tonto, de verdad es que hay demasiados, se dedica a iluminar toda la barriada con una excesiva linterna que atenta la intimidad y al momento de los vecinos.

Aún así, intuyen que la noche se va a hacer más oscura. Y con los frontales y bien abrigados suben a la azotea. No hay nadie. A nadie se les ha ocurrido lo mismo que a ellos, y desde allí no les molestan resplandores ajenos y vislumbran las montañas sobre las que se pone el sol. Se dedican a ver las estrellas en número incontable, extendiéndose cuán manto como quizás hacía años que no podían hacerlo sobre esa ciudad. Cuando expira el último naranja de la línea del horizonte, el negro se hace más intenso y la luz de las estrellas brilla. El frío es cada vez más fuerte y aún abrazados, ¡no saben cómo y cuándo se han abrazado! No pueden tolerar más la caída de las temperaturas y deciden volver a su hogar.

Cuando lo hacemos, recorremos el pasillo hasta el baño y nos aseamos como podemos, casi sin agua caliente, pero el paso por el albornoz reconforta gracias a un abrazo extra. Ejecutamos en la penumbra la rutina de la higiene personal. Preparamos la habitación e improvisamos uno de los teléfonos móviles como caro despertador. Nos metemos en la cama. Y nos amamos de nuevo. Y después dormimos y descansamos.



Al día siguiente, al despertar el servicio de electricidad ya se había restablecido. Y ese día anterior ya no se podrá volver a repetir.

lunes, 14 de abril de 2025

Trabajos de Mierda

 


"Si alguien hubiera deseado proyectar el régimen laboral más adecuado para conservar el poder del capital financiero, resulta difícil imaginar cómo podría haberlo hecho mejor. Los trabajadores productivos que sobreviven son presionados y explotados de forma implacable, mientras que el resto se divide entre el aterrorizado estrato de los universalmente denigrados desempleados y un estrato social algo mayor formado por los que, en esencia, reciben un sueldo por no hacer nada, en puestos concebidos para inducirles a identificarse con las perspectivas y las sensibilidades de la clase dirigente (gestores, administradores, etc.) —y en especial con sus avatares financieros-, y por otro lado para incentivar, al mismo tiempo, un resentimiento larvado contra todo aquel cuyo trabajo tenga un valor social claro e innegable. Por supuesto, tal sistema nunca fue diseñado de manera consciente y surgió como resultado de cerca de un siglo de prueba y error, pero es la única explicación de por qué, pese a los enormes avances tecnológicos, no tenemos todos jornadas laborales de tres o cuatro horas."

Último párrafo del artículo original de David Graeber que dio pie a este libro. El artículo es brillante (Graeber, David (2018). Trabajos de mierda. Ed. Ariel. Barcelona. página: 11).


David Graeber (1961-2020) fue un antropólogo estadounidense de tendencias anarquistas. Célebre por sus estudios sobre las implicaciones antropológicas y sociales que tienen las relaciones económicas entre individuos y grupos. Su tesis doctoral, centrada en la Historia Social de Madagascar demostró cómo y por qué las diferencias de clase sustentadas en los sistemas coloniales y esclavistas, todavía hoy seguían rigiendo las estructuras políticas, económicas y de poder en la nación isla del índico africano. Desde posiciones antifascistas e izquierdistas estudió los orígenes de los conceptos de dinero, propiedad y deuda, logrando desmentir los tópicos de la ciencia económica actual, así como también demostrar que tal posición hegemónica tiene su base en una autoridad basada en la violencia y la guerra. Además, su labor de profesor siempre estuvo implicada en la integración y el activismo para con sus alumnos y las causas justas, como el genocidio palestino o la Guerra de Irak que le valieron un polémico despido de su plaza como profesor en la Universidad de Yale. También se implicó de manera personal y activa en el movimiento Occupy Wall Street, y al mismo tiempo, desarrollando un manual teórico de la indignación y la rebeldía que tituló Somos el 99%. Una historia, una crisis, un movimiento. Por desgracia, falleció en Venecia en septiembre de 2020, víctima de un accidente de tráfico (algún día, alguien debe de investigar las extrañas muertes en accidentes de tráfico de personas brillantes cuando menos, incómodas al sistema).

En 2013, David Graeber publicaba un artículo en la revista Strike, sobre el fenómeno de los trabajos de mierda. Originalmente titulado On the Phenomenon of Bullshit Jobs, el ensayo adquirió una trascendencia inusitada por su brillantez y por acertar de pleno en el espíritu y las opiniones sobre la propia autorrealización personal (y profesional, y laboral) de millones de personas en todo el mundo, pero en especial, y en primer término en Estados Unidos y Reino Unido. Desde las cunas del liberalismo y el neoliberalismo, el texto fue traducido en 12 idiomas, y su premisa principal se lanzó en una encuesta mundial bajo la plataforma Yougov.

La tesis del ensayo es que una gran mayoría de los trabajos actuales, y especialmente, los generados a partir de los años 80 del siglo XX, no tienen una incidencia positiva en la sociedad. No generan riqueza, ni de manera directa, ni indirecta, en el campo de la economía real. En cambio, solo sirven para generar frustración e insatisfacción, tanto en los trabajadores que los llevan a cabo, como en las personas que tienen algún tipo de relación con estos trabajos. Los cambios y avances tecnológicos, la informatización de las tareas y de la propia economía y especialmente los procesos de terciarización de la actividad productiva, habían generado un altísimo desempleo, y en vez de repartir el trabajo entre todos, con menores jornadas laborales, el sistema “se ha inventadomiles de profesiones y puestos que no sirven más que para tener ocupados y subyugados a todos estos trabajadores. Con lo cual, la mejora tecnológica y científica de la economía productiva no ha servido para que la sociedad y los individuos, en general, ganasen o “comprasen” tiempo libre para dedicarlo a actividades creativas y más satisfactorias a nivel personal. Al contrario, las plusvalías extraídas por la élite de estos avances se han re-invertido en la industria y fundamentalmente en el consumo para seguir manteniendo, o quizás hasta devolviendo, a las masas obreras en esclavos pegados al trabajo. Para ello ha resultado fundamental la creación del sector productivo de la publicidad, el mayor ejemplo de trabajos absurdos, nocivos e innecesarios que una sociedad puede tener. Incluso, Graeber se muestra especialmente crítico con la burocracia añadida a trabajos realmente importantes y trascendentes en los ámbitos de la sanidad o la educación, y que solo sirven para deslegitimarlos como valores de igualdad y riqueza y derechos humanos a conservar. Como resultado de la encuesta de Yougov, hasta un 37% de los consultados en Reino Unido estimaba su trabajo como inútil y que “no contribuía en nada a la sociedad”.

Ante el éxito y revuelo provocado por tan brillante texto, David Graeber pasó a profundizar en su tesis. En primer lugar, recabó más testimonios y documentación de varios lugares de Occidente, para ampliar las propias experiencias que se habían plasmado como respuestas directas a la propia publicación del ensayo en 2013. Su bandeja de correo electrónico se llenó con las vivencias de miles de trabajadores, fundamentalmente estadounidenses y británicos, pero no unicamente, que se sentían frustrados y se identificaban con las situaciones y patologías que Graeber exponía. De este modo, ejercitando con maestría la Historia Social David Graeber construía su libro, recopilaba los testimonios y extraía las consecuencias sociales de tal situación.

Para el autor, la mejora de los medios de producción a través de nuevas técnicas y avances tecnológicos no habían satisfecho la profecía de Keynes sobre “las semanas laborales de 15 horas”, y sin embargo, las masas trabajadoras seguían ancladas en largas jornadas a través de trabajos inútiles, innecesarios o incluso perniciosos. Clasificaba a los distintos tipos de trabajadores sin sentido en lacayos, matones, arregla-todo-s, burócratas o capataces, dependiendo del tipo de actividades que se viesen obligados a desempeñar. Estos tipos de trabajadores aparecían fundamentalmente en la empresa privada, pero también cada vez más en la pública, inmersas en el capitalismo competitivo. Esto genera un “feudalismo empresarial” por el que las empresas procuran mantener una distribución jerárquica basada en la autoridad y el estatus más que en el rendimiento productivo. Básicamente, los empleadores necesitan demostrar su poder a través de tener subordinados, que por regla general se encuentran precarizados.

También califica algunos de los sectores productivos modernos como absolutamente innecesarios o incluso ilógicos dentro del propio sistema capitalista, como la publicidad y el marketing, pero también los “innecesarios” sectores de seguros, abogados, o de dirección y que solo tienen función debido a la cada vez más amplia maraña burocrática que las actividades económicas desreguladas precisan. Esta paradoja permite la creación de miles de puestos de trabajo bien remunerados pero absolutamente improductivos, mientras todavía hoy se mantienen puestos fundamentales en la producción de riqueza mal pagados y con condiciones lamentables. Ejercidos especialmente por mujeres y personas racializadas.

Con Trabajos de mierda, David Graeber ataca el individualismo y el puritanismo anglosajón, así como los convencionalismos aceptados sobre el trabajo como valor virtuoso. Pone en cuestión con éxito la autorrealización individual en torno al trabajo, al que presenta como herramienta de desposesión colectiva de las clases trabajadoras. El capitalismo moderno ha atribuido al trabajo, y especialmente a los trabajadores manuales, es decir, a los que no poseen ni medios de producción, ni medios de intervención en la economía (llanamente los que no tienen capital), un deber cuasi religioso. El trabajo se convierte en necesidad y en obligación, y también, en elemento identificativo dentro de la sociedad. De este modo, desautoriza las ideas de John Locke quien en el siglo XVII presentaba de manera radical el trabajo como “deber y virtud” frente a los convencionalismos que lo despreciaban. Así, hoy en día los trabajos han adquirido un estatus de autorrealización que solo sirven para justificar el modo de vida actual. Sin embargo, lo que en realidad estaban provocando en millones de personas era frustración, desmotivación y problemas de salud, tanto de la psíquica y emocional como en la física, debido al estrés, el cansancio, la competitividad y la agresividad. Con esta crítica argumentada no sólo se discute el valor del trabajo y el capitalismo, sino que además se pone en cuestión la construcción de la sociedad actual, ligada al individualismo, el crecimiento económico como paradigma de éxito y a la autoridad del liberalismo clásico.

Al tiempo, que millones de personas se ven obligadas a desempeñar funciones nada productivas en el conjunto de la sociedad y la economía estandarizada, se les roba tiempo que podían dedicar a actividades más satisfactorias a nivel personal, y más productivas y beneficiosas para el conjunto de la sociedad, tanto en círculos cortos (su propio barrio, pueblo) a rangos de mayor amplitud. Con ello se logra la principal motivación política: la desmovilización social. Las masas trabajadoras ocupadas en estos puestos de trabajo, subyugados por un consumismo exacerbado, se sienten individualizados, compiten entre ellos y tienen cada vez menos tiempo para poner en común sus problemas y poder rebelarse. En suma, una explicación detallada y coherente de los profundos problemas de la sociedad actual.

La misma obra no se queda sólo en el análisis del ecosistema productivo y económico moderno, sino que va más allá y plantea soluciones. Por ello, el trabajo de Graeber ha adquirido tanta trascendencia y es tan de vital consulta y ejemplo. Lo hace además construyendo una filosofía propia y muy sólida, con análisis de causas y efectos, y por qué son más que recomendables hasta necesarias políticas y cambios directos en la sociedad. Por todo ello Trabajos de mierda compone un argumentario básico e incuestionable en materias como la dignidad humana, el sentimiento de pertenencia a la clase trabajadora, la necesidad de buscar nuevos o recuperar viejos mecanismos de asociación colectiva y ciudadana en defensa de la igualdad y la justicia social, o en propuestas como la reducción de las jornadas laborales, los sistemas de Renta básica o universal, o las teorías de Decrecimiento que critican los paradigmas del crecimiento como medida de la riqueza de las sociedades y que contemplan expresamente la eliminación de puestos de trabajo improductivos para la economía real o abiertamente nocivos para la sociedad.

Por todo esto, no se puede más que recomendar la lectura y la revisitación constante a Trabajos de mierda, de David Graeber. Una obra básica para entender este tiempo que nos ha tocado vivir, y un ejemplo fundamental para comprender la necesidad de activación social que necesitamos.

 

 

miércoles, 9 de abril de 2025

Qué sabe Google de ti

Imagen extraída de un portal de recursos gráficos libre.

 

No hay día en que no dejemos nuestros datos o huella digital en la red. Queramos o no hacerlo. Nos hayamos conectado a Internet de forma consciente, o si ha sido inconscientemente (muchas más veces de las que piensas). Y con esos datos las empresas poseedoras de las infraestructuras de recopilación, organización y publicación hacen su negocio. Recuerdo aquí que los datos son propiedad de cada individuo, del usuario, no de las empresas por mucho que faciliten las herramientas de acceso y uso de Internet.

Por lo tanto, se hace perentorio ser consciente de qué datos estamos dejando en la red. Para qué son empleados, qué duración tiene su vigencia y qué derechos nos amparan con respecto a ellos. Y en este camino se puede empezar por un interés por escapar de la cada vez más invasiva publicidad, pero rápidamente en cuanto se empieza a investigar un poco se acaba tomando conciencia en cuanto al estado de la democracia y el bienestar común.

Y es que nuestras libertades civiles se están evaporando delante de nuestros ojos.

Es fundamental protegernos en Internet de los rastreos de datos. Todas las compañías desde las redes sociales hasta las suministradoras de red, tanto móvil particular, como en espacios wifis, las empresas que aportan las infraestructuras físicas y lógicas para el mantenimiento y ampliación de Internet, y de manera especial, con respecto a la mayor prestadora de servicios en red: Google.

Cuando hacemos una búsqueda a través de sus buscadores (a veces directamente, o a través de webs y apps que emplean la api de google), usando gmail, o android en nuestro teléfono, y actualmente y de manera muy especial cuando vinculamos el terminal físico y la tarjeta de teléfono con su número al sistema operativo, cuando usamos el servicio de ubicación GPS en el dispositivo. Y cuánto más sabe de ti, de nosotros, más afina la empresa tu perfil para poder ofrecerte publicidad más personalizada, que es su principal línea de negocio, y poder “venderte” como un cliente más cerca de comprar y consumir.

Podemos pensar en lo más básico. Edad, sexo y orientación sexual, estudios, lugar de residencia o intereses generales que consiguen cuando nos damos de alta en algún servicio de google o en cualquiera de estas empresas. Pero no debemos olvidar que con cada búsqueda en sus buscadores va rellenando nuestro perfil con más y más datos sobre nuestros intereses.

Por si esto no fuera poco, se han demostrado ya, y e instituciones como gobiernos o la Unión Europea han actuado en consecuencia, cómo google y otras compañías “encienden” la cámara, la ubicación o el micrófono de nuestros dispositivos para recabar más datos, evidentemente sin nuestro consentimiento, y poder así rellenar los huecos que pueda ir dejando nuestras búsquedas y nuestro uso digamos consciente. Sin duda, una práctica abusiva, de la que solo teníamos una sospecha fundada atendiendo al funcionamiento de las baterías o a las sugerencias que se ofrecían. No seríamos los primeros a los que nos ofrecerían “paellas” porque “nos han grabado” hablando de paellas.

Si usas goolge analytics o trends, u otro tipo de herramientas profesionales del sector del marketing online y el desarrollo web, sabrás perfectamente como la compañía cubre todo lo relacionado con la actividad online de los distintos usuarios. Si no te has dedicado a este mundo, te puedo asegurar que google es capaz de segmentar hasta el último aspecto de nuestra vida en la red, y de monetizarla, dándole el formato y empleo que más práctico sea para los profesionales del sector. Y por supuesto, para google mismo.

Con la ubicación y la posibilidad de poder georreferenciarte en tiempo real, google, y otras compañías son capaces de extraer mucha información de nuestra actividad en internet, pero también en la vida real, física. Y de esta manera, acaparar datos muy valiosos que sirven para ofrecerte anuncios y publicidad de manera más personalizada, lo que podría acarrear mayor convertibilidad en ventas y visitas. Un negocio perfecto. Si quieres probarlo, puedes ver en este enlace, el historial que hasta este momento google ha registrado de tu ubicación, y que ofrece de cara al usuario. No tenemos seguridad de que no haya hecho más sondeos y registros de nuestro día a día sin nuestro conocimiento y/o permiso.

Los historiales de búsqueda en el buscador o en youtube, son fuente inagotable que suministra datos a nuestro perfil y con el cual pueden afinar aún más la publicidad, convirtiéndonos en paquetes de datos más interesantes, y que por lo tanto cuestan más, para las empresas que contratan su publicidad a través de google (prácticamente la totalidad dada la posición monopolística de la compañía). Aquí puedes comprobar tu historial en youtube, y en este otro enlace, el de tus búsquedas en google.

Todos estos datos, así como los aspectos físicos (dispositivos, tecnologías, formatos, aplicaciones, software, etc.) se cruzan y re-cruzan, una y otra vez, actualizándose en el tiempo y ofreciéndose en tiempo real para su dominio y comercialización. Por eso es importante comprobar qué permisos sobre tus dispositivos y las aplicaciones que usas has concedido y sobre los que están recopilando datos. Se puede solicitar un informe sobre el volumen total de datos, exportar esa información, desautorizar su empleo por parte de terceros, e incluso, por parte de la propia google, desactivando tu perfil (o perfiles) en la plataforma.

Y es que la publicidad genera muchas ganancias cada segundo. Por lo que como vemos, todo vale.

Liberarse de google requiere de varias estrategias:

Compartimentar, es decir evitar en la medida de lo posible las herramientas facilitadas por google y otros gigantes tecnológicos. Y si no hay más remedio que emplearlas, no utilizar todas.

De hecho, la segunda estrategia sería Diversificar las herramientas y las empresas con las que trabajamos y de las que formamos parte como usuarios (realmente nos convertimos en sus clientes).

La tercera estrategia es Restringir la información. Quién y qué ve y usa en cada momento y con cada aplicación.

 

Alternativas:

  • En cuanto a los navegadores están Firefox, Chromiun y Tor.

  • Otros motores de búsqueda más allá de google: DuckDuckGo y Qwant.

  • Alternativa a twitter: Mastodon, como red social descentralizada en forma de federación, donde cada usuario o grupo puede constituirse como fuente de autoridad. Permite un control total de los datos proporcionados por los usuarios ya sea consciente o inconscientemente. Aunque yo ya estoy comprobando en vivo, que la mejor alternativa es no usar redes sociales.

  • Una alternativa al uso de youtube: Peertube.

  • OpenStreetMaps o QwantMaps alternativas a google street view o google maps.

  • Lineage, Sistema Operativo alternativo al uso de Android en dispositivos móviles. Como todas estas herramientas, se trata de un sistema libre y de código abierto.

  • BigBlueBotton, una alternativa a skype o zoom como servicio de videollamadas.

  • Moodle, entorno de educación de software libre.

  • Signal, sistema de mensajería instantánea alternativo a uso de Whatsapp.

  • Y por supuesto, es necesario, vital en el actual contexto, promover el empleo de VPNs.

En este enlace dejo una completa lista de alternativas al uso de las herramientas que facilita google.

Tenemos que saber qué datos compartimos, en su totalidad, y cuál es el uso que las empresas hacen de ellos y el beneficio que consiguen. De hecho, los datos y los metadatos se venden a otras empresas que se convierten en dueñas de los mismos, reproduciendo el modelo una y otra vez. Recordemos una vez más, que si algo es gratuito, es porque tú (o tus datos y metadatos) eres el producto o servicio.

En este sentido, es preciso concienciar al público general que la cultura gratuita de Internet es falsa. Porque los equipos de hardware, las redes, los protocolos y los desarrollo de software cuestan dinero. Y si no se están solicitando pagar por su uso de forma directa, implica que esas empresas poseedoras de estos medios, están usando tu información para hacer negocio. Y eso es muy peligroso, sin entrar a valorar lo ético o justo de tal planteamiento.

Por ejemplo, se hace necesario recordar el control de las élites sobre Internet y cómo censura y controla nuestras vidas. Un caso paradigmático es todo lo que tiene que ver con el periodismo, la disidencia y las denuncias ciudadanas ante situaciones de opresión o corrupción. La persecución a todo lo que tiene que ver con Wikileaks es el ejemplo.

Los periodistas y los ciudadanos empoderados y conscientes de su poder y de sus responsabilidades cívicas, tenemos que emplear herramientas que permitan cumplir nuestra labor y hacerlo con la máxima seguridad. Por ejemplo, el uso de sistemas operativos portables como Tards, o emplear ordenadores “vírgenes” que nunca se hayan conectado a Internet y que nunca lo vayan a hacer. O emplear redes seguras y descentralizadas como SecureDrop.

Es necesario también concienciar en el empleo de sistemas de encriptación, especialmente en el caso del correo electrónico, como los sistemas PGP.

Recordemos que Internet está conectado a las grandes empresas, a los lobbies y a los gobiernos al más alto nivel, es decir, los gobiernos detrás de los gobiernos y sus equipos de seguridad, espionaje y contra disidencia o insurgencia. Por lo tanto, Internet no es un espacio de libertad.



Por último, ya sé que esto es un blog de blogger, es decir de google!!! Estoy en interés y en camino de liberar el tiempo suficiente para poder cambiarlo.

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