Ahora
que los días ya son mucho más cortos y de una vez por todas
necesariamente fríos pienso en todas y todos que no pueden mantener su hogar cálido. Pienso en quienes pasan las crecientes horas de
oscuridad natural ahorrando en luz artificial temerosos del sobre
alargado con su nombre tras la ventanita. Yo precario y que rebota de
olvidadizo
empleo en olvidable
empleo, que deambula por polígonos y centros comerciales, en
entrevistas cada vez más surrealistas, analizando esta podredumbre. Un sistema inmoral.
Que paseas por una ciudad enorme y solitaria esquivando ciclistas que
reparten comida a domicilio por unas miserias, mientras ve a los más
pudientes cada vez más ricos, más soberbios. Así
acabo caminando y pensando y re-pensando en el
legado de José Luis Sampedro.
José
Luis Sampedro
falleció el 8 de abril de 2013 a la edad de 96 años. Economista,
escritor,
filósofo,
maestro
y aprendiz,
y sobretodo vitalista.
Durante toda su vida no cesó jamás en su intención de aprender en todo
momento y de disfrutar cada segundo. Es más, a mayor longevidad,
mayor era el brillo de sus ojos para contagiarnos de lo necesario que
es vivir, de lo trascendente que es el tiempo y de que lo
importante -realmente lo único importante- era la libertad, pero la
libertad de pensamiento.
Esa
libertad de pensamiento componía el ladrillo, el eslabón más
básico que construía el resto de las libertades. Desde la
abstracción y el propio desarrollo personal hasta el empoderamiento
total y pasando por el parcial de los ámbitos laboral, afectivo,
social, cultural… Con la argamasa de la solidaridad
y la empatía
podíamos construir, el ser humano como sociedad, el edifico de la
democracia con sus derechos y deberes y con sus libertades
individuales y colectivas.
Para
Sampedro
era el
tiempo
la más valiosa de las posesiones del hombre. Y su uso y disfrute no
tenía ni precio ni valor, puesto que su carácter limitado exige de
nosotros la pasión y la voluntad para vivir, para acumular
experiencias, sentimientos, vivencias, ideas y luchas. Todo ese
cúmulo de anécdotas, de tiempos vividos no eran mejores por su
abuso egoísta sino por compartirlas en su momento de acción con los
demás, procurando siempre mejorar las condiciones de vida de todas y
todos. Ese afán, ese impulso era el motor de las sociedades y de los
avances que dignificaban
la vida.
La
labor de sabio y filósofo de José
Luis Sampedro
magnificaba el trabajo como economista
-y maestro de economistas- otorgándole rigor y empaque al conjugarlo
con el pensamiento humano, con la historia universal del hombre y con
las condiciones de vida. Su teoría y su praxis vivían para dotar de
discurso y esperanza a los pobres y desamparados.
Sus
obras tanto literarias
como técnicas siempre destilan análisis y critica de causas y consecuencias y al final y en sustancia componen un llamamiento a la
disidencia.
Pronto antes que nadie José
Luis Sampedro
comprendió la insostenibilidad
tanto material, económica, natural y moral de Occidente. De un
sistema de valores entregado al dinero y su acumulación. Un
anti-sistema, probablemente el más anti-sistema de todos, que nos
llama veraz y constante a la rebelión y la lucha por cambiar nuestro
destino y por otorgar al futuro y a la gente de dignidad.
En
días así vuelvo a ver alguna entrevista o conferencia suya. Caigo
en la estantería para abrir alguna de sus obras y leer un capítulo
o incluso un sólo párrafo. Es la mejor manera de autoconvencerse de
que éste nauseabundo estado de las cosas no es irremediable ni
determinista, sino que nosotros como hombres (y mujeres) podemos y
debemos cambiarlo para que sea mejor para todas y todos nuestros
iguales.
Sampedro
distinguía dos tipos de economistas: “Los que trabajan para que
los ricos sean más ricos; y los economistas que trabajan para que
los pobres fueran menos pobres. Yo me considero de los segundos”.
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