Hay
una idea, una forma de llevar un negocio y una cafetería, que me
parece sublime y preferible a lo habitual hoy en día. Hay un sitio
donde paso las horas alternando cafés con cervezas y conversaciones
con risas. Hay un lugar en el que me siento como en mi propia casa.
Ese es el café
Alcaraván,
en Salamanca (calle de la Compañía, 12).
En
estos tiempos que corren lo normal son los bares de quita y pon. Los
pastiches de trampantojo y postureo. Las decoraciones presuntosas que
pagan una pasta por la firma de diseño y una miseria por los mismos
azulejos o la misma vajilla del IKEA o el Leroy Merlin que
ves clonada en cualquier establecimiento.
Las elaboraciones de producto y marca artificiales, globalizadas. Franquicias con las
mismas mesas, los mismos manteles, las mismas propuestas, los mismos
proveedores, la misma opresión sobre trabajadores precarios y mal
pagados.
Sin
embargo, frente a eso, a mi y a muchos nos
tiene enamorados el Alcaraván.
Porque es un café de los de antes. Mejor aún, de
los de toda la vida.
Donde la decoración es auténtica, propia y convierte el ambiente
del local en un lugar único y reconocible. Y porque sirven el
mejor café de la ciudad.
Son
incontables las tardes, las mañanas, las noches (algunas menos) que
con mi hermano, mis amigos, mi pareja, compañeros de trabajo, de
lucha y barricada, o solo, he pasado en el Alcaraván, conociendo y
conociéndome. Pero es especialmente junto a mi hermano con quien más
rato y más memorable he vivido
en esas paredes, en esa primera mesa a la izquierda junto a la
entrada a los baños de la sala tras la barra en la planta baja.
En
esos bancos y esas mesas de mármol
sobre la estructura de una máquina de coser he sido un joven y ahora
soy un hombre. Ahí
nos hemos conocido y querido y compuesto un armazón de fraternidad.
Arriba, en las mesas de mimbre hemos asistido a charlas. De ciencia,
de historia, de sexualidad, de revolución. De presentaciones de
libros. Hemos visto exposiciones de pintura y fotografía y escuchado
conciertos y recitales de poesía. Y nos hemos enfrentado entre nosotros y con otros en la dialéctica y el discurso. Y al
parchís, el ajedrez o incluso los dardos. Un lugar donde leer, donde
trabajar con un portátil si lo necesitas.
El
jazz era el aderezo a nuestras conversaciones, mientras disfrutamos
un café
vienés,
un café sólo doble. O una cerveza nacional (dios, qué buena está
allí la Estrella Galicia) o de importación. Una copa. Tras la
comida en casa de mis padres; desayunando, el café de media mañana.
La copa por la noche o la cerveza antes de ir de fiesta.
Bohemio,
universitario, libertario, auténtico. Un
clásico donde huir de la modernidad y la pos-modernidad. Donde
abrigarse en su sensible decadencia
que le añade más encanto, más interés, siempre asistido por sus
dueños y trabajadores ejemplo de amabilidad y profesionalidad.
Si
de normal, viviendo emigrado en otra ciudad, otra provincia, junto a
mi chica ya echo de menos el café
Alcaraván,
en esta situación de confinamiento no os puedo decir más. Porque a esta nostalgia, a
esa falta diaria que cuando voy a mis
raíces,
más o menos una vez al mes, le pongo remedio y cuento allí a Ángel
o a Raúl, ahora se le añade un temor. La
duda de que la cafetería no pueda sobrevivir y se vea cerrada y
convertida en otra trapa candada de esta Salamanca que me duele,
o lo que es peor, en uno más de esos locales pretenciosos,
totalmente prescindibles.
Por
eso, en la medida que podáis, con la seguridad que necesitáis,
vosotros y ellos, pasad en cuanto se pueda por el Alcaraván.
Tomad un buen café, conversad, sed
libres
y ayudarles como se pueda para que siga vigente una seña de
identidad de nuestra ciudad tan notable y auténtica, que forma parte
del patrimonio de Salamanca. Yo en cuanto pueda desplazarme lo haré.
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