Pasan
los días y como era de esperar esto se hace cada vez más duro. En
mi caso, no poder salir a hacer deporte se torna en algo crítico y
sólo la responsabilidad para con mi salud y la de los demás me
impide buscar ingeniosas formas de saltarme el confinamiento. Desde que lo descubrí hace ya 8 años, siempre he sentido esa necesidad de activarme desde la mañana con
ejercicio. Gimnasio, salir a correr o con la bici (joder,
cuánto echo de menos el poder rodar con mi bici de montaña) o por
la tarde echar alguna carrera o unas canastas… Intuía
la importancia de esa rutina para darme estabilidad en esta época de
mi vida tan llena de cambios y
a la vez estática,
de
empleos precarios, rebotando de uno a otro, de mala gana, con
insatisfacciones. Ahora sin esa posibilidad le doy aún más valor
mientras trato de encontrar alternativas entre el encierro de
las cuatro paredes.
Buscando
esas opciones inevitablemente acabo pensando en lo que esta
situación está mostrando sin ningún rubor. Y sin que ningún medio
tradicional lo indique y le dedique tiempo y recursos para explicar
con antecedentes y consecuencias la siguiente realidad: La
cada vez mayor desigualdad social.
No
hay compañía importante de éste país que no haya dedicado
recursos a hacer una campaña publicitaria para pedirnos
#QuédateEnCasa
y para loar que están ahí, que han estado y que estarán. Se
destila un aroma de auto-ayuda para sacar una sonrisa y completar el
mensaje de las administraciones en el Estado
de Alarma.
Añaden positivismo al momento de las palmas y los balcones -ya mucho
más estridente que los primeros días- y darnos a entender que
tenemos libertad aún encerrados y que podemos elegir como vivir
estos momentos tan difíciles.
Probablemente
no les falte razón ya que los avances tecnológicos, internet, abre
una ventana al mundo que antes no estaba disponible. A nosotros.
Porque
hay muchos en el mundo que siguen sin tener acceso.
Incluso más cerca de lo que creemos hay familias que no pueden pagar
una conexión o tener un ordenador personal en el domicilio. No
puedo pensar en familias con niños y niñas, o adolescentes, donde
los padres, tienen que hacer de padre y educador al mismo tiempo. Y
también entretener a su prole para que no se les vaya la cabeza.
Y
es que considerar el confinamiento como una oportunidad de
aprovechamiento del tiempo plasma las
diferencias de clase.
Los
videos de gente haciendo deporte, música, actividades artesanales o
artísticas o las recomendaciones de lectura o series en plataformas
de pago por visión dibujan con precisión las desigualdades
existentes.
Las
opciones para desarrollar una actividad dentro del hogar muestran la
distribución de los recursos materiales, de espacio, condiciones,
sociales y culturales que se determinan en razón a la clase social.
Aunque
nos pinten como iguales a la hora de vivir el encierro, la realidad
es que hay muchas maneras de vivirlo en grados, separados por techos
de cristal que añaden mayor desesperación y sentimiento de asfixia
a los más desfavorecidos. Sé por desgracia que están repuntando los suicidios.
Sin
ser de los peores, vamos no me puedo quejar y
siempre me ha gustado pasar tiempo en mi casa,
echo en falta tener más espacio. Haber
podido llenar mi casa de material de ejercicio. Poder tener una
terraza o un jardín. Y
una habitación más para separar las funciones de los habitáculos y
no pasar tanto tiempo siempre en el mismo. Pero hay en esta escala
personas que tienen que compartir un espacio similar o incluso más
pequeño entre cuatro, cinco o seis personas. A veces con problemas
de movilidad y de salud añadidos. Hay quienes carecen de
herramientas culturales y audiovisuales para desconectar de esta
realidad y del hecho de estar encerrados en casa.
Están
los que pueden “tele-trabajar” que pertenecen a una realidad
social bien distinta a los que tienen que salir a trabajar porque
mantienen servicios básicos. Y dentro de ellos están los peor
pagados y las profesiones quizás más estigmatizadas, precarias y en
continuo abuso (limpiadoras, reponedores, transportistas,
tenderos,...)
En
definitiva, hay
quienes gozan de estar en su casa y quienes se sienten encerrados en
su hogar.
Y
no interesa que esa idea se propague. Que nos demos cuenta de
nuestras desigualdades. Bastante tenemos con comprobar como algunos
hemos tenido siempre razón y llevan más de 30 años desmontando
nuestros servicios básicos, convirtiendo la sanidad en un negocio
privado.
Para
ello y como parte de todo el juego en la lucha
contra el coronavirus
se lanzan mensajes y ruedas de prensa con el lenguaje bélico
predominando. Se habla de enemigo -hay uno evidente, la enfermedad y
otro latente, el neoliberalismo y el capitalismo de amiguetes-.
Buscan
reafirmarnos y uniformarnos
como héroes,
por quedarnos en casa o por cumplir con las obligaciones que nuestros
trabajos atesoran. Nos dan un rol de protagonista pero desde la
pasividad de estar en casa -no podemos hacer otra cosa-.
Los
aplausos ya no son, o cuando menos no son sólo, de agradecimiento a
los sanitarios y trabajadores de éste país. Ya son un alegato hacia
nosotros mismos como resistencia y algunas veces una muestra
execrable de ombliguismo del cuñado de turno que bombardea con
himno, resistiré o i
will survive
y sirenas y bocinas que tenga a mano.
Me
da miedo el día que esto acabe. Ya tengo decidido que aguardaré
tres o cuatro días antes de empezar a hacer vida normal. No quiero ser participe de la locura colectiva que se desatará. Que tomaré
dos o tres semanas antes de ir a visitar a mis padres o a los de mi
novia. Queremos cuidarlos hasta el mimo pero minimizando riesgos. Pero me da miedo el día después. Que
quedemos en un estado de semi-confinamiento.
Con las actividades de ocio y esparcimiento censuradas. Con
imposiciones administrativas que coarten nuestra libertad. Que
aprovechando que el coronavirus pasa por nuestras vidas nos metan más
mordazas, nos hagan más sumisos, más pacientes, más controlados,
más esclavos. Puede que no haga falta y directamente todos esos que aplauden tantísimo den una mayoría absoluta a los patrioteros que no disimulan su afán de hacer negocio con nuestras vidas. A mi no me engañan. Ni unos, ni otros.
Ya
nos conocemos todos y sé que cuando esto pase en las Marchas de la
dignidad, las mareas, la defensa de la sanidad pública y el
sindicato alternativo nos veremos los mismos. O menos porque hayamos
perdido compañeros y compañeras por el camino.
Tengo
ganas de que acabe ya todo esto pero a la vez me da miedo comprobar
como veraz y hasta en que grado, esta sensación de opresión que nos
están metiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario