jueves, 28 de mayo de 2009

La Muerte de un Dios





En muchos sentidos (tal vez, en todos), nuestra cultura es heredera de la tradición judeocristiana, y como buenos descendientes de esa tradición, nos cuesta imaginar que un dios pueda ser aniquilado. La muerte de Jesús es sólo aparente: un destino que debía cumplirse; y digo aparente porque la fe católica le debe más en la Resurrección que en la Pasión.

Hoy hablaremos de la muerte de un dios.

Dentro de las creencias nórdicas existe la tradición del "Ragnarok" , que significa algo así cómo: "el crepúsculo de los dioses"; allí se nos describe con mucho detalle cómo los dioses caerán en una batalla épica ante las huestes de los Gigantes del Frío. El concepto es complejo, ya que muchas cosas deben cumplirse antes de que llegue el día del conflicto; profecías y hados de los cuales hablaremos en otro momento; pero lo central es que hay una batalla, de la cual los dioses no pueden librarse, y aún sabiendo que serán derrotados, anhelan que ese atardecer, el último, finalmente llegue.

Ahora bien, el mito del Ragnarok es gigantesco, profundo e insondable; allí morirá Odín, Señor de los Dioses; su espíritu divino se desgarrará bajo las fauces del Lobo. Destino cruel para el creador de las Runas, pero no exento de gloria: lucha con honor y cae; final feliz que el espíritu nórdico alaba y añora; pero existe otra tradición, menos pródiga en honores, más humana (si se quiere), o menos teñida de ese valor que sólo encuentra motivación en el sacrificio. En ella hay algunos rasgos patéticos que hubiesen sido más afines con el Romanticismo que con la fría Islandia. Allí muere un dios; lejos de los campos de batalla y de los grandes salones del Valhalla.

Imaginar un dios es tarea de filósofos y teólogos, imaginar su muerte es de poetas.

Este mito nace como historia en Islandia (aunque posiblemente se desarrolló primero en Noruega) dónde la nueva fe cristiana no separó a los hombres de los antiguos dioses, quienes siempre conservaron por ellos una profunda nostalgia. Los preservaron en mitos y leyendas; arraigados profundamente en el corazón, pero sólo eso; ecos de una grandeza que hizo temblar a Roma. Vivían aún en las fábulas, pero los templos y los viejos robles, sedes inmemoriales de su culto, yacían olvidados, escombros de un fe otrora poderosa.

Cierta noche llegó un anciano a la corte del rey Olaf Tryggvason. Los rasgos del anciano revelaban que era de noble cuna, pero algo en su porte le daba un aire etéreo, muy impropio de un anciano. Iba envuelto en una capa oscura, negra como las plumas del cuervo; el sombrero de alas anchas le cubría los ojos. Después de cenar, el rey se dirigió al Anciano y lo interrogó sobre los avatares de su vida. El Viejo respondió que su vida fue larga, demasiado como para describir sus pormenores, declaró que lo único que aún podía hacer con algún talento era tocar el arpa, y contar historias.

El fuego era un bastión frente a la noche, las sombras lamían las paredes del castillo, y las llamas crepitaban y saboreaban la dura madera del norte. Los hombres se reunieron en torno al Anciano; afuera, salvo el ronco aullido de algún lobo en el descampado, no se oía nada.

El Anciano se sentó de espaldas a las llamas, de manera que los oyentes veían su figura recortada: una espectral sombra encorvada por los años; vencida y desgastada por el recuerdo de mil desgracias y de efímeras alegrías. Sus dedos acariciaron el arpa, la música flotó sobre los hombres, y en cada oído palpitó con una melodía diferente: habló de Brunhild y de la dulce Krymild, de Sigurd y del enano Andvari, del dragón que duerme sobre las joyas, y de un río que es sepulcro de tesoros.

Cantó todas las cosas que pueden decirse con palabras; los hombres temían respirar, nadie deseaba quebrar el encantamiento. La música, derramada en los oídos, despertaba en los asistentes los ecos imprevisibles de la memoria: algunos veían a sus madres susurrándoles dulces y tristes historias, otros eran transportados al hogar de la abuela, quien narraba heróicas hazañas de ancestros olvidados; pero a todos los unía una sensación común, la certeza de que todas aquellas cosas (el fuego, el viejo, el castillo, acaso el Midgard) eran irreales.

Y así trascurrió la noche, los oídos atentos y el recuerdo vivo; finalmente, el Anciano relató el nacimiento de Odín. Dijo que las Tres Mujeres (que no deben nombrarse) auguraron que el niño no viviría más que la vela que se consumía sobre la mesa. Con la rapidez que provoca el terror, los padres de Odín apagaron la vela para que el niño no muriera.

El rey Olaf, quien se había convertido a la fe católica, declaró que la historia era falsa. El anciano torció la boca en una mueca que bien podía ser una sonrisa; buscó entre los infinitos pliegues de su capa y la presentó ante los hombres, una vela a medio consumir.

La depositó sobre la mesa y anunció:

"Quien tenga el valor para matar a un dios, ya sabe lo que debe que hacer"

El Viejo abandonó el salón y se sumergió en las heladas sombras.

Los hombres se miraron, pero nadie se movió. La noche reanudó sus sonidos: el viento azotaba las paredes del castillo, oprimiendo los corazones. El rey se puso de pie, tomo la candela, y la encendió.

El tiempo se hizo pesado, pegajoso; la vela, erguida sobre la mesa, se consumía lentamente. Cada hombre presagiaba un final diferente, algunos imaginaban que el cielo se quebraría, que infaustos rayos caerían para castigar tamaño sacrilegio. El tiempo pasó, un gallo cantó a lo lejos anunciando a la aurora; llegaron las primeras luces del día, los corazones se calmaron. La vela estaba consumida, yacía sobre la mesa, inerte, como los Viejos Dioses.

Los hombres se desperezaron, se pusieron de pie; cada uno con la intención de dirigirse hacia sus hogares. El rey, siguiendo las reglas de la hospitalidad, los acompañó hasta sus monturas. Salieron y el frío de la mañana les bañó el rostro; un cielo azul los cobijaba; caminaron unos vacilantes pasos y lo vieron: el Anciano, con el azul del cielo en los labios, yacía tendido en la hierba, consumido.

La leyenda quiere que el anciano muerto sea Odín, al menos así lo refieren los maestros de la tradición. Yo pienso que no; que es algo más. El Viejo es el último creyente de una fe abandonada; y también es Odín. Muere porque sólo él cree en los antiguos dioses; ya no queda otro, nadie realiza ofrendas ni eleva plegarias. No hay devotos sin un dios, ni dios sin creyentes.

Odín murió, es cierto, pero no en la infame batalla del Ragnarok, sino cuando se consumió la vida de su último creyente.

I grew up by the sea
I played under the sun
Come to me come into my dreams
This is my light of life

Between the bluebells
Sits a girl with blond braids
A blue-eyed angel
With strawberry cheeks
The spell has bound me
I was living a dream
Norweigan homeland
My heart belongs to you

I climbed mountains so high
I discovered the deep
Long to be long, long to be part of this dream
This is where my heart beats

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