viernes, 19 de abril de 2019

#DiaMundialDeLaBicicleta


Aparcamiento de bicis en la salida de la estación de tren de Gante, en Bélgica, donde nos sacan décadas de ventaja


Hoy viernes 19 de abril se celebra de manera internacional el #DiaMundialDeLaBicicleta. La historia en la elección de tal fecha para esta efeméride es bien curiosa: El 19 de abril de 1943 Albert Hofmann, un químico suizo conocido como el padre del LSD realizaba un auto experimento para probar en su propio cuerpo y conciencia, los efectos de su invento. Una vez ingerida una dosis de 0,25 miligramos (250 microgramos) Hofmann pidió a su ayudante que lo llevará a casa, teniéndolo que hacer en bicicleta, por la prohibición de empleo de vehículos a motor en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. En el trayecto, conocido como “El día de la bicicleta”, Hofmann experimentó diversos estados de ansiedad y pánico, así como alucinaciones, para al final terminar con una sensación de paz y disfrute a través de unos sentidos altamente estimulados.
Años más tarde, en 1985 el profesor emérito de la Universidad Norte de Illinois, Thomas B. Roberts, quiso rememorar el “viaje” de Hofmann, creando así “El día de la bicicleta”, dándole notoriedad en los círculos académicos desde donde pasó de ser una conmemoración por el descubrimiento del LSD a una jornada reivindicativa en el uso y defensa de la bicicleta como medio de transporte.
Ya el año pasado, 2018, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamaba el Día Mundial de la Bicicleta con la siguiente declaración recogida en la resolución A/72/272 del 3 de junio:



Más allá de la anécdota hoy es un día perfecto para reclamar y promover el uso de la bicicleta como medio de transporte habitual del ser humano.
Desde hace unas décadas en Europa desde abajo hacia arriba se impulsa el uso de la bicicleta. Es decir, son las personas y colectivos ciudadanos los que han cambiado las cosas, desplazándose en bicicleta en su día a día y exigiendo a sus administraciones políticas consecuentes, constituyendo así un ejercicio de empoderamiento admirable.
Poco a poco han ido consiguiendo pequeñas victorias para cambiar nuestras ciudades y entornos, haciéndolos más amables, logrando así que las ciudades se piensen y re-piensen para los seres humanos y no para los automóviles.
En España, la moda por decirlo así, ha ido llegando con cuenta a gotas, gracias al impulso de ciudades muy concretas con mayorías progresistas. Valencia es el mejor ejemplo, y en el resto de capitales aunque no faltan las entidades, asociaciones y colectivos en defensa de la bicicleta y su espacio en el transporte, está costando el aplique de políticas en la materia. Sólo hay que ver la oposición frontal de partidos y medios (de derecha evidentemente), y de ciudadanos cuando se plantean restricciones al tráfico, límites de velocidad urbanos o peatonilizaciones como hemos visto en Madrid en los últimos años (siempre Madrid).
Frente a este modo de desplazarse, mucho más natural y saludable, y que se ejerce desde la ciudadanía hacia arriba, hacia sus instituciones, tenemos la oposición del modelo actual, que recordemos se nos vino impuesto. Nadie eligió la actual dispersión de las ciudades. El vaciamiento de los centros de las mismas (gentrificación), para concentrar las compras y servicios en áreas comerciales y recreativas en las afueras. Los transportes públicos se lastran cuando no se convierten en modelos elitistas, mientras las pocas fábricas y suelos fabriles se sacan de las ciudades. Vivimos en urbanizaciones y colmenas de pisos enconsertados entre ramales y autovías, rotondas y avenidas de doble carril por sentido. Y si para desplazarnos entre esa marabunta provocada por un urbanismo demencial al servicio del capital y no de las personas, necesitamos disponer de un vehículo cada vez más potente y más lujoso es porque la publicidad nos dice machaconamente, que eso es el éxito.
No lo hacen y no lo dicen por nuestro bien, individual o colectivo, sino más bien porque hay un beneficio, gigantesco, para una industria masiva, del coche y del petroleo, detrás.
Desde luego como en toda revolución, hay riesgos. Y cuando está incipiente, aunque sea en marcha, también hay un largo camino que pedalear. Cuando en las ciudades y en sus horas punta se llenasen de bicicletas es evidente que mejorarían nuestras vidas de manera exponencial. Se respiraría mejor, ganaríamos en autosuficiencia, mejoraríamos nuestra confianza, nuestra salud y ahorraríamos. Casi no habría accidentes, ni estrés y desde luego, la ciudadanía, el pueblo, recuperaría la calle, dejando atrás los malos humos y la supremacía del vehículo privado, el coche, suv o berlina, contra más grande, más lujoso y más alemán, mejor, atrás.
Pero antes de eso es preciso saber que como ciclistas cometemos errores y mostrar propósito de enmienda. También como peatones reconociendo los espacios y derechos de quien se desplaza en bicicleta. Y por supuesto como conductores respetando con todos los que compartimos las vías, se muevan como se muevan.
Las administraciones deseosas de recaudar y de mantener ganancias a entidades bancarias y aseguradoras promueven seguros obligatorios a las bicicletas, cuya idoneidad podemos discutir. Sin embargo, lo que está claro que no funciona viendo los atascos y el suicida consumo de energía que hacemos es un sistema económico y social en el que el coche es el eje sobre el que giran nuestras vidas, ya que es el medio en el que movernos. Hay que discutir sobre urbanismo y sobre los modelos de ciudades actuales. Y hay que promover y llevar a esas administraciones a que gestionen de manera eficiente el espacio público y la movilidad, atendiendo única y exclusivamente al bienestar de sus vecinos.

Como algunos de los que estéis leyendo esto sabéis, soy de Salamanca y vivo en Toledo. En ambas ciudades, de tamaño medio, es practicamente imposible desplazarse en bicicleta. Ir al trabajo, al ocio o a comprar resulta costoso teniendo que lidiar, con rotondas (el gran enemigo del ciclista urbano), y vías de doble carril por sentido que pese a limites de velocidad, invitan al conductor a pisar el acelerador. Existen badenes que tampoco resultan cómodos para ir en bicicleta, y es complicadísimo ver vías con límites de velocidad en los 30km/h. Las administraciones gastan dinero en carriles bici como propaganda electoral, pero para proponer la bicicleta como un medio lúdico, una herramienta de esparcimiento, no como una forma de movilidad posible. Si buscarán realmente hacer caminos útiles y dedicados para la persona que se desplaza en bicicleta al centro o a su trabajo, o sus estudios, unirían esos puntos, con un mallado de carriles dedicados, cerrando el uso de la vía como aparcamiento. Sin embargo, tenemos carriles bici que se repintan de verde antes de las elecciones que sólo se pueden usar para hacer algo de deporte el domingo por la mañana.
En un escenario de cambio climático y de concentración de población (y riqueza) en las ciudades es urgente, vital, pensar cómo nos desplazamos. Y en ese debate la bicicleta tiene las de ganar. Se supone que la gente va a vivir a la ciudad, básicamente por trabajo, pero también tiene cerca, a mano, el ocio y el consumo, por lo que la posesión y el empleo del coche privado no se entiende. Sólo es comprensible desde el punto de vista de presentarlo, el coche digo, como un elemento de estatus. Un lujo que nos representa y presenta, y usarlo para que los demás lo admiren -al coche, no a nosotros-. Y con ese uso del coche excesivo y fuera de lugar, con ese abuso de su presencia en nuestras calles es lo que hace que cada vez sea más difícil desplazarse y con mayores riesgos.

Parece mentira que haya que recordar que hay más personas que coches. Hay más personas que coches incluso en una ciudad. Hasta en Madrid hay más personas que coches. Y las ciudades como espacio común han de pensarse, construirse, mantenerse y modificarse para el bienestar de las personas. De todas las personas. También las personas con movilidad reducida. Incluso las que no quieren o no pueden tener coche.
Moverse en bicicleta (al igual que andando o en transporte público) es un hecho revolucionario de increíble calado, que sigue ganando adeptos como medio de transporte. Dejar el coche, incluso los que se niegan a comprar uno o sacarse el carnet es un ejercicio contracultural sobresaliente protagonizado por un espíritu claramente libertario, en el que se desea vivir sin presiones ni influencias externas de la publicidad o de mal entendidos elitismos y superioridades sociales.

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