sábado, 21 de junio de 2008

La antorcha de la vergüenza


Dos de las instituciones más secretistas y con un funcionamiento menos democrático en el mundo -el Gobierno Chino y el COI- se ha golpeado de bruces con la realidad. Vivimos en un planeta lo bastante pequeño como para que haya cada vez más gente que se preocupa, indigna o moviliza por sucesos que ocurren a miles de kilómetros. En definitiva, hay personas que se resisten a ser simplemente espectadores ante una pantalla de televisión.

Los Juegos Olímpicos son algo más que una serie de competiciones deportivas en las que participan los mejores en su especialidad. Sus propios organizadores los presentan como un acontecimiento que trasciende todas las divisiones sociales, culturales y económicas. El concepto que se repite constantemente es el de orgullo, uno de los sentimientos más difíciles de manejar.

La retórica nunca se queda corta. Cuando la antorcha de los Juegos de Atenas de 2004 pasó por la capital china en junio de ese año, el presidente del Comité Organizador de los JJ.OO. de Pekín pronunció unas palabras premonitorias: "La llama olímpica sembrará las semillas de la paz, amistad y progreso en los corazones del pueblo chino", dijo Liu Qi.

Había más semillas dentro de esa llama que China y el COI no llegaron a descubrir. Creían que el llamado "viaje a la armonía" iba a blanquear la tenebrosa reputación del Gobierno chino y al final ha ocurrido todo lo contrario. La antorcha se ha tomado como el símbolo de la represión, en un objeto que sólo puede pasear por nuestras calles si es protegido por la máxima seguridad. Ahora más que nunca los aros olímpicos tienen forma de esposas, como aparecen en el cartel de Reporteros Sin Fronteras.

Nada representa mejor este penoso recorrido que la imagen de los ya célebres guardianes del chándal, los policías chinos que forman una coraza en torno a la antorcha. Definidos por Sebastian Coe como "matones" y acusados de comportarse como amenazantes robots que gritaban órdenes a los policías locales y a los portadores de la llama, son en realidad miembros de la Policía Armada del Pueblo.

Este cuerpo policial, con 700.000 integrantes, tiene como principales misiones la protección de la frontera, la vigilancia de las embajadas en Pekín y la represión de los disturbios, como los que tuvieron lugar recientemente en el Tibet y otras provincias chinas. Igual que si en los Juegos de 1980, hubieran sido agentes del KGB de aspecto patibulario los que protegieran el recorrido de la antorcha.

En las etapas pendientes del relevo, los responsables de seguridad ya saben que tendrán que adoptar medidas similares a las puestas en práctica en San Francisco. El alcalde admitió que la única manera de impedir disturbios incontrolables era cancelar el recorrido nada más comenzar y trasladar la antorcha de forma casi clandestina al punto de llegada.

Los chinos están orgullosos con razón por la elección de su capital para los Juegos Olímpicos. Los demás también podemos estarlo por la reacción popular contra el paseo de la llama a mayor gloria de la represión. Una vicepresidente del COI llamada Gunilla Lndberg ha dicho que los que protestan contra la antorcha son algo parecido a terroristas o al menos a los manifestantes violentos de las cumbres del G8. "Nunca nos rendiremos a la violencia", ha dicho esta señora.

No es extraño que los jerarcas del COI muestren una ceguera tan pronunciada. Para ellos, la reciente condena a tres años y medio de prisión a Hu Jia -conocido por su participación en campañas para la lucha contra el sida y sus críticas a la falta de libertades- es un asunto interno en el que no debemos inmiscuirnos. Podría poner en peligro el negocio.

La opción de boicotear los Juegos Olímpicos no es justa ni con los deportistas ni con la población china, que tiene ahora la oportunidad de mostrar al mundo el nivel de su desarrollo como país. Ellos tienen tanto derecho a los Juegos como los españoles, británicos o norteamericanos. Pero cualquier contacto oficial con las autoridades chinas durante la celebración del acontecimiento nos convierte en cómplices de los carceleros de Hu Jia.

Vivimos en un mundo imperfecto en el que no podemos negar que existen regímenes despreciables con los que tenemos que mantener relaciones. Asistir a sus fiestas o elogiar sus logros es un paso más que no debemos dar. La asistencia de cualquier representante oficial español a las ceremonias de apertura o clausura de Pekín 2008 sería una forma de agasajar a las autoridades chinas y olvidar el destino de gente como Hu Jia.

En China cada año se ejecutan 2.000 disidentes políticos. Se masacra el Tibet y se pone en tela de juicio sus valores. Además en el último lustro ha girado su concepción económica con un tránsito campo-ciudad devastador que provoca maxificación en las urbes (con los problemas de salubridad y violencia conocidos) y olvido en el medio rural que acrecenta la brecha cultural y social en el país. Pero el capitalismo y el consumismo (dos aliados poderosos para el COI) han decidido que toda esta denigración de los derechos humanos es insignificante en comparación con todos los réditos y los millones de dolares que la organización y todos estos vejestorios de dudosa calaña (recordemos que Samaranch es un reconocido franquista) pueden ganar con semejante infamia. Aquí como siempre, se han olvidado los principios, la libertad y la paz, en aras de la economía de mercado y los beneficios económicos.

La causa que protegen los guardaespaldas chinos es la encarcela disidentes, ejecuta sin garantías a centenares de personas y responde con fuego real a manifestaciones. Si el COI ha decidido unir el símbolo de la antorcha olímpica a esa realidad, es su problema. Nosotros no estamos obligados a cometer el mismo error.

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