viernes, 7 de enero de 2011

Sin familia

Eran esos días en los que te sientes con la obligación moral y social de no olvidar. De no dejar a nadie sólo. De demostrar algo de humanidad. No fue una decisión fácil convencer a la mujer y los niños de tener que pasar la nochebuena en un sitio tan lugubre, triste y hasta decadente como es un asilo de ancianos, pero era lo menos que podía hacer ese año por sus padres. Era lo menos que podía hacer después de un año duro, de verse en paro, de no poder pagar la hipoteca, de un deshaucio y de tener que plegar velas, comerse el orgullo con papas, e implorar a los padres que les dejasen vivir en su vetusto piso de más de 40 años. El que estos accedieran a mudarse a una residencia y dejarles la vivienda a su antojo fue un detalle que díficilmente se puede devolver o demostrar agradecimiento cuando la vida se les escapa entre los dedos o cuando la economía, o mejor dicho su falta, imposibilita la imaginación.

Fue un paseo en coche agradable. Prácticamente había anochecido y del mismo modo se dispersaron los grupos de gentes artificialmente felices. Es una noche para la familia. No se creían lo complicado que fue aparcar. Ni dentro de la residencia, ni en la carretera que conducía al pueblo, amplia y a ambos lados había un hueco libre. Monovolumenes, todoterrenos, familiares, berlinas de gama media, alta... Todo ocupado. Se apagaron las luces y eran los primeros de la fila, o mejor dicho los últimos. Les quedaba una caminata hasta la residencia de casi 10 minutos, cuando habían tardado lo mismo en el trayecto en coche. Hubo suerte de que no llovía y el frío, era escaso por ese cambio climático del que hablan de vez en cuando en los telediarios.

Cruzaron el umbral automático de la puerta tras el paseo y se agradecia la calefacción. Preguntaron por sus padres, don José y Aurora, y 3 minutos después la abuela se deshacía en lágrimas con sus nietos. El rigor de la vida les había tratado bien por fuera, pero por dentro la cosa era distinta. Al padre le costaba hilvanar 5 o 6 palabras seguidas, por ese vicio tan perseguido ahora como de moda hace unas décadas. Su ritmo iba a pilas, y a veces el deambular hacia el baño era un viaje doloroso por la bombona de oxigeno o el fallo del riñón. Con la abuela era díficil distinguir cuando se ponía nerviosa o cuando recibía un ataque del parkinson, por desgracia cada vez, más comunes. Pero lo increíble era la sonrisa que les había quedado por tener a los suyos, su hijo único, su yerna única, sus únicos nietos.

La misma escena se repetía por todo el salón de actos y comedor de la residencia. Familias de 3 y hasta 4 generaciones encontrándose, conociéndose, quedando bien. Regalos y caricias. Sorpresas, risas y alguna que otra lágrima. Pensándolo bien debe ser lo único bueno, y no comercializado, de la navidad. Pensándolo mejor aún, ¿por qué esa escena no se repetía más veces durante el año?

Lo peor es que iba llegando todo a su fin. Las horas pasaban y cada vez más cabezas de familia miraban su reloj. Se hacía la hora para reunirse con el otro lado de la familia o con amigos más plausibles a la gracia, la carcajada, sin ese tono lastimero tan propio de los que ya vieron pasar sus mejores momentos; en la propia, en otras casas, quizás en un restaurante. Dudo que quisieran ver el mensaje del Rey; esperaban compartir una cerveza o una copa de vino con otra persona, por lo que nuestros mayores, los suyos, sus padres y abuelos, iban a quedarse otra vez sólos. Tendrían que ventilarse la cena de nochebuena y unos pocos turrones, con unas muchas pastillas, ellos solos con los pocos cuidadores que han quedado, aunque curiosamente más que los que habrá el día de nochevieja.

Las despedidas iban aumentando en número. Con intensidad se ponían fin a abrazos interminables que desprendían un halo a último irrespirable. Iban marchando los peques algunos con regalos, otros con una paga, valiente esfuerzo de pensiones años sudadas y sufridas y que ahora apenas cubren gastos. Los adultos también salían con alguna que otra muestra de nostalgia y cariño, pero con una inhumana sensación de compromiso cumplido. Le parecía tan irritante y a la vez sorprendente. Qué injusticia no pasar esta noche aquí, o llevarse a casa a los abuelos. Qué menos que cenar con ellos. Pero ellos eran los únicos.

A las 9, en un horario tardío para lo que allí se destila, comenzaron a dar las cenas en la residencia. Eran un día especial, y también lo era aquel menú. Una sabrosa sopa de pescado, y unos entremeses abrieron boca para acabar degustando unos insípidos filetes de pescado o pollo a elección, para acabar con fruta y un corte de helado de nata y otro de tarta. Todo ello acompañado de agua o zumos, por lo que regar la comida con vino fue igual de díficil que conseguí un café para depués de la cena. Suerte, que los asistentes de la residencia encontraron el gesto de esta familia grande, sorprendente y digno, y no pararon de ofrecer toda su modesta comodidad y cordialidad a esta familia, tratando de reconpensarles por un gesto tan excepcional como normal debería de ser.

Las palabras y las risas de la mesa en la que estaban era una desconcertante sensación, en un comedor que a la tristeza habitual le añadía por un lado la soledad de estas fechas y la envidia de no sentirse tan querido por la familia. Aún así con los niños todos los ancianos de la residencia se deshacían. También sus padres a los que les valoraban un gesto de grandeza absoluto; y por supuesto, los abuelos, que recibían los saludos de sus "vecinos y amigos" y la enhorabuena por los afortunados que eran, porque aunque sólos, su soledad se aplacaba en ese día.

En lo excepcional y lo inaúdito quedo la noche. La despedida fue como siempre amarga, pero a ellos protagonistas de esa Navidad por tener memoria y reconocimiento a nuestros mayores se guardo una dosis de respeto y gratitud.

La salida del asilo fue vibrante. Las risas de los niños se oían a lo lejos, pese a convivir con la sopresa de los padres. -¡Esperaba que se quedarán con sus mayores!, dijo ella con aire de resignación y un nudo en la garganta.-Yo tampoco lo esperaba. No sé donde queda la humanidad cuando dejamos a nuestros padres sólos este día.

Las multicolores y centellantes luces de navidad del pueblo se veían a lo lejos. En el aparcamiento sólo había 8 coches, todos ellos bajo el porche del reserado para trabajadores. Las otras 40 plazas estaban libres. Desiertos estaban los árcenes de la carretera hasta su pequeño utilitario. Otros 10 minutos de paseo en la oscuridad, el frío y la soledad.

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