En Salamanca se declaró el estado de guerra el 19 de julio de 1936. Como apenas hubo resistencia en la capital, sorprende hasta cierto punto –dado el calificativo de salvaje pesadilla con el que Miguel de Unamuno denominó aquella incivil contienda– que en el corazón de la que hoy es Ciudad Patrimonio de la Humanidad, su Plaza Mayor, fueran siete las víctimas mortales ocasionadas por el Ejército golpista y diez los heridos en aquella infausta jornada.
Las diligencias judiciales cuentan que en la plaza “se encontraban fuerzas del Ejército, en actitud de ocupación militar, y que las referidas fuerzas habían disparado contra las personas que se encontraban en el aludido lugar, como reacción a determinadas actitudes”. Sólo por su actitud perdieron la vida: Heliodoro Benito López, Abel Sánchez Delgado, Francisco Coca y Coca, Modesto Varas Gabriel, Celestina Sierra Polo, Andrés Lorenzo Candelario y Francisco Iglesias Fraile. Fue el principio de una represión que alcanzaría después, por su actitud ideológica, al alcalde republicano de Salamanca, Casto Prieto Carrasco, al diputado socialista José Andrés y Manso y a los concejales Manuel de Alba Rate, Luis Maldonado Bonatti y Casimiro Paredes Mier, fusilados extrajudicialmente por las tropas franquistas.
En septiembre de 1936, la llamada Junta de Defensa Nacional se reúne en las afueras de la ciudad y consagra a Francisco Franco como Generalísimo de los ejércitos y jefe del Gobierno del Estado, ganándose Salamanca la referencia histórica de ser la primera capital del país en territorio rebelde donde se ubica el cuartel general del extinto caudillo. El poso de tal efeméride se ha venido resistiendo hasta tal punto con el paso de los años que, transcurridos más de 30 desde la promulgación de la Constitución democrática y casi dos desde la aprobación de la ley de la Memoria Histórica , la capital sede del Centro Documental de la Memoria Histórica sigue soportando la pródiga rémora de su memoria franquista.
Lo único que se le anuló a Franco en Salamanca, y eso hace bien poco, fue el título de doctor honoris causa concedido por la universidad civil, si bien lo mantiene en la universidad pontificia, no en vano fue caudillo por la gracia de Dios. El dictador sigue siendo además alcalde de honor perpetuo y medalla de oro de la ciudad, distinciones que, junto al medallón con su efigie que se exhibe sobre una de las arcadas barrocas de la Plaza Mayor, rechaza revocar y suprimir el Partido Popular que gobierna el Ayuntamiento, pese a las dos mociones planteadas con ese fin por el PSOE.
Hace ya 18 meses que el Partido Comunista de Salamanca presentó en la Subdelegación del Gobierno de la capital una solicitud para la retirada de los símbolos franquista presentes en la ciudad, que según sus estimaciones se cifran en 24.
Tales símbolos están repartidos entre las administraciones central, autonómica y local, así como en edificios pertenecientes a la Iglesia, con placas en este caso que llaman a imitar el ejemplo de los sublevados. Esa reclamación se atiene a lo prescrito en el artículo 15 de la llamada Ley de la Memoria Histórica (52/2007), según el cual es obligación de las administraciones públicas tomar las medias oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación personal o colectiva de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura”.
El pasado mes de marzo se publicaba en este periódico una carta muy explícita suscrita por Luis Calvo, presidente de honor de la Asociación Salamanca Memoria y Justicia, en la que deploraba la pasividad del Gobierno en la aplicación de la citada ley con relación a la recuperación de los restos de las víctimas de la represión franquista: “Seguiremos trabajando con ilusión en recuperar y dignificar la memoria de muchos, de incontables e inolvidables compañeros. Que el Gobierno español se entere de una vez por todas del compromiso que adquirió con los miles de familiares que estamos pendientes de todas sus determinaciones. Somos muchos los españoles que confiamos en la continuación de nuestro trabajo. Nuestras rosas y claveles rojos de los homenajes pueden transformarse en los abrojos y espinas de la desdichada maldición histórica”.
Luis Calvo, que perdió a su padre a los seis años, fusilado por los golpistas una madrugada otoñal de 1937 junto a otros tres compañeros ante las tapias del cementerio de la ciudad,
no sólo tiene que soportar la frustración que comporta esa pasividad gubernamental para con la memoria y dignidad de los vencidos, sino la permanencia de los símbolos y distinciones que se siguen manteniendo en contra de la ley en su ciudad y bajo cuya imperial prosopopeya se cometió tanto crimen y tanta ignominia en contra de la libertad, la humanidad y la democracia.
En la relación de las siete víctimas mortales de aquel 19 de julio de 1936 en la Plaza Mayor salmantina hay un solo nombre de mujer. Celestina Sierra Polo fue otra rosa tronchada sin culpa, cuya muerte aún más joven es también más alevosa que la de las muchachas menores de edad fusiladas en Madrid hace ahora 70 años.
Pese a que los datos aportados por las diligencias policiales son escasos y nada nos dicen de su “actitud” para que las fuerzas del Ejército acabasen con su vida, basta saber que “tenía aspecto modesto, pelo castaño, dos trenzas largas, sandalias de piso de goma y una cadena rota con dos medallas”. Su imagen debería haber sustituido hace tiempo en el medallón la efigie de su verdugo. Celestina Sierra Polo tenía 14 años, unos cuantos más que Luis Calvo cuando mataron a su padre y pretendieron enterrar su memoria bajo la propaganda de los símbolos fascistas que todavía hoy subsisten en la ciudad del crimen.
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