domingo, 14 de marzo de 2021

Un año de pandemia

 

Un año de pandemia. Un año en el que nuestras vidas han cambiado drásticamente. Hemos dejado atrás realidades, verdades, sueños cuando poco pospuestos. Adquiridas costumbres impuestas y necesarias. Emprendido nuevos caminos y experiencias, empezando por el más imperecedero: cuidarse cada día.

Parece mentira que haya ya pasado un año. Una agenda entera distinta a lo habitual, a lo que esperamos. Experimentando la sensación de un paréntesis que ya dura demasiado.  Un impas en el que nos han dejado cautivos, desarmados y también indefensos. Por más nuevos retos que se asuman, por buscar algo nuevo, distinto, para pasar cada día, cada semana, que se van repitiendo en un inmenso día de la marmota y a la vez tan frenético en la vorágine de sucesos que van asaltando a trompicones nuestros ojos. Nuestros oídos. Y nos dejan ciegos, sordos, mudos. Y gritamos. Gritamos sin voz, cansados y hartos de no hallar solución, sin la respuesta necesaria pese a que tenemos toda la información del mundo y del tiempo, en dos, parpadeos. Y si tenemos suerte convivimos con alguien que nos quiere y nos cuida. Nos hace la vida más fácil. Y uno lucha por ser recíproco. Pese al hartazgo de esta situación, la falta de alternativas, el cierre de todos los caminos.

Hoy hace un año estábamos anestesiados. Asistíamos con una sensación de incredulidad al patas arriba de nuestra rutina. Parecía como si no fuera con nosotros lo que en las ruedas de prensa unos señores muy compungidos nos decían. Las actitudes tardaron mucho en cambiarse y algunas siguen enfoscadas en su crueldad e imbecilidad. Parecía como si los avisos, las órdenes de confinamiento y la nueva rutina se deslizara por nuestra piel sin ni siquiera impregnarnos. Una patina que correría abajo gracias al sudor. Ni siquiera se quedaría en las sábanas o en la ropa interior. Y sin embargo, empezaron a pasar los días y las noches, las seguridades derruidas al tiempo que se consolidaban prejuicios. El egoísmo de una sociedad hiper individualizada; el convencimiento de que la pandemia venía por esta guerra continúa que en nuestro nombre las élites y la economía han disparado contra la Naturaleza; el sentido y orgullo de pertenencia de clase, de darse cuenta, quizás por fin, casi nunca tarde, de que somos más, somos mejores y somos las y los imprescindibles. Que pese a la precariedad y la incertidumbre está la dignidad y la certeza. Y en los balcones llenos de banderas que nunca nos representaron empezaron a oírse aplausos por las clases trabajadoras. Por los médicos y enfermeros, hombres y mujeres que con vocación y destino, nos cuidan y protegen. Que se arriesgan por un bien común. Por limpiadoras, cajeras, repartidores y basureros que con su honestidad engarzan los eslabones básicos de la vida. Al poco tiempo el dolor golpeaba con fuerza. Víctimas, contagiados y fallecidos, muchos nuestros mayores, sin solución de continuidad, ampliando unos registros de infamia. Sacando a la luz el drama de una sociedad que olvida su pasado; que lo castiga y lo esconde. Pasaron los meses y aquellas cifras que nos encolerizaban y nos alarmaban ahora se han deslizado por la vorágine de la información sin que nos perneé como si tantas vidas fueran prescindibles. Como si fueran cucarachas. Siempre me ha indignado este sistema que en su rueda implica la muerte y destrucción de millones de personas, muchos días contados por miles para que las ganancias no dejen de fluir. Y con la pandemia hemos asistido al mismo efecto; a la costumbre del llanto y el dolor hecha rutina; incapaz de irritar, ni tan siquiera de conmover. La economía tiene que fluir. Hay que salvar el verano, la hostelería, las fiestas, la Navidad y ya la Semana Santa. Tratando de recobrar una normalidad que no era normal. Porque no se podía tolerar que la precariedad, la inseguridad, la pobreza incluso trabajando a jornada completa fuera el día a día de millones de personas. Incluso en este país. Y sin embargo, nos quieren en la miseria, con una desigualdad crónica. Consumiendo, ajenos a todo lo que sucede alrededor. Esperando que la ciencia dé respuesta y que las vacunas hagan más ricos a los ya infinitamente ricos.

Decían que íbamos a salir de esto mejor que antes. No puedo más que reírme. Qué falacia; qué caradura. Ha sido un año de egoísmos. Ha sido un año de violencia. Ha sido un año para comprobar la ausencia de empatía y solidaridad que asola el mundo. Ha sido un año de dolor continuo por comprobar otra vez, que van a defender este nauseabundo estado de las cosas con uñas y dientes. Y con policías y mentiras. Si algo ha dejado claro esta pandemia es la necesidad que tenemos como sociedad mundial y globalizada de reconstruir, y en algunos casos construir, unas redes de asistencia mutua, donde primen por encima del lucro y el flujo de capitales, las necesidades vitales de la gente y del planeta. Derribad el ultra liberalismo capitalista que emplea hasta el último recurso, el del rabioso perro fascista para acallar las alternativas. Y sin embargo, la evidencia muestra que no es que sean necesarias: Es que nos va la vida en ello.

Nadie sabe cuánto tiempo nos queda de estar así. De cuando podremos viajar. De cuando podremos abrazar a nuestros padres, hermanos y amigos, seres queridos que están lejos. Esto es lo más importante a salvar, a recuperar. Cuando os digan que hay que salvar la economía, decid que hay que salvar la vida. Que hay que salvar la salud, física y mental. Hasta entonces, seguiros cuidando.

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