viernes, 2 de mayo de 2025

Una consideración filosófica al Gran apagón


 

El lunes 28 de abril de 2025 hubo apagón. Apagón histórico. La península Ibérica y el Sur de Francia se quedaron sin energía eléctrica hacia las 12:36 del mediodía. Fueron recuperando progresivamente la energía. Por ejemplo en la provincia de Alicante no se recupero luz en su totalidad hasta más de 12 horas después.

Es más que necesario, sino fundamental y hasta estratégico conocer qué sucedió. Por qué se produjo el apagón. Quiénes son los responsables técnicos y también políticos, y no sólo de ahora sino de antes. Tenemos derecho a saber por qué en Occidente, en plena Unión Europea, más de 60 millones de personas quedamos sin energía un lunes.

El periodista y divulgador especializado en temas energéticos AntonioTuriel ha aportado una posible explicación, válida porque ya llevaba varios meses alertando de las posibilidades de producirse un apagón como el acontecido, al desplegar las tecnologías renovables en el mix energético, y en cómo se descompensaba la red al no recibirse aportes similares por parte de las energías no renovables. Estas al ser más caras y depender de fuentes de energía exteriores estaban siendo desechadas por parte de las productoras y comercializadoras (en realidad los mismos perros) para ahorrar en el coste de producción de energía, a cambio de perder estabilidad y tensión en la red eléctrica. Una actitud deplorable que vuelve a poner la codicia de unos pocos por encima del bien común. También ha alertado de las subidas en el precio diario de la energía para los próximos días, mientras se vuelve a equilibrar el sistema.

Mientras se dirimen estas cuestiones y avanzan, o retroceden, los informes y explicaciones oficiales (y junto a ellos el insoportable y perfectamente eludible ruido de laalta política) se vuelve otra vez necesario e inaplazable hablar de la total dependencia que tenemos como sociedad, y como individuos, de la tecnología.

Si vivimos en este paradigma de la economía de mercado regida bajo la democracia liberal, en un ecosistema de relaciones internacionales competitivas tanto entre estados-nación, regiones (extra-nacionales y también intra-nacionales), empresas y compañías, grupos, colectivos e individuos. El capitalismo y la oligarquía que gobierna el mundo necesita de nuestra dócil sumisión para su propia supervivencia. Y esta sumisión se consigue de manera voluntaria gracias a la extensión del consumismo tecnológico, presentado como garantías e incluso como pilares fundamentales en la obtención de libertad, autonomía y seguridad que en principio disfrutamos como sociedad y a titulo individual.

Sin embargo, cuando se fue la luz, y sobretodo, pasadas unas horas, muchos cientos de miles de personas, e incluso millones, se dieron cuenta de que sin tecnología también podían ser libres y autónomos. En tener seguridad. En recuperar cooperación y solidaridad como componentes básicos de la conducta humana. Con el móvil inutilizado y los aparatos tecnológicos muertos por inanición de energía, las personas recuperaron su propia dignidad. Salieron de la pantalla medida en pulgadas para vivir el mundo medido en escaleras, calles, barrios, pueblos y ciudades. Quizás y puede se haya hecho más país durante unas pocas horas una tarde de apagón.

Hay quien dirá, y puede que no le falté razón, que la tecnología no es mala. Que los avances científicos y en las técnicas han permitido el progreso del hombre, su dominio de la naturaleza, empezando por la suya propia en cuanto a la enfermedad y el envejecimiento. Ha ampliado nuestros horizontes, y nos han puesto en la mano un utensilio que al igual que el bifaz de hace 250.000 años, o las primitivas herramientas de madera, piedra o metal de 4.000 años para acá, ha permitido una vida mejor. Para nosotros, nuestros congéneres y nuestros descendientes. Es así. Hoy en día en las sociedades opulentas, en la palma de la mano tenemos un aparato que bien utilizado permite comunicarte con cualquier persona del mundo en cualquier momento. Verla en video como reacciona ante tus gestos y palabras. Sumado a una buena conexión a Internet, tienes una fuente del conocimiento absoluto. Y sin embargo, ante un evento como el apagón del pasado lunes, podemos y debemos cuestionar este desarrollo tecnológico y su lugar preponderante en las relaciones humanas, incluso, en la propia identidad del ser humano.

Por qué, si como digo la tecnología no es mala, por qué resulta perversa. Pues porque no es tanto una herramienta para satisfacer las necesidades del hombre, y si un arma para controlarlo. Porque en conjunto las tecnologías, las redes sociales, los avances de la era cibernética componen una amenaza a la dignidad humana. A la paz.

Estas amenazas son las que lanza un sistema totalitario al conjunto de la humanidad valiéndose de una pretendida dependencia de los individuos con la tecnología.

Si es así. Nos han convertido en esclavos, pero ya no de negreros de traje de lino blanco, sino de emporios tecnológicos y de dispositivos. Mientras nos especializaban en una sola función productiva (Médico, conductor, informático, cajera, comercial o peón de fábrica, etc.) nos han negado el conocimiento y la familiaridad con los procesos productivos del alimento y del agua. De este modo, atomizados, separados cada uno en su piso, en su cápsula estanca, sin conocer a sus vecinos y a sus iguales, nos sentimos solos y tenemos miedo. Y con él reaccionamos consumiendo más y hundiéndonos todavía más en el individualismo.

Mientras el apagón permitía al anochecer volver a ver las estrellas, antes había abierto los ojos y el entendimiento a muchas y muchos a quienes se les revelaba la esencia de la realidad. El mundo virtual había desaparecido. No había pantallas. Había personas, con los mismos problemas, miedos e inquietudes, y por fin, había comunicación. Porque antes de ser, que lo somos, conscientes de nuestra dependencia de la tecnología (no sólo de la informática, sino pensemos en la vitrocerámica, en el calentador de agua, la iluminación de la habitación antes de ir a dormir, de cómo nos informamos, etc., etc.) y de lo débiles que nos convierte, por contra, podemos ir recuperando las redes reales de confianza y comunicación, para perder esa dependencia, ganar independencia tecnológica y dejar de ser tan débiles y sumisos.

Al irse la luz y al pasar las horas sin recuperarla no se estaba acabando el mundo. Se estaba acabando el mundo tecnológico. Se habían terminado por un momento el flujo de datos y metadatos. Pero a cambio, volvíamos a hablar con nuestros vecinos. No funcionaban las transferencias digitales y los datáfonos no valían ni como pisapapeles, pero nos volvían a fiar en la tienda de barrio y apuntaban nuestro nombre y lo que debíamos en una libreta como cuando éramos pequeños. Recuperábamos nuestro tiempo para nuestra vida. SAlíamos del trabajo antes (si porque no había energía) pero gastábamos el tiempo en lo que queríamos. En estar con nuestros hijos, padres, pareja,... condesconocidos o solos haciendo algo que nos llenase más. No había repartidores en moto, en patinete, o en furgoneta pero había millones de personas caminando por las aceras, con al cabeza alta, mirando a los ojos a sus congéneres, dirigiéndose a las tiendas pequeñas a comprar lo que necesitaban.

Resultaba entonces, una des-conexión digital, un apagado tecnológico, y a la vez, el encendido del mundo real.

Por ello, quien piense que estos eventos se solucionarán con más tecnología se equivocan. Porque la esencia del ser humano, si es la del progreso y la mejora de las posibilidades de supervivencia y adaptación gracias a la extraordinaria capacidad evolutiva de la raza humana. Pero esa evolución no hubiera sido posible sin una transmisión de conocimiento, sin un interés desinteresado, solidario, propio de la mana, de la tribu porque el de al lado también aprenda, mejore y sobreviva.

No van a ser más y mejores tecnologías digitales las que ayuden a superar los tremendos retos que tenemos como especie delante. El cambio climático, la paz mundial en un entorno de amenazas de extinción masiva y extrema violencia. Superar las desigualdades y el odio. La pobreza o la corrupción. Todos estos problemas no van a mejorar porque la Inteligencia Artificial venga a descifrarnos soluciones ideales. Ni tampoco cualquier otro tipo de tecnología que depende de la capacidad adquisitiva de cada individuo, y fundamentalmente, de los intereses particulares de los dueños de las tecnologías.

Al final nos seguirán haciéndonos dependientes. Aislados, temerosos ysumisos porque hemos relegado toda nuestra vida a al cibernética y al mundo digital. Hemos perdido la capacidad de procurarnos nuestro propio sustento y nuestro propio bien, porque hemos cambiado el depender de personas como nosotros y de construir sociedades y sistemas económicos que solventasen estas necesidades de manera solidaria y cooperativa, para entrar en un mundo competitivo, individualizado, y que paradójicamente, resulta más incomunicado aunque te hayas comprado el último modelo de smartphone y pagues un dineral por una conexión de red.

Siempre, y por desgracia llevamos unos años comprobándolo de manera personal y directa, son las personas, y las que más cerca tenemos, las de nuestro entorno, las que nos ayudan, y a las que ayudamos. En la covid, o durante la dana, en el apagón o en el siguiente suceso catastrófico serán las personas las que nos salven. Seremos nosotros, por encima del “yo” y como conciencia colectiva lo que haga que salgamos adelante.



miércoles, 30 de abril de 2025

Tarde de apagón

 

El manuscrito de la tarde del lunes 28 de abril, día del gran apagón de España

 

Al abrir la nevera el click que se iluminó fue el de su cerebro que echaba de menos el encendido de la bombilla interior. El sombrío de dentro del electrodoméstico contrastaba con la luz solar del mediodía que llenaba la ventana. Rápidamente se fijó en el horno eléctrico enclaustrado entre los muebles de la cocina. Apagado no marcaba ni la hora, ni el estado. Salió de la cocina. Miró el router sin luces, ni permanentes ni intermitentes. Lo mismo el reloj despertador al lado de la cabecera de la cama de matrimonio, al otro lado del pasillo. Por fin tocó un interruptor sin más señal que el cliqueteo de la llave dentro-fuera, pero sin atisbo de iluminar la instancia del baño contiguo. Se había ido la luz.

Volvió a la habitación de invitados que hacía las veces de pequeño despacho desde el que tele-trabajaba dos días a la semana. El ordenador se había ido a negro, mientras la tablet seguía encendida. Al acercarse la comprobó inútil porque había perdido la señal de red. Las aplicaciones dejaron de funcionar porque no tenían datos con los que actualizarse en las poleas del subir y bajar información. De manera imprevista y repentina se terminó la jornada de trabajo en casa. A ver cuándo volvía la energía y cuándo y de qué manera apretarían los múltiples jefes, jefecillos y demás encargados en querer recuperar tiempo y productividad.

Iba por su pasillo hacia la entrada en búsqueda de la caja de diferenciales a ver si había saltado algún interruptor. A en caso negativo, abrir la puerta y ver si tampoco había luz en la escalera. Sin embargo, al pasar por el salón vio como el mediodía mediterráneo llenaba el piso de luz natural salió al balcón.

Contrastaban los semáforos apagados sin vida y el tráfico que seguía impertérrito ante esta eventualidad acostumbrados ya los conductores a ignorar la señalización luminaria. El apagón no se circunscribía a la frontera interior del hogar, ni tampoco a la escalera del bloque. Cuando menos tomaba el apellido de barrio o incluso hasta municipal.

En la época de la comunicación petulante, instantánea y constante de la telefonía móvil y los tres, cuatros o cincos “Ges” no se había hecho consciente de que había perdido la posibilidad de hacer y recibir llamadas, y lo mismo con los mensajes. Las interacciones de redes sociales se estancaron. Y se tardó mucho en descubrir que aquel apagón no era una cosa sola de su pequeña ciudad, sino que abarcaba todo el territorio nacional.

Había pasado ya la primera hora sin energía eléctrica. Y la segunda avanzaba hasta convertirse en la tercera. Pensaba en cómo sobreviven desde hace años sin energía en los barrios de chabolas de Madrid. O en lugares en guerra como Gaza, Yemen o Ucrania cayéndoles además las bombas. Entonces recordó tener un pequeño transistor de aquellos a pilas que servían para oír el carrusel de partidos de fútbol de los domingos, cuando aquel deporte, aquella comunicación por las ondas y aquel momento de la semana pertenecía a la gente. Enchufó el aparato y aquello parecía que estaba también ausente de corriente en sus entrañas. Una y dos veces deslizó el pequeño interruptor de encendido a derecha e izquierda, al tiempo que calibrando el peso del aparato discernió que carecía de pilas.

En el mismo aparador donde se hallaba la vetusta radio encontró un paquete de pilas sin estrenar. Colocó dos alternando polos como marcan las instrucciones y ahora sí, al pulsar a la derecha el botón de encendido, el led rojo se iluminó y el sonido de niebla se hizo presente por el altavoz.

Moduló la señal hasta la emisora nacional de noticias y ya se sabía qué pasaba. O casi. Apagón nacional. Todo el territorio de la península estaba sin energía desde hacia una hora y media. No sé sabían las causas y en ese momento se intuían las consecuencias. Las voces del otro lado elucubraban los posibles porqués, los probables para cuándo, al tiempo que desde los púlpitos de las autoridades se llamaba al orden y la calma.

Mientras se repetía la alocución en la radio y las informaciones y primicias se volvían ya sabidas, cavilaba qué podía pasar. Cómo estaban mis padres, mi hermano. Mis suegros. Habría algún ataque terrorista y bélico al país. Algún ciber-ataque.

Había visitado la cocina y la nevera para empezar a preparar la comida. Al volver se convenció que no podría hacerlo porque la moderna vitrocerámica seguía sin respuesta a demandas ni planes. Cayó en la cuenta que para hervir unas patatas y unas zanahorias con la vetusta camping-gas que usaba de vez en cuando en sus cada vez más separadas visitas al campo sobraba. La buscó en el armario con los trastos y parafernalias de las escapadas y junto a ella una botella de gas a medio vaciar encontró una caja de cerillas de seguridad con la portada medio borrada por el tiempo. Las llevo a la cocina e insertó en su clavija la botella. Abrió el pasante y percibió el sonido del gas fluyendo hacia el quemador. Frotó una, dos y tres veces la cabeza del fósforo con la caja y la chispa se convirtió en mecha. Al acercarla al surtidor de gas se transformó en llama.

Bajo al mínimo el fuego y se apresuró llenar una olla con agua con sal puesta a hervir y a pelar las hortalizas que introdujo en su interior. En media hora debería estar listas para una ensaladilla. Lapsus temporal suficiente para volver a la ventana. La brisa y el calor se sienten al tiempo del fluir constante del tráfico. Coches y motos. Y autobuses. Algún furgón e incluso un tráiler. La ausencia de energía no aminora el ritmo de conducción. Los peatones se desplazan aceras arriba y abajo. Se apelmazan en torno al paso de cebra, esperando que algún conductor les deje pasar. Comentan si ¡éste va a parar!, o ¡el del otro lado!, ¡cuidado que parece que no para!. Se preguntan por qué no funcionan los semáforos.

A medio elaborar una sabrosa ensaladilla, las llaves de la puerta resuenan. Las reconoce y también los pasos que las acompaña. Él ya está aquí.

¡Si. Me han dejado salir antes!... Sin luz no se puede hacer nada... He cogido el bus y luego venido andando porque no me fiaba de que la puerta del garaje se pudiera abrir... Ya veré cuando voy a por el coche.

Comen. Tranquilos, con pausa, sin prisas. Saboreando. Degustando. Se llegan a coger de la mano. Recogen la mesa. Lavan a mano cuatro cacharros. Y se toman el café sin calentar. Se sientan en el sofá, se vuelven a coger de la mano. Es pronto, más que un día normal, el primero de muchos que pueden compartir sobremesa sin agobios de vueltas al trabajo. Él le pide que ella se tumbe y ponga sus piernas sobre su regazo. Abraza, amasa y acaricia sus pies. ¡Hacía tanto que no tenían un momento así que celebran el apagón y no se acuerdan de los temores por el suceso y sus consecuencias!

De tal guisa se quedan ambos dormidos. Recobran el sentido pasados tres buenos cuartos de hora. El tráfico sigue imposible, y los bocinazos, acelerones y frenazos suenan incluso superando la barrera del climalit.

Se incorporan y tienen la tarde libre. Cada uno toma una lectura y devoran páginas sin preocupaciones ni prisas. Él toma la publicación póstuma de una de las mejores escritoras contemporáneas del país. Ella continua con su lectura de uno de los grandes literatos españoles del siglo XIX que a modo de crónicas acostumbra a diseccionar con maestría y precisión la forma de ser de las gentes de estas tierras.

Se distraen. Se divierten. Vuelven a los brazos el uno de la otra, pasado un buen rato y más de 70 páginas en cada caso. Se besan. Se tocan. Van fluyendo ambos mientras suben la temperatura y la fricción sobre el sofá. Las manos investigan bajo las ropas. Las curvas y rectas de los cuerpos se mezclan. Los sabores se huelen y los olores se palpan.

Terminan de desnudarse al ritmo de su excitación in crescendo. Hacen el amor con detalle. Degustando el tiempo. Disfrutando. Con mimo y dedicándose su placer y al de su pareja. Se satisfacen y se premian. No se separan y bajo una vieja manta se abrazan como el primer día. Se han amado y probablemente nunca tanto como en ese instante.

A la vuelta a la consciencia tras el sublime momento de trascendencia comprueban que el sol ha ganado momentáneamente su batalla dentro del salón. Por los pequeños agujeros de la persiana se cuela tanta luz que les obliga a levantarse y vestirse. Vuelven a la ventana.

Ahora no hay ya tanto tráfico. Hay menos que el de un día normal. Sin embargo, en el parque del barrio lo ven más lleno que nunca. Hay decenas, casi un centenar de niñas y niños. De todas las edades. No habían visto tantos juntos desde que ellos mismos formaban parte de la masa infantil. No sabían que hubiera tantos en “su barrio”. ¿De dónde han salido? Y sobretodo, ¿por qué no van al parque el resto de días?

Deciden bajar y dar una vuelta aprovechando el solecito primaveral. Salen cada uno con su móvil en la mano, armatoste inútil sin señal por el apagón de energía, pero del que quieren disponer en caso de recuperarla. Al poco tiempo cae en un bolsillo y se olvida.

Se sorprenden de volver a ver colas en torno al súper mercado de la esquina y en la tienda regentada por una pareja de hermanos chinos. De un sitio vuelven a ver salir a la gente cargados de papel higiénico, agua embotellada y de aceite de oliva. Del otro parece que han acabado con las existencias de pilas y de baterías, también de pequeños electrodomésticos como relojes, radios y lámparas a pilas. Vuelve la irracionalidad del consumo como cuando la covid.

El parque está lleno. Juegan multitud de críos y criás. Algunos niños muy pequeños junto a sus padres. Se juegan tres o cuatro partidos de fútbol simultáneos. Incluso uno de ellos en modalidad “mixta”. Hay niñas jugando a la comba. Y también se ve a unos críos tirarse un frisby. Se maravillan al verse disfrutando de poner atención en una competición “de corre que te pillo” que descubren como un escondite tradicional. Parece que nadie lo había inventado ya, y las niñas y niños, y también chicos y chicas más mayores disfrutan de estar en la calle, jugando y conversando. No son los únicos. Hasta los perros pasean y juegan con esa “sonrisa” suya en la cara.

El sendero del parque está concurrido de adultos que conversan entre ellos. Algunos lo hacen alrededor de un transistor compartido. Escuchan y comentan las últimas novedades e incidencias de un apagón colosal, nacional e histórico. Se va a tardar unas horas en recobrar el servicio y no está claro cuál es la causa de tal avería. Por fortuna, no se oyen los ya típicos exabruptos contra los políticos que no nos gustan.

Los grupos son heterogéneos. Hay hombres y mujeres en ellos, y también diversas edades, aunque llama la atención el que faltan mujeres jóvenes. En torno a uno de los bancos ven una mesa redonda formada. Mujeres mayores se han sentado y comentan la situación y lo que pasa, hoy y en la vida. Ocupan los puestos del banco, pero han bajado también sus propias sillas y se han sentado bajo el viejo olmo del parque. Disfrutan y ríen. Incluso dos de ellas lo hacen sin perder un punto de su labor en lana.

La pareja se acerca y escuchan. Preguntan qué tal están y si necesitan algo. Comprenden al momento que viendo a la gente, recuperan el interés en el prójimo, en el otro y la otra, y en la educación, la solidaridad y el bien común como engranajes de una sociedad sana. El por qué no lo hacen cuando el flujo de energía eléctrica no se detiene no saben responderlo.

Cae otra hora, y una segunda de paseo. Han sobrepasado el parque por el lado contrario y caminado hacia la vega del rio sin dejar de ver a personas ocupando las calles, las aceras y los espacios. Gente conversando. Gente haciendo deporte. E incluso, gente haciendo arte y cultura en la calle. En la plaza del barrio se ha improvisado una asamblea vecinal que está tratando los problemas del día a día, de cuando la luz baja y sube por los cables. Al otro lado hay un cuenta-cuentos improvisado que embelesa a unos cuantos niños.

De vuelta en el parque las mesas de juegos están llenas. Unos chicos jóvenes usan una de ping pong para jugar un Risk. Otros parece que han extendido una sabana en el suelo y la están decorando con sprays. Hay varias partidas de ajedrez en marcha, y más conversaciones. Apenas se oyen coches y si pájaros que pian y pian en su efervescencia primaveral.

Por la acera pasean y dialogan las personas. No consumen. No hay terrazas, ni motos de repartidores. Las personas caminan, se saludan, intercambian impresiones y se ofrecen ayuda. Ya han oído en un par de ocasiones que hay quienes ponen sus cocinas de gas a disposición de quienes la necesiten para hacer una cena caliente.

Cuando enfilan su calle hacia el portal sonríen y se sienten conectados con la sociedad. En una paradoja el móvil lleva 8 horas sin dar señal de vida, y hacia tiempo, mucho tiempo, que no experimentaban la sociedad como construcción humana, de carácter cooperativo y solidario. Que no estimaban la presencia de extraños que no son más que semejantes, con los mismos temores y problemas que ellos mismos. Desdeñan la sociedad actual, moderna, tecnológica, hiper-conectada, una vez más antes de entrar en el portal. Les hace gracia esa revelación porque les libra del pesar por tener que subir el ascensor 6 pisos, aunque no de la fatiga.

Al entrar en su casa ya no hay luz natural. En la penumbra recuperan los frontales con los que salían a la montaña, una linterna y media docena de velas de distintos tamaños. Conjugan estos elementos para iluminar la encimera de la cocina y preparar unas tostas frías. Han rayado un tomate y acabado con el tupper de queso fresco de cabra. Han abierto el paquete de salmón ahumado y van a tirar de latas de anchoas y de los pepinillos agridulces. Un poco de jamón y de queso siempre vienen bien. Cenan.

Ya de noche cuando terminan de recoger su cocina. Él toma papel y bolí y esboza unas ideas que comienza a escribir a la luz de una vela. Ella sale al balcón y se asombra y reclama que la acompañe. La oscuridad es total. Y en el cielo se empiezan a dibujar estrellas. Estrellas que no se ven cuando solo se ven farolas y focos de vehículos. Es cierto que algún coche o moto pasan por la calle, y también, que algún tonto, de verdad es que hay demasiados, se dedica a iluminar toda la barriada con una excesiva linterna que atenta la intimidad y al momento de los vecinos.

Aún así, intuyen que la noche se va a hacer más oscura. Y con los frontales y bien abrigados suben a la azotea. No hay nadie. A nadie se les ha ocurrido lo mismo que a ellos, y desde allí no les molestan resplandores ajenos y vislumbran las montañas sobre las que se pone el sol. Se dedican a ver las estrellas en número incontable, extendiéndose cuán manto como quizás hacía años que no podían hacerlo sobre esa ciudad. Cuando expira el último naranja de la línea del horizonte, el negro se hace más intenso y la luz de las estrellas brilla. El frío es cada vez más fuerte y aún abrazados, ¡no saben cómo y cuándo se han abrazado! No pueden tolerar más la caída de las temperaturas y deciden volver a su hogar.

Cuando lo hacemos, recorremos el pasillo hasta el baño y nos aseamos como podemos, casi sin agua caliente, pero el paso por el albornoz reconforta gracias a un abrazo extra. Ejecutamos en la penumbra la rutina de la higiene personal. Preparamos la habitación e improvisamos uno de los teléfonos móviles como caro despertador. Nos metemos en la cama. Y nos amamos de nuevo. Y después dormimos y descansamos.



Al día siguiente, al despertar el servicio de electricidad ya se había restablecido. Y ese día anterior ya no se podrá volver a repetir.

lunes, 14 de abril de 2025

Trabajos de Mierda

 


"Si alguien hubiera deseado proyectar el régimen laboral más adecuado para conservar el poder del capital financiero, resulta difícil imaginar cómo podría haberlo hecho mejor. Los trabajadores productivos que sobreviven son presionados y explotados de forma implacable, mientras que el resto se divide entre el aterrorizado estrato de los universalmente denigrados desempleados y un estrato social algo mayor formado por los que, en esencia, reciben un sueldo por no hacer nada, en puestos concebidos para inducirles a identificarse con las perspectivas y las sensibilidades de la clase dirigente (gestores, administradores, etc.) —y en especial con sus avatares financieros , y por otro lado para incentivar, al mismo tiempo, un resentimiento larvado contra todo aquel cuyo trabajo tenga un valor social claro e innegable. Por supuesto, tal sistema nunca fue diseñado de manera consciente y surgió como resultado de cerca de un siglo de prueba y error, pero es la única explicación de por qué, pese a los enormes avances tecnológicos,no tenemos todos jornadas laborales de tres o cuatro horas."

Último párrafo del artículo original de David Graeber que dio pie a este libro. El artículo es brillante (Graeber, David (2018). Trabajos de mierda. Ed. Ariel. Barcelona. página: 11).


David Graeber (1961-2020) fue un antropólogo estadounidense de tendencias anarquistas. Célebre por sus estudios sobre las implicaciones antropológicas y sociales que tienen las relaciones económicas entre individuos y grupos. Su tesis doctoral, centrada en la Historia Social de Madagascar demostró cómo y por qué las diferencias de clase sustentadas en los sistemas coloniales y esclavistas, todavía hoy seguían rigiendo las estructuras políticas, económicas y de poder en la nación isla del índico africano. Desde posiciones antifascistas e izquierdistas estudió los orígenes de los conceptos de dinero, propiedad y deuda, logrando desmentir los tópicos de la ciencia económica actual, así como también demostrar que tal posición hegemónica tiene su base en una autoridad basada en la violencia y la guerra. Además, su labor de profesor siempre estuvo implicada en la integración y el activismo para con sus alumnos y las causas justas, como el genocidio palestino o la Guerra de Irak que le valieron un polémico despido de su plaza como profesor en la Universidad de Yale. También se implicó de manera personal y activa en el movimiento Occupy Wall Street, y al mismo tiempo, desarrollando un manual teórico de la indignación y la rebeldía que tituló Somos el 99%. Una historia, una crisis, un movimiento. Por desgracia, falleció en Venecia en septiembre de 2020, víctima de un accidente de tráfico (algún día, alguien debe de investigar las extrañas muertes en accidentes de tráfico de personas brillantes cuando menos, incómodas al sistema).

En 2013, David Graeber publicaba un artículo en la revista Strike, sobre el fenómeno de los trabajos de mierda. Originalmente titulado On the Phenomenon of Bullshit Jobs, el ensayo adquirió una trascendencia inusitada por su brillantez y por acertar de pleno en el espíritu y las opiniones sobre la propia autorrealización personal (y profesional, y laboral) de millones de personas en todo el mundo, pero en especial, y en primer término en Estados Unidos y Reino Unido. Desde las cunas del liberalismo y el neoliberalismo, el texto fue traducido en 12 idiomas, y su premisa principal se lanzó en una encuesta mundial bajo la plataforma Yougov.

La tesis del ensayo es que una gran mayoría de los trabajos actuales, y especialmente, los generados a partir de los años 80 del siglo XX, no tienen una incidencia positiva en la sociedad. No generan riqueza, ni de manera directa, ni indirecta, en el campo de la economía real. En cambio, solo sirven para generar frustración e insatisfacción, tanto en los trabajadores que los llevan a cabo, como en las personas que tienen algún tipo de relación con estos trabajos. Los cambios y avances tecnológicos, la informatización de las tareas y de la propia economía y especialmente los procesos de terciarización de la actividad productiva, habían generado un altísimo desempleo, y en vez de repartir el trabajo entre todos, con menores jornadas laborales, el sistema “se ha inventadomiles de profesiones y puestos que no sirven más que para tener ocupados y subyugados a todos estos trabajadores. Con lo cual, la mejora tecnológica y científica de la economía productiva no ha servido para que la sociedad y los individuos, en general, ganasen o “comprasen” tiempo libre para dedicarlo a actividades creativas y más satisfactorias a nivel personal. Al contrario, las plusvalías extraídas por la élite de estos avances se han re-invertido en la industria y fundamentalmente en el consumo para seguir manteniendo, o quizás hasta devolviendo, a las masas obreras en esclavos pegados al trabajo. Para ello ha resultado fundamental la creación del sector productivo de la publicidad, el mayor ejemplo de trabajos absurdos, nocivos e innecesarios que una sociedad puede tener. Incluso, Graeber se muestra especialmente crítico con la burocracia añadida a trabajos realmente importantes y trascendentes en los ámbitos de la sanidad o la educación, y que solo sirven para deslegitimarlos como valores de igualdad y riqueza y derechos humanos a conservar. Como resultado de la encuesta de Yougov, hasta un 37% de los consultados en Reino Unido estimaba su trabajo como inútil y que “no contribuía en nada a la sociedad”.

Ante el éxito y revuelo provocado por tan brillante texto, David Graeber pasó a profundizar en su tesis. En primer lugar, recabó más testimonios y documentación de varios lugares de Occidente, para ampliar las propias experiencias que se habían plasmado como respuestas directas a la propia publicación del ensayo en 2013. Su bandeja de correo electrónico se llenó con las vivencias de miles de trabajadores, fundamentalmente estadounidenses y británicos, pero no unicamente, que se sentían frustrados y se identificaban con las situaciones y patologías que Graeber exponía. De este modo, ejercitando con maestría la Historia Social David Graeber construía su libro, recopilaba los testimonios y extraía las consecuencias sociales de tal situación.

Para el autor, la mejora de los medios de producción a través de nuevas técnicas y avances tecnológicos no habían satisfecho la profecía de Keynes sobre “las semanas laborales de 15 horas”, y sin embargo, las masas trabajadoras seguían ancladas en largas jornadas a través de trabajos inútiles, innecesarios o incluso perniciosos. Clasificaba a los distintos tipos de trabajadores sin sentido en lacayos, matones, arregla-todo-s, burócratas o capataces, dependiendo del tipo de actividades que se viesen obligados a desempeñar. Estos tipos de trabajadores aparecían fundamentalmente en la empresa privada, pero también cada vez más en la pública, inmersas en el capitalismo competitivo. Esto genera un “feudalismo empresarial” por el que las empresas procuran mantener una distribución jerárquica basada en la autoridad y el estatus más que en el rendimiento productivo. Básicamente, los empleadores necesitan demostrar su poder a través de tener subordinados, que por regla general se encuentran precarizados.

También califica algunos de los sectores productivos modernos como absolutamente innecesarios o incluso ilógicos dentro del propio sistema capitalista, como la publicidad y el marketing, pero también los “innecesarios” sectores de seguros, abogados, o de dirección y que solo tienen función debido a la cada vez más amplia maraña burocrática que las actividades económicas desreguladas precisan. Esta paradoja permite la creación de miles de puestos de trabajo bien remunerados pero absolutamente improductivos, mientras todavía hoy se mantienen puestos fundamentales en la producción de riqueza mal pagados y con condiciones lamentables. Ejercidos especialmente por mujeres y personas racializadas.

Con Trabajos de mierda, David Graeber ataca el individualismo y el puritanismo anglosajón, así como los convencionalismos aceptados sobre el trabajo como valor virtuoso. Pone en cuestión con éxito la autorrealización individual en torno al trabajo, al que presenta como herramienta de desposesión colectiva de las clases trabajadoras. El capitalismo moderno ha atribuido al trabajo, y especialmente a los trabajadores manuales, es decir, a los que no poseen ni medios de producción, ni medios de intervención en la economía (llanamente los que no tienen capital), un deber cuasi religioso. El trabajo se convierte en necesidad y en obligación, y también, en elemento identificativo dentro de la sociedad. De este modo, desautoriza las ideas de John Locke quien en el siglo XVII presentaba de manera radical el trabajo como “deber y virtud” frente a los convencionalismos que lo despreciaban. Así, hoy en día los trabajos han adquirido un estatus de autorrealización que solo sirven para justificar el modo de vida actual. Sin embargo, lo que en realidad estaban provocando en millones de personas era frustración, desmotivación y problemas de salud, tanto de la psíquica y emocional como en la física, debido al estrés, el cansancio, la competitividad y la agresividad. Con esta crítica argumentada no sólo se discute el valor del trabajo y el capitalismo, sino que además se pone en cuestión la construcción de la sociedad actual, ligada al individualismo, el crecimiento económico como paradigma de éxito y a la autoridad del liberalismo clásico.

Al tiempo, que millones de personas se ven obligadas a desempeñar funciones nada productivas en el conjunto de la sociedad y la economía estandarizada, se les roba tiempo que podían dedicar a actividades más satisfactorias a nivel personal, y más productivas y beneficiosas para el conjunto de la sociedad, tanto en círculos cortos (su propio barrio, pueblo) a rangos de mayor amplitud. Con ello se logra la principal motivación política: la desmovilización social. Las masas trabajadoras ocupadas en estos puestos de trabajo, subyugados por un consumismo exacerbado, se sienten individualizados, compiten entre ellos y tienen cada vez menos tiempo para poner en común sus problemas y poder rebelarse. En suma, una explicación detallada y coherente de los profundos problemas de la sociedad actual.

La misma obra no se queda sólo en el análisis del ecosistema productivo y económico moderno, sino que va más allá y plantea soluciones. Por ello, el trabajo de Graeber ha adquirido tanta trascendencia y es tan de vital consulta y ejemplo. Lo hace además construyendo una filosofía propia y muy sólida, con análisis de causas y efectos, y por qué son más que recomendables hasta necesarias políticas y cambios directos en la sociedad. Por todo ello Trabajos de mierda compone un argumentario básico e incuestionable en materias como la dignidad humana, el sentimiento de pertenencia a la clase trabajadora, la necesidad de buscar nuevos o recuperar viejos mecanismos de asociación colectiva y ciudadana en defensa de la igualdad y la justicia social, o en propuestas como la reducción de las jornadas laborales, los sistemas de Renta básica o universal, o las teorías de Decrecimiento que critican los paradigmas del crecimiento como medida de la riqueza de las sociedades y que contemplan expresamente la eliminación de puestos de trabajo improductivos para la economía real o abiertamente nocivos para la sociedad.

Por todo esto, no se puede más que recomendar la lectura y la revisitación constante a Trabajos de mierda, de David Graeber. Una obra básica para entender este tiempo que nos ha tocado vivir, y un ejemplo fundamental para comprender la necesidad de activación social que necesitamos.

 

 

miércoles, 9 de abril de 2025

Qué sabe Google de ti

Imagen extraída de un portal de recursos gráficos libre.

 

No hay día en que no dejemos nuestros datos o huella digital en la red. Queramos o no hacerlo. Nos hayamos conectado a Internet de forma consciente, o si ha sido inconscientemente (muchas más veces de las que piensas). Y con esos datos las empresas poseedoras de las infraestructuras de recopilación, organización y publicación hacen su negocio. Recuerdo aquí que los datos son propiedad de cada individuo, del usuario, no de las empresas por mucho que faciliten las herramientas de acceso y uso de Internet.

Por lo tanto, se hace perentorio ser consciente de qué datos estamos dejando en la red. Para qué son empleados, qué duración tiene su vigencia y qué derechos nos amparan con respecto a ellos. Y en este camino se puede empezar por un interés por escapar de la cada vez más invasiva publicidad, pero rápidamente en cuanto se empieza a investigar un poco se acaba tomando conciencia en cuanto al estado de la democracia y el bienestar común.

Y es que nuestras libertades civiles se están evaporando delante de nuestros ojos.

Es fundamental protegernos en Internet de los rastreos de datos. Todas las compañías desde las redes sociales hasta las suministradoras de red, tanto móvil particular, como en espacios wifis, las empresas que aportan las infraestructuras físicas y lógicas para el mantenimiento y ampliación de Internet, y de manera especial, con respecto a la mayor prestadora de servicios en red: Google.

Cuando hacemos una búsqueda a través de sus buscadores (a veces directamente, o a través de webs y apps que emplean la api de google), usando gmail, o android en nuestro teléfono, y actualmente y de manera muy especial cuando vinculamos el terminal físico y la tarjeta de teléfono con su número al sistema operativo, cuando usamos el servicio de ubicación GPS en el dispositivo. Y cuánto más sabe de ti, de nosotros, más afina la empresa tu perfil para poder ofrecerte publicidad más personalizada, que es su principal línea de negocio, y poder “venderte” como un cliente más cerca de comprar y consumir.

Podemos pensar en lo más básico. Edad, sexo y orientación sexual, estudios, lugar de residencia o intereses generales que consiguen cuando nos damos de alta en algún servicio de google o en cualquiera de estas empresas. Pero no debemos olvidar que con cada búsqueda en sus buscadores va rellenando nuestro perfil con más y más datos sobre nuestros intereses.

Por si esto no fuera poco, se han demostrado ya, y e instituciones como gobiernos o la Unión Europea han actuado en consecuencia, cómo google y otras compañías “encienden” la cámara, la ubicación o el micrófono de nuestros dispositivos para recabar más datos, evidentemente sin nuestro consentimiento, y poder así rellenar los huecos que pueda ir dejando nuestras búsquedas y nuestro uso digamos consciente. Sin duda, una práctica abusiva, de la que solo teníamos una sospecha fundada atendiendo al funcionamiento de las baterías o a las sugerencias que se ofrecían. No seríamos los primeros a los que nos ofrecerían “paellas” porque “nos han grabado” hablando de paellas.

Si usas goolge analytics o trends, u otro tipo de herramientas profesionales del sector del marketing online y el desarrollo web, sabrás perfectamente como la compañía cubre todo lo relacionado con la actividad online de los distintos usuarios. Si no te has dedicado a este mundo, te puedo asegurar que google es capaz de segmentar hasta el último aspecto de nuestra vida en la red, y de monetizarla, dándole el formato y empleo que más práctico sea para los profesionales del sector. Y por supuesto, para google mismo.

Con la ubicación y la posibilidad de poder georreferenciarte en tiempo real, google, y otras compañías son capaces de extraer mucha información de nuestra actividad en internet, pero también en la vida real, física. Y de esta manera, acaparar datos muy valiosos que sirven para ofrecerte anuncios y publicidad de manera más personalizada, lo que podría acarrear mayor convertibilidad en ventas y visitas. Un negocio perfecto. Si quieres probarlo, puedes ver en este enlace, el historial que hasta este momento google ha registrado de tu ubicación, y que ofrece de cara al usuario. No tenemos seguridad de que no haya hecho más sondeos y registros de nuestro día a día sin nuestro conocimiento y/o permiso.

Los historiales de búsqueda en el buscador o en youtube, son fuente inagotable que suministra datos a nuestro perfil y con el cual pueden afinar aún más la publicidad, convirtiéndonos en paquetes de datos más interesantes, y que por lo tanto cuestan más, para las empresas que contratan su publicidad a través de google (prácticamente la totalidad dada la posición monopolística de la compañía). Aquí puedes comprobar tu historial en youtube, y en este otro enlace, el de tus búsquedas en google.

Todos estos datos, así como los aspectos físicos (dispositivos, tecnologías, formatos, aplicaciones, software, etc.) se cruzan y re-cruzan, una y otra vez, actualizándose en el tiempo y ofreciéndose en tiempo real para su dominio y comercialización. Por eso es importante comprobar qué permisos sobre tus dispositivos y las aplicaciones que usas has concedido y sobre los que están recopilando datos. Se puede solicitar un informe sobre el volumen total de datos, exportar esa información, desautorizar su empleo por parte de terceros, e incluso, por parte de la propia google, desactivando tu perfil (o perfiles) en la plataforma.

Y es que la publicidad genera muchas ganancias cada segundo. Por lo que como vemos, todo vale.

Liberarse de google requiere de varias estrategias:

Compartimentar, es decir evitar en la medida de lo posible las herramientas facilitadas por google y otros gigantes tecnológicos. Y si no hay más remedio que emplearlas, no utilizar todas.

De hecho, la segunda estrategia sería Diversificar las herramientas y las empresas con las que trabajamos y de las que formamos parte como usuarios (realmente nos convertimos en sus clientes).

La tercera estrategia es Restringir la información. Quién y qué ve y usa en cada momento y con cada aplicación.

 

Alternativas:

  • En cuanto a los navegadores están Firefox, Chromiun y Tor.

  • Otros motores de búsqueda más allá de google: DuckDuckGo y Qwant.

  • Alternativa a twitter: Mastodon, como red social descentralizada en forma de federación, donde cada usuario o grupo puede constituirse como fuente de autoridad. Permite un control total de los datos proporcionados por los usuarios ya sea consciente o inconscientemente. Aunque yo ya estoy comprobando en vivo, que la mejor alternativa es no usar redes sociales.

  • Una alternativa al uso de youtube: Peertube.

  • OpenStreetMaps o QwantMaps alternativas a google street view o google maps.

  • Lineage, Sistema Operativo alternativo al uso de Android en dispositivos móviles. Como todas estas herramientas, se trata de un sistema libre y de código abierto.

  • BigBlueBotton, una alternativa a skype o zoom como servicio de videollamadas.

  • Moodle, entorno de educación de software libre.

  • Signal, sistema de mensajería instantánea alternativo a uso de Whatsapp.

  • Y por supuesto, es necesario, vital en el actual contexto, promover el empleo de VPNs.

En este enlace dejo una completa lista de alternativas al uso de las herramientas que facilita google.

Tenemos que saber qué datos compartimos, en su totalidad, y cuál es el uso que las empresas hacen de ellos y el beneficio que consiguen. De hecho, los datos y los metadatos se venden a otras empresas que se convierten en dueñas de los mismos, reproduciendo el modelo una y otra vez. Recordemos una vez más, que si algo es gratuito, es porque tú (o tus datos y metadatos) eres el producto o servicio.

En este sentido, es preciso concienciar al público general que la cultura gratuita de Internet es falsa. Porque los equipos de hardware, las redes, los protocolos y los desarrollo de software cuestan dinero. Y si no se están solicitando pagar por su uso de forma directa, implica que esas empresas poseedoras de estos medios, están usando tu información para hacer negocio. Y eso es muy peligroso, sin entrar a valorar lo ético o justo de tal planteamiento.

Por ejemplo, se hace necesario recordar el control de las élites sobre Internet y cómo censura y controla nuestras vidas. Un caso paradigmático es todo lo que tiene que ver con el periodismo, la disidencia y las denuncias ciudadanas ante situaciones de opresión o corrupción. La persecución a todo lo que tiene que ver con Wikileaks es el ejemplo.

Los periodistas y los ciudadanos empoderados y conscientes de su poder y de sus responsabilidades cívicas, tenemos que emplear herramientas que permitan cumplir nuestra labor y hacerlo con la máxima seguridad. Por ejemplo, el uso de sistemas operativos portables como Tards, o emplear ordenadores “vírgenes” que nunca se hayan conectado a Internet y que nunca lo vayan a hacer. O emplear redes seguras y descentralizadas como SecureDrop.

Es necesario también concienciar en el empleo de sistemas de encriptación, especialmente en el caso del correo electrónico, como los sistemas PGP.

Recordemos que Internet está conectado a las grandes empresas, a los lobbies y a los gobiernos al más alto nivel, es decir, los gobiernos detrás de los gobiernos y sus equipos de seguridad, espionaje y contra disidencia o insurgencia. Por lo tanto, Internet no es un espacio de libertad.



Por último, ya sé que esto es un blog de blogger, es decir de google!!! Estoy en interés y en camino de liberar el tiempo suficiente para poder cambiarlo.

jueves, 27 de marzo de 2025

Una vuelta utópica a la necesaria reducción de la jornada laboral


Como es ya habitual, fruto por una parte de la siempre exacerbada alta política en España, y por otra, de la aceleración de los tiempos, la actualidad se vuelve vertiginosa y los temas se crean, se transforman y diluyen. Los problemas se perpetúan. Las propuestas, escasas, se desvanecen y ni siquiera permean. Y las soluciones sobre el terreno acaban posponiéndose. Una de ellas, todas la que tienen que ver con la racionalización de los horarios, y en particular, con la reducción de la jornada laboral es un perfecto ejemplo.

Como radical y rebelde defensor de esta medida de dignidad, pero también de productividad, de la clase trabajadora ya he hablado en varias ocasiones de este tema. Aquí dejo ambos enlaces interrelacionados y sobre los que voy a partir para actualizar la propuesta:

- Reducción de la jornada laboral: Una quimera necesaria

- Una vuelta filosófica a la necesaria Reducción de la Jornada Laboral


Si vuelvo al tema en este momento es porque mientras entran y salen nuevos y viejos problemas, una de las medidas estrella del grupo político Sumar en el gobierno de coalición era la reducción de la jornada laboral, que ha quedado, parece, en el limbo, mientras se negocia con otras fuerzas y se trata de sacar unos más que necesarios presupuestos.

Hay quienes parten de ciertas evidencias y noticias sobre un futurible escenario de abundancia en el que planteamientos de reducción de la jornada laboral serían más que evidentes. Se habla de avances tecnológicos y científicos que abaratarian casi hasta el coste cero la producción de energía, que además serían limpias y renovables. Se apunta el progreso en materias de biotecnología, y en sus distintas ramas, que nos llevarían a un mundo de alimentación ilimitada, creada en laboratorio, que reduciría el impacto medioambiental y en el bienestar animal. Se pone como ejemplo el avance exponencial de la Inteligencia Artificial y la digitalización de la economía. Ejemplos todos estos y más, de que en teoría, nos vamos hacia una sociedad opulenta, en la que los límites económicos y ecosistémicos serían superados por el ingenio humano y la tecnología. En cualquier caso, me parece que plantear estas ensoñaciones de recursos ilimitados cuando es bien evidente la naturaleza finita del medio natural y de la propia vida, es, por lo pronto una utopía, cuando no una cháchara mentirosa y auto-complaciente.

Porque, a parte de la realidad de un mundo de necesidades permanentemente ilimitadas y satisfechas con recursos cada vez más escasos, existe una sobreponderancia del beneficio económico. No parece muy inteligente creer que porque se construya un mundo de abundancia infinita y eficiencia absoluta, el reparto de estos beneficios vaya a ser equitativo, o cuando menos social. Lo que nos enseña la Historia y la experiencia (y por ejemplo, no hace tanto de la pandemia de covid-19) es que todo avance económico y tecnológico ha devengado en un ejercicio especulativo colosal del que se han beneficiado las élites que ya estaban o que se creaban por su dominio previo de los condicionantes de tal beneficio.

Las utopías se volverán distopías, y la vida para el grueso de la población, decena de mil millones de personas al paso que vamos, se medira en dolor y en injusticia. Por ello las políticas activas que planteen modelos alternativos son la solución. Puede ser el Decrecimiento o la inclusión de sistemas de Renta Universal. Acciones en favor de derechos tangibles de ciudadanía (alimento, vestido, vivienda, cultura), y políticas de dignidad por las condiciones materiales de las clases trabajadoras (o bajas o populares) como pueda ser la reducción de la jornada laboral, y la puesta en marcha de políticas urbanísticas y de movilidad que devuelvan tiempo a las y los trabajadores.

Sin duda, la propuesta gubernamental actual es muy tímida, por no llamarla directamente cobarde o una estafa. Una reducción de apenas 30 minutos al día (total de 2.5 horas a la semana en la joranda máxima de 40 horas que pasaría a 37.5), al tiempo que en otra negociación planifican con la patronal y los sindicatos mayoritarios una ampliación de la edad de jubilación hasta los 72 años. Una vergüenza que partidos, y me da igual que sean nuevos, que ya no estén en el gobierno, o viejos se denominen "de izquierdas" y permitan tal atropello.

Esta no es la solución que se necesita y reclama. No. Todo lo contrario. En el contexto económico y productivo actual el camino es reducir agresivamente la duración de la jornada laboral, llevando la jornada laboral máxima diaria a 6 horas. La semanal a 30. Favoreciendo el establecimiento de semanas de 4 días laborables. Prohibiendo las horas extraordinarias y persiguiéndolas. Alentando una mayor creación de empleo y promoviendo las jornadas intensivas, incluidas las de los servicios nocturnos y de guardias, para que sean bien remuneradas. Favoreciendo con ello aspectos como la conciliación familiar y la satisfaccion vital. Y por supuesto, bajando la edad de jubilación para que las clases trabajadoras, productoras, puedan disfrutar de una vejez con salud y dignidad. Todo ello, por supuesto, sin disminuir los salarios y pensiones, es decir, las rentas del trabajo.

En conjunto, se trata no de regalar tiempo, ni tampoco dinero al grueso de la población, sino de devolver la dignidad que se han ganado, y aumentar la productividad. Sin olvidar, como decía ayer, el trabajo de las mujeres que se dedican a las labores de cuidados y mantenimiento de domicilios, incluidas las personas que llevan a cabo las tareas de su propio hogar.

Según diversos estudios actuales, de organizaciones poco-dudosas de pertenecer a sindicatos o partidos de izquierdas, como Cotec o Sigma2, hasta un 81% de la población apoyaría la reducción de la jornada laboral sin pérdida de salario. Han aparecido en estos meses en los que se ha planteado la reducción de la jornada laboral hasta los 37,5 horas a la semana, una reducción como digo muy tímida, consensuada con la patronal en ese infausto clima para las clases trabajadoras de falsa paz o diálogo social. Por lo que no han aparecido debates, ni oposiciones. Es decir, hay consenso.

En este sentido, es evidente pensar que propuestas más radicales y obreristas como las que planteó un par de párrafos arriba si generarían acaloradas respuestas y debates enconados. Permítame dudarlo.

Al mismo tiempo que millones de chinos viajan por Europa gracias a su jubilación a los 55 años, la reducción de la jornada laboral se está llevando a cabo en todo el mundo. Existen experiencias, tanto empresariales como gubernamentales que avalan el éxito y la necesidad de esta medida. En Islandia, en Finlandia, en Francia, en Alemania, en Irlanda, en Japón, en Australia o Nueva Zelanda. La normativa impulsada por el último gobierno socialista en Portugal hacia las 35 horas semanales o el año pasado la propuesta de Berni Sanders por una ley de las 32 horas semanales en Estados Unidos. Y todas estas experiencias demuestran la racionalidad en términos éticos y de justicia social, pero también productivos y económicos de esta medida.

Partamos por definir que es el tiempo de la jornada laboral:

En esencia, cada trabajador o trabajadora “vende” en el mercado laboral su tiempo, su “vida”, con un gradiente de valor añadido en base a la experiencia o la formación profesional o académica que posee. Es decir, la fuerza de trabajo es la capacidad individual de producir (en un entorno concreto) y se mide por el número de horas que nuestro cuerpo y nuestra mente, pueden ser productivos. Esta relación se formaliza en un contrato de trabajo y fomenta una retribución por el tiempo efectivo de trabajo (NO el dedicado en ir o venir al puesto de trabajo). Todo ello queda regulado en estatutos de los trabajadores, convenios profesionales, tablas salariales y reglamentaciones de seguridad laboral. En conjunto, lo que provoca es que el o la trabajadora se conviertan en factores de producción, como las máquinas, las herramientas, las materias primas o la energía. Suponen un coste para el empresario y por lo tanto, las personas que trabajan se convierten en “cosas” (cosificación de los trabajadores, en palabras del filósofo marxista Lukács).

En el afán por luchar contra esto, y en volver a ser más personas, más humanos, entran las luchas por la reducción de la jornada laboral (o la disminución de la edad de jubilación).

Llevamos ya más de 100 años con reglamentaciones que fijan en 40 horas semanales el tope de las jornadas laborales. Llegaron con tremendos sacrificios y dolor de las clases de trabajadoras conscientes de su situación de indignidad, pero también de su poder como fuerza productiva y también revolucionaria. Sabedores de su componente internacional. Su éxito se fraguó en normativas como la Ley de las 40 horas, impuesta en Estados Unidos en 1922, o la Ley del trabajo de las Cortes de la Segunda República en 1931 que fijaban en 40 horas el máximo y la obligación de devolución de las horas extraordinarias por parte del empresario.

Cien años después no hay que ser un marxista declarado, ni un comunista convencido para entender que vivimos una auténtica injusticia, que además, tiene un componente de irracionalidad y de crueldad. No se explica que trabajemos las mismas horas, o incluso más, o muchas más si incluimos los tiempos de traslado a los centros de trabajo, hoy en día, momento de la economía digitalizada y mecanizada, de la industria tecnológica y de los procesos mecanizados, que cuando la electricidad y los motores de explosión eran la novedad en las cadenas de producción. Aquí pareciera que los propietarios del siglo XIX que protestaban ante las huelgas de sus trabajadores para rebajar jornadas laborales de 14 o 16 horas diarias, hubieran acabado ganando el debate. Cuando llevan 200 años cacareando las mismas nefastas consecuencias, profecías, evidentemente desmentidas por la Historia y por la razón.

Vuelvo a citar aquí a Keynes quien en 1930, un año después del crack bursátil, ya aventuraba que para este momento histórico, para la actualidad, las jornadas laborales serían de 15 horas semanales, debido a la mejora tecnológica y en las formas de producir. Si parte de los trabajos, cuando no tareas productivas completas, son realizadas por máquinas o algoritmos informáticos, lo lógico es que las personas trabajen menos horas y puedan absorberse esos parados de más producidos por el avance tecnológico, con un reparto equitativo del volumen de horas de trabajo necesarias.

Sin embargo, el economista británico falló. Desgraciadamente no contó con otros factores históricos y sociales como la absoluta laminación de los tejidos reivindicativos laborales. La disolución cuasi plena de las clases trabajadoras, atomizadas por un consumismo enfermizo, enfrentadas entre ellas por país, por raza, por género, por sexo, por edad o por profesión, compitiendo entre ellas. Secuestrados en el miedo y en la cultura de masas de raíz burguesa. Individualizados los trabajadores, carentes de una ideología de clase que los ampare tras la desintegración del proyecto socialista de la Unión Soviética y de los sindicatos y partidos de clase, convertidos hoy en engranajes del régimen burgués.

Tampoco ha sido predicho o profetizado qué iba a ocurrir con el tiempo de las clases trabajadoras. Sólo así se entiende el actual ritmo de vida de las clases trabajadoras en Occidente, que lejos de frenarse va en aumento, añandiendo estrés, frustación y diversos problemas de salud. En su recomendable obra, La fábrica del Emprendedor, el sociólogo Jorge Moruno aporta los datos y hechos que explican la situación actual. Este párrafo es ilustrativo:

Vivimos en un país donde la Agencia de Seguridad Alimentaria está controlada por Coca-Cola; el ministro de Economía, Luis de Guindos, viene del Consejo Asesor de Lehman Brothers a nivel europeo y de ser director en España y Portugal; y la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, tiene una empresa denunciada por no pagar a sus trabajadores. Relax era un conocido tema de los años ochenta, relaxing cup of café con leche, de Ana Botella, es la consigna del esperpento posmoderno español. Según el Comité Español de Acreditación Medicina del Sueño (CEAMS), los españoles duermen de media una hora menos que el resto de ciudadanos europeos, y según la Organización Mundial de la Salud (OMS), dormimos 53 minutos menos al día que la media de la UE. El tiempo medio que tardamos en ir y venir del trabajo en España es de 57 minutos, en Barcelona asciende a 68 minutos, y en Madrid, a 71, como destaca un estudio de La Caixa. Otro estudio de la Comisión Nacional para la Racionalización de los Horarios en España afirma que se dan «jornadas interminables que inhabilitan a los trabajadores para conseguir una completa conciliación de su vida laboral con su vida personal y familiar». La Fundación Pfizer diagnosticaba en 2010 que un 44% de los españoles y las españolas sufría más estrés que en 2008. Esto se traduce en el consumo de 52 millones de tranquilizantes, colocándonos a la cabeza de los países de la OCDE. También aumenta con la crisis el consumo de hipnosedantes, pasando del 5,1% en 2005 a un 11,4% en 2011.

(Moruno, J. (2015), "Capítulo III. Proletarii". La fábrica del emprendedor. Ed. Akal. p. 33).

Duele encontrar un panfleto de 1998 de Izquierda Unida en el que abogaba por “trabajar menos para trabajar todos”, campaña por las 35 horas, y hoy, nos vayamos a dar un canto en los dientes si acabamos con una jornada de 37,5 horas.

Era el trabajar menos para trabajar todos, pero ya hoy es trabajar menos para vivir más.

Y es que la pandemia de covid de 2020 lo ha cambiado todo. Íbamos a salir mejores. Millones de personas han descubierto que quiere reducir su tiempo de trabajo y ampliar el de su vida, ganar trascendencia con ello. Llegan nuevas generaciones que están aprendiendo y deseando concebirse como personas, y no tanto como trabajadores. Definirse más por quiénes son o quieren ser, y no por a qué se dedican. No deja de ser una notificación de individualismo, alejada de los patrones de solidaridad obrera, pero puede ser la brecha con la que quienes sabemos de la importancia y del sentimiento de pertenencia obrera podamos penetrar y generar una mayor conciencia y articular procesos de lucha que de verdad cambien las cosas.

No se puede olvidar uno de que hoy en día el número de trabajadores, que en el estado español, pero también en todo Occidente, están condenados a la pobreza pese a tener un puesto de trabajo. Una década de crisis neoliberal, sumada a unas políticas criminales de adelgazamiento de los servicios públicos, más la citada pandemia, han legado legislaciones laborales abusivas por parte de una patronal crecida que ha impuesto marcos, sin negociación, sin diálogo y sin paz social, que no han sido contestados por las fuerzas obreras. Bien por inacción de sus teóricos representantes o por desánimo o desconocimiento de los propios trabajadores afectados.

Hoy y todos estos años, el ecosistema laboral es de la sub-contratación y los falsos autónomos, el de los becarios y contratos en prácticas, el de los contratos temporales y a tiempo parcial. El de la indefensión del trabajador frente al patrón. El de la falta de seguridad laboral. El de una precariedad laboral que se convierte en vital cuando hablamos de los jóvenes que se incorporan a un “mercado laboral”, que ya ha conseguido su objetivo: deshumanizar el trabajo y la economía productivas, para convertirlas en bienes especulativos y financieros. Es decir, en dinero.

Se lucha desde la élite contra las subidas del salario mínimo interprofesional o de las pensiones mínimas, pero no se entra en el fraude fiscal, en las excesivas plusvalías o en el capitalismo de amiguetes tan profundo y arraigado en el estado español. Quedan en suspenso las luchas contra los fraudes laborales, las agencias privadas de empleo (verdadero cáncer de las relaciones capital-trabajo) y contra las plataformas “colaborativas” de internet que han deslegitimado la organización obrera, aumentando la precariedad hasta niveles distópicos.

Por ello, hoy es vital que los trabajadores se organicen alrededor de un programa de lucha contra los despidos, contra el trabajo precario y contra el paro, que señale claramente que nuestras vidas valen más que sus ganancias. Hay que reducir la jornada laboral sin merma del salario ni de las cotizaciones, y también hay que disminuir la edad de jubilación. Sin medias tintas, ni concesiones.


¿Una utopía? Posible, justa y necesaria

Imaginad. Imaginad que tenéis, por fin, tiempo y dinero para vuestra vida. Que cumplimos, como individuos y como sociedad, el axioma de trabajar para vivir. No al revés. Imaginad que el sueldo por hora trabajada es justo y adecuado. Permite satisfacer las necesidades vitales desde la base hasta la cúspide de la famosa pirámide de Maslow. Necesidades en última instancia de carácter cultural y de autorrealización para las que en el contexto actual es necesario tanto tiempo como dinero. Pues imaginad un “mundo” en el que tenemos tiempo para una vez siendo adultos seguir aprendiendo. Estudiar otras cosas para sentirnos satisfechos y realizados. Cosas de esas que los gurús económicos llaman “improductivas”, como las artes, la Historia o la Filosofía, pero que son en esencia las que nos distinguen de los primates simples. Imaginad que por fin podéis iniciar ese curso de idiomas o de pintura. Ese taller de lectura y escritura. Poder entrenar y practicar el deporte o tarea física que nos gusta y motiva. O realizar ya ese voluntariado con mayores, niños, con dependientes… Trabajar en un tiempo libre más amplio y desatado de las ligaduras del estrés del empleo y los transportes para generar cooperativas y mejorar el asociacionismo en nuestro entorno. En el de cada uno. Imaginad que por fin tenéis tiempo cada día para mejorar ese entorno. Tanto el urbano como el rural. Limpiando espacios naturales. Trabajando, por qué no, en desescombrar solares y habilitar nuevos espacios, nuevas viviendas.

Imaginad que tenéis tiempo para esto y para más. Para viajar. Para leer. En definitiva, para consumir más. Esto generará, indudablemente, más puestos de trabajo que tendrán que ser satisfechos respetando la duración de la jornada laboral. La economía mejoraría. La sociedad sería más plena y estaría más satisfecha de si misma y de sus expectativas. Más preparada ante crisis de cualquier tipo.

Imaginad que un día cualquiera tenemos y tenéis tiempo para visitar, cuidar y pasarlo con nuestros familiares. Padres, abuelos y también los propios hijos. Imaginad que ya no tienen nuestros progenitores que encargarse de nuestros vástagos. Imaginad que ya por fin pueden viajar. A los fiordos de Noruega o a la isla fluvial del pueblo de al lado. Da igual. Es su tiempo. Imaginad, pues, que no hicieran ya falta “políticas de conciliación familiar” porque la principal, la más justa y garantista, que es la reducción de la jornada laboral ya satisfacería esta necesidad. Ya podríamos conciliar, sin pérdidas de sueldo o de sueño. Sin necesidad de delegar, ni de hacer equilibrismos con calendarios, agendas y relojes.

Imaginad que las empresas, de cualquier sector, públicas y privadas, pueden ya funcionar, de hecho si que pueden, con jornadas intensivas. Con trabajadoras y trabajadores concentrando su esfuerzo productivo en esas 5 o 6 horas diarias (¿por qué no apostar ya por las semanas laborales de 4 días?), o quizás en menos, siendo más rentables para la propia empresa y para la economía en general. Personas que para desplazarse al centro de trabajo como tienen más tiempo quizás puedan también desentenderse del coche y el tráfico. Con turnos rotativos de dos diurnos y sumar uno o dos nocturnos (siempre pagados con dignidad y justicia) dependiendo del tipo de empresa que se trate. Con un reparto del trabajo disponible para hacer nuestro país más grande y mejor.

Imaginad, en definitiva, el mundo del mañana si se pone en marcha una reducción de la jornada laboral justa, sin merma del sueldo o las cotizaciones sociales. Un mundo de personas autorrealizadas, satisfechas consigo mismas, su entorno y su sociedad. Dispuestas a emplearse en mejorarlas y en no dejar a nadie atrás. Imaginaros unidos, en la diversidad, pero reconociendo que formás parte de algo grande, en el que persiste la cooperación. Un mundo de colaboración y no de competencia. Pensad ahora ese nuevo mundo libre, y en cómo estaríamos en él, con confianza y respeto. Pensad en ello, y seguro que llegáis a la misma conclusión que yo: Y es que quienes no quieren que reduzcamos la jornada laboral, quienes desean seguir teniendo gente esclavizada e idiotizada, no nos quieren libres (por mucho que se llenen la boca con la bella libertad), ni autorrealizados. No nos quieren dignos, sino cohibidos. Y no nos quieren con seguridad, sino con miedo. Por ello el mal es fácilmente identificable. Los tenéis ahí.

Es el tiempo de hacer de esta utopía algo real y tangible. Porque es posible, porque es justo y porque es necesario. Sí a la reducción de la jornada laboral sin merma del sueldo ni las cotizaciones.


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