miércoles, 30 de abril de 2025

Tarde de apagón

 

El manuscrito de la tarde del lunes 28 de abril, día del gran apagón de España

 

Al abrir la nevera el click que se iluminó fue el de su cerebro que echaba de menos el encendido de la bombilla interior. El sombrío de dentro del electrodoméstico contrastaba con la luz solar del mediodía que llenaba la ventana. Rápidamente se fijó en el horno eléctrico enclaustrado entre los muebles de la cocina. Apagado no marcaba ni la hora, ni el estado. Salió de la cocina. Miró el router sin luces, ni permanentes ni intermitentes. Lo mismo el reloj despertador al lado de la cabecera de la cama de matrimonio, al otro lado del pasillo. Por fin tocó un interruptor sin más señal que el cliqueteo de la llave dentro-fuera, pero sin atisbo de iluminar la instancia del baño contiguo. Se había ido la luz.

Volvió a la habitación de invitados que hacía las veces de pequeño despacho desde el que tele-trabajaba dos días a la semana. El ordenador se había ido a negro, mientras la tablet seguía encendida. Al acercarse la comprobó inútil porque había perdido la señal de red. Las aplicaciones dejaron de funcionar porque no tenían datos con los que actualizarse en las poleas del subir y bajar información. De manera imprevista y repentina se terminó la jornada de trabajo en casa. A ver cuándo volvía la energía y cuándo y de qué manera apretarían los múltiples jefes, jefecillos y demás encargados en querer recuperar tiempo y productividad.

Iba por su pasillo hacia la entrada en búsqueda de la caja de diferenciales a ver si había saltado algún interruptor. A en caso negativo, abrir la puerta y ver si tampoco había luz en la escalera. Sin embargo, al pasar por el salón vio como el mediodía mediterráneo llenaba el piso de luz natural salió al balcón.

Contrastaban los semáforos apagados sin vida y el tráfico que seguía impertérrito ante esta eventualidad acostumbrados ya los conductores a ignorar la señalización luminaria. El apagón no se circunscribía a la frontera interior del hogar, ni tampoco a la escalera del bloque. Cuando menos tomaba el apellido de barrio o incluso hasta municipal.

En la época de la comunicación petulante, instantánea y constante de la telefonía móvil y los tres, cuatros o cincos “Ges” no se había hecho consciente de que había perdido la posibilidad de hacer y recibir llamadas, y lo mismo con los mensajes. Las interacciones de redes sociales se estancaron. Y se tardó mucho en descubrir que aquel apagón no era una cosa sola de su pequeña ciudad, sino que abarcaba todo el territorio nacional.

Había pasado ya la primera hora sin energía eléctrica. Y la segunda avanzaba hasta convertirse en la tercera. Pensaba en cómo sobreviven desde hace años sin energía en los barrios de chabolas de Madrid. O en lugares en guerra como Gaza, Yemen o Ucrania cayéndoles además las bombas. Entonces recordó tener un pequeño transistor de aquellos a pilas que servían para oír el carrusel de partidos de fútbol de los domingos, cuando aquel deporte, aquella comunicación por las ondas y aquel momento de la semana pertenecía a la gente. Enchufó el aparato y aquello parecía que estaba también ausente de corriente en sus entrañas. Una y dos veces deslizó el pequeño interruptor de encendido a derecha e izquierda, al tiempo que calibrando el peso del aparato discernió que carecía de pilas.

En el mismo aparador donde se hallaba la vetusta radio encontró un paquete de pilas sin estrenar. Colocó dos alternando polos como marcan las instrucciones y ahora sí, al pulsar a la derecha el botón de encendido, el led rojo se iluminó y el sonido de niebla se hizo presente por el altavoz.

Moduló la señal hasta la emisora nacional de noticias y ya se sabía qué pasaba. O casi. Apagón nacional. Todo el territorio de la península estaba sin energía desde hacia una hora y media. No sé sabían las causas y en ese momento se intuían las consecuencias. Las voces del otro lado elucubraban los posibles porqués, los probables para cuándo, al tiempo que desde los púlpitos de las autoridades se llamaba al orden y la calma.

Mientras se repetía la alocución en la radio y las informaciones y primicias se volvían ya sabidas, cavilaba qué podía pasar. Cómo estaban mis padres, mi hermano. Mis suegros. Habría algún ataque terrorista y bélico al país. Algún ciber-ataque.

Había visitado la cocina y la nevera para empezar a preparar la comida. Al volver se convenció que no podría hacerlo porque la moderna vitrocerámica seguía sin respuesta a demandas ni planes. Cayó en la cuenta que para hervir unas patatas y unas zanahorias con la vetusta camping-gas que usaba de vez en cuando en sus cada vez más separadas visitas al campo sobraba. La buscó en el armario con los trastos y parafernalias de las escapadas y junto a ella una botella de gas a medio vaciar encontró una caja de cerillas de seguridad con la portada medio borrada por el tiempo. Las llevo a la cocina e insertó en su clavija la botella. Abrió el pasante y percibió el sonido del gas fluyendo hacia el quemador. Frotó una, dos y tres veces la cabeza del fósforo con la caja y la chispa se convirtió en mecha. Al acercarla al surtidor de gas se transformó en llama.

Bajo al mínimo el fuego y se apresuró llenar una olla con agua con sal puesta a hervir y a pelar las hortalizas que introdujo en su interior. En media hora debería estar listas para una ensaladilla. Lapsus temporal suficiente para volver a la ventana. La brisa y el calor se sienten al tiempo del fluir constante del tráfico. Coches y motos. Y autobuses. Algún furgón e incluso un tráiler. La ausencia de energía no aminora el ritmo de conducción. Los peatones se desplazan aceras arriba y abajo. Se apelmazan en torno al paso de cebra, esperando que algún conductor les deje pasar. Comentan si ¡éste va a parar!, o ¡el del otro lado!, ¡cuidado que parece que no para!. Se preguntan por qué no funcionan los semáforos.

A medio elaborar una sabrosa ensaladilla, las llaves de la puerta resuenan. Las reconoce y también los pasos que las acompaña. Él ya está aquí.

¡Si. Me han dejado salir antes!... Sin luz no se puede hacer nada... He cogido el bus y luego venido andando porque no me fiaba de que la puerta del garaje se pudiera abrir... Ya veré cuando voy a por el coche.

Comen. Tranquilos, con pausa, sin prisas. Saboreando. Degustando. Se llegan a coger de la mano. Recogen la mesa. Lavan a mano cuatro cacharros. Y se toman el café sin calentar. Se sientan en el sofá, se vuelven a coger de la mano. Es pronto, más que un día normal, el primero de muchos que pueden compartir sobremesa sin agobios de vueltas al trabajo. Él le pide que ella se tumbe y ponga sus piernas sobre su regazo. Abraza, amasa y acaricia sus pies. ¡Hacía tanto que no tenían un momento así que celebran el apagón y no se acuerdan de los temores por el suceso y sus consecuencias!

De tal guisa se quedan ambos dormidos. Recobran el sentido pasados tres buenos cuartos de hora. El tráfico sigue imposible, y los bocinazos, acelerones y frenazos suenan incluso superando la barrera del climalit.

Se incorporan y tienen la tarde libre. Cada uno toma una lectura y devoran páginas sin preocupaciones ni prisas. Él toma la publicación póstuma de una de las mejores escritoras contemporáneas del país. Ella continua con su lectura de uno de los grandes literatos españoles del siglo XIX que a modo de crónicas acostumbra a diseccionar con maestría y precisión la forma de ser de las gentes de estas tierras.

Se distraen. Se divierten. Vuelven a los brazos el uno de la otra, pasado un buen rato y más de 70 páginas en cada caso. Se besan. Se tocan. Van fluyendo ambos mientras suben la temperatura y la fricción sobre el sofá. Las manos investigan bajo las ropas. Las curvas y rectas de los cuerpos se mezclan. Los sabores se huelen y los olores se palpan.

Terminan de desnudarse al ritmo de su excitación in crescendo. Hacen el amor con detalle. Degustando el tiempo. Disfrutando. Con mimo y dedicándose su placer y al de su pareja. Se satisfacen y se premian. No se separan y bajo una vieja manta se abrazan como el primer día. Se han amado y probablemente nunca tanto como en ese instante.

A la vuelta a la consciencia tras el sublime momento de trascendencia comprueban que el sol ha ganado momentáneamente su batalla dentro del salón. Por los pequeños agujeros de la persiana se cuela tanta luz que les obliga a levantarse y vestirse. Vuelven a la ventana.

Ahora no hay ya tanto tráfico. Hay menos que el de un día normal. Sin embargo, en el parque del barrio lo ven más lleno que nunca. Hay decenas, casi un centenar de niñas y niños. De todas las edades. No habían visto tantos juntos desde que ellos mismos formaban parte de la masa infantil. No sabían que hubiera tantos en “su barrio”. ¿De dónde han salido? Y sobretodo, ¿por qué no van al parque el resto de días?

Deciden bajar y dar una vuelta aprovechando el solecito primaveral. Salen cada uno con su móvil en la mano, armatoste inútil sin señal por el apagón de energía, pero del que quieren disponer en caso de recuperarla. Al poco tiempo cae en un bolsillo y se olvida.

Se sorprenden de volver a ver colas en torno al súper mercado de la esquina y en la tienda regentada por una pareja de hermanos chinos. De un sitio vuelven a ver salir a la gente cargados de papel higiénico, agua embotellada y de aceite de oliva. Del otro parece que han acabado con las existencias de pilas y de baterías, también de pequeños electrodomésticos como relojes, radios y lámparas a pilas. Vuelve la irracionalidad del consumo como cuando la covid.

El parque está lleno. Juegan multitud de críos y criás. Algunos niños muy pequeños junto a sus padres. Se juegan tres o cuatro partidos de fútbol simultáneos. Incluso uno de ellos en modalidad “mixta”. Hay niñas jugando a la comba. Y también se ve a unos críos tirarse un frisby. Se maravillan al verse disfrutando de poner atención en una competición “de corre que te pillo” que descubren como un escondite tradicional. Parece que nadie lo había inventado ya, y las niñas y niños, y también chicos y chicas más mayores disfrutan de estar en la calle, jugando y conversando. No son los únicos. Hasta los perros pasean y juegan con esa “sonrisa” suya en la cara.

El sendero del parque está concurrido de adultos que conversan entre ellos. Algunos lo hacen alrededor de un transistor compartido. Escuchan y comentan las últimas novedades e incidencias de un apagón colosal, nacional e histórico. Se va a tardar unas horas en recobrar el servicio y no está claro cuál es la causa de tal avería. Por fortuna, no se oyen los ya típicos exabruptos contra los políticos que no nos gustan.

Los grupos son heterogéneos. Hay hombres y mujeres en ellos, y también diversas edades, aunque llama la atención el que faltan mujeres jóvenes. En torno a uno de los bancos ven una mesa redonda formada. Mujeres mayores se han sentado y comentan la situación y lo que pasa, hoy y en la vida. Ocupan los puestos del banco, pero han bajado también sus propias sillas y se han sentado bajo el viejo olmo del parque. Disfrutan y ríen. Incluso dos de ellas lo hacen sin perder un punto de su labor en lana.

La pareja se acerca y escuchan. Preguntan qué tal están y si necesitan algo. Comprenden al momento que viendo a la gente, recuperan el interés en el prójimo, en el otro y la otra, y en la educación, la solidaridad y el bien común como engranajes de una sociedad sana. El por qué no lo hacen cuando el flujo de energía eléctrica no se detiene no saben responderlo.

Cae otra hora, y una segunda de paseo. Han sobrepasado el parque por el lado contrario y caminado hacia la vega del rio sin dejar de ver a personas ocupando las calles, las aceras y los espacios. Gente conversando. Gente haciendo deporte. E incluso, gente haciendo arte y cultura en la calle. En la plaza del barrio se ha improvisado una asamblea vecinal que está tratando los problemas del día a día, de cuando la luz baja y sube por los cables. Al otro lado hay un cuenta-cuentos improvisado que embelesa a unos cuantos niños.

De vuelta en el parque las mesas de juegos están llenas. Unos chicos jóvenes usan una de ping pong para jugar un Risk. Otros parece que han extendido una sabana en el suelo y la están decorando con sprays. Hay varias partidas de ajedrez en marcha, y más conversaciones. Apenas se oyen coches y si pájaros que pian y pian en su efervescencia primaveral.

Por la acera pasean y dialogan las personas. No consumen. No hay terrazas, ni motos de repartidores. Las personas caminan, se saludan, intercambian impresiones y se ofrecen ayuda. Ya han oído en un par de ocasiones que hay quienes ponen sus cocinas de gas a disposición de quienes la necesiten para hacer una cena caliente.

Cuando enfilan su calle hacia el portal sonríen y se sienten conectados con la sociedad. En una paradoja el móvil lleva 8 horas sin dar señal de vida, y hacia tiempo, mucho tiempo, que no experimentaban la sociedad como construcción humana, de carácter cooperativo y solidario. Que no estimaban la presencia de extraños que no son más que semejantes, con los mismos temores y problemas que ellos mismos. Desdeñan la sociedad actual, moderna, tecnológica, hiper-conectada, una vez más antes de entrar en el portal. Les hace gracia esa revelación porque les libra del pesar por tener que subir el ascensor 6 pisos, aunque no de la fatiga.

Al entrar en su casa ya no hay luz natural. En la penumbra recuperan los frontales con los que salían a la montaña, una linterna y media docena de velas de distintos tamaños. Conjugan estos elementos para iluminar la encimera de la cocina y preparar unas tostas frías. Han rayado un tomate y acabado con el tupper de queso fresco de cabra. Han abierto el paquete de salmón ahumado y van a tirar de latas de anchoas y de los pepinillos agridulces. Un poco de jamón y de queso siempre vienen bien. Cenan.

Ya de noche cuando terminan de recoger su cocina. Él toma papel y bolí y esboza unas ideas que comienza a escribir a la luz de una vela. Ella sale al balcón y se asombra y reclama que la acompañe. La oscuridad es total. Y en el cielo se empiezan a dibujar estrellas. Estrellas que no se ven cuando solo se ven farolas y focos de vehículos. Es cierto que algún coche o moto pasan por la calle, y también, que algún tonto, de verdad es que hay demasiados, se dedica a iluminar toda la barriada con una excesiva linterna que atenta la intimidad y al momento de los vecinos.

Aún así, intuyen que la noche se va a hacer más oscura. Y con los frontales y bien abrigados suben a la azotea. No hay nadie. A nadie se les ha ocurrido lo mismo que a ellos, y desde allí no les molestan resplandores ajenos y vislumbran las montañas sobre las que se pone el sol. Se dedican a ver las estrellas en número incontable, extendiéndose cuán manto como quizás hacía años que no podían hacerlo sobre esa ciudad. Cuando expira el último naranja de la línea del horizonte, el negro se hace más intenso y la luz de las estrellas brilla. El frío es cada vez más fuerte y aún abrazados, ¡no saben cómo y cuándo se han abrazado! No pueden tolerar más la caída de las temperaturas y deciden volver a su hogar.

Cuando lo hacemos, recorremos el pasillo hasta el baño y nos aseamos como podemos, casi sin agua caliente, pero el paso por el albornoz reconforta gracias a un abrazo extra. Ejecutamos en la penumbra la rutina de la higiene personal. Preparamos la habitación e improvisamos uno de los teléfonos móviles como caro despertador. Nos metemos en la cama. Y nos amamos de nuevo. Y después dormimos y descansamos.



Al día siguiente, al despertar el servicio de electricidad ya se había restablecido. Y ese día anterior ya no se podrá volver a repetir.

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